En el templo del vinilo
La cabina del disc-jockey estaba a una altura exagerada, muy por encima de la gente que hab¨ªa ido a Bikini a escuchar a Skatalites. Parado en medio de la sala mirando hacia lo alto, me sent¨ª como un empleado de pista que observara al piloto en la carlinga del avi¨®n. El Sheriff, o la sombra de lo que deb¨ªa de ser el Sheriff, me hizo un gesto con la mano. Aquello contradec¨ªa claramente la teor¨ªa de que, en el baile, el que m¨¢s liga es el que pincha los discos. Yo ya lo sab¨ªa por experiencia propia, pues en mi ¨¦poca de adolescente hab¨ªa fabricado una mesa de mezclas y un juego de focos con los que iba de fiesta en fiesta cosechando escasos resultados. S¨®lo consegu¨ªa muchas peticiones y, cuando me negaba a atenderlas, cierta fama de figur¨®n inicuo y antojadizo.
Los 'disc-jockeys' ayudan a vender discos, incluso muchas veces los grupos los contratan de teloneros para sus conciertos
?Era eso un disc-jockey, o era un artista comparable a los m¨²sicos que sal¨ªan al escenario? Si me fijaba en la cabina inalcanzable del Bikini, se trataba m¨¢s bien de una deidad. Pero ?pod¨ªa ser m¨¢s de¨ªfico el que pon¨ªa los discos que el m¨²sico que los hab¨ªa grabado? Ten¨ªa que investigarlo. Por lo pronto, aquella noche iba a comprender por qu¨¦ es tan contagioso el ritmo nacional jamaicano. Los Skatalites salieron al escenario tambale¨¢ndose sobre sus piernas septuagenarias. Sin casi moverse -supuse que en parte por el dolor de articulaciones y en parte por toda la marihuana que hab¨ªan fumado en su vida-, sin molestarse en cantar, incluso sin abrir los ojos como el guitarrista, que parec¨ªa siempre a punto de caer de costado, lanzaron a bailar a todo el mundo con una facilidad milagrosa. Pero ¨¦se era sin duda otro tema.
Al d¨ªa siguiente plante¨¦ a M¨®nica mi necesidad de hablar con un disc-jockey.
-Tenemos a Sideral- son¨® su voz de ni?a al otro lado de la l¨ªnea-, pero no s¨¦ si anda por aqu¨ª. El que s¨ª est¨¢ es Zero. Es un t¨ªo muy simp¨¢tico, vive con su madre. Si quieres, quedamos con ¨¦l.
Me citaron por la tarde en la tienda de discos Wah-Wah, donde trabajaba nuestro hombre. La Riera Baixa ten¨ªa cierto aire de Portobello londinense: todo eran comercios de ropa y de m¨²sica de segunda mano. En concreto, el local donde entramos era un templo dedicado al vinilo. No me cost¨® localizar -?ay!- diversos elep¨¦s que me hab¨ªan acompa?ado junto a Boris Vian en algunos momentos de mi vida. Pasamos por una puerta a una sala situada al fondo, atiborrada tambi¨¦n de discos. En un sof¨¢ polvoriento estaba sentada M¨®nica con su cara de ni?a buena dispuesta a aplicarte un severo correctivo. De pie junto a ella se encontraba Zero.
Este disc-jockey con pinta de estudiante de arqueolog¨ªa -de hecho, eso era lo que hab¨ªa estudiado- result¨® ser un tipo realmente cordial. A los pocos minutos de hablar con ¨¦l ya ten¨ªa la sensaci¨®n de encontrarme con un amigo enloquecido por la m¨²sica. Y, cuando uno conversa un rato con un amigo dedicado por entero a un solo tema, lo mejor que puede hacer es sacarle informaci¨®n. Supe as¨ª que los mejores vinilos se prensan en Inglaterra y los m¨¢s baratos en la Rep¨²blica Checa, aunque all¨ª se corre el peligro de que adolezcan de ciertos defectillos, como tener el agujero descentrado. Me enter¨¦ tambi¨¦n de que muchos discos americanos de orquestas de los a?os cincuenta se hab¨ªan salvado gracias a los coleccionistas de portadas con chicas ligeras de ropa y de que la maldici¨®n de los disc-jockeys es acarrear el pesado malet¨®n de vinilos de ciudad en ciudad.
Zero pincha b¨¢sicamente tecno, pero asegur¨® que para ¨¦l los mejores disc-jockeys son los m¨¢s vers¨¢tiles. Se quej¨® de que en muchos locales se trabaja en un lugar desde el que no se puede ver la pista de baile, lo que imposibilita establecer un feed-back con el p¨²blico. Pens¨¦ que eso ser¨ªa como pintar con los ojos cerrados y me acord¨¦ del Sheriff suspendido en la carlinga del Bikini. ?l s¨ª ve¨ªa, pese a todo, como ve¨ªa tambi¨¦n otro disc-jockey que me llam¨® la atenci¨®n tiempo atr¨¢s: trabajaba protegido por una reja met¨¢lica, por lo que deduje a posteriori, sentado junto a M¨®nica en el sof¨¢ polvoriento, que en su caso el feed-back hab¨ªa acabado alguna vez a botellazos. Y es que, tal como hab¨ªa comprobado de joven con mi equipo de fiesta port¨¢til, a veces la gente se pone muy pesada cuando no le haces caso.
Antes de despedirme me atrev¨ª a preguntarle a Zero si los m¨²sicos que act¨²an en directo les guardan alguna animadversi¨®n. Me contest¨® que los disc-jockeys ayudan a vender los discos y que incluso muchas veces los grupos los contratan de teloneros para sus conciertos. Por si eso fuera poco, a?adi¨®, los m¨²sicos suelen pinchar para sacarse un sobresueldo, aunque por lo habitual se limitan a hacer de selectors.
Mir¨¦ a M¨®nica. No era la primera vez que mi informante actuaba tambi¨¦n de traductora.
-Selector es el que se limita a elegir los discos, pero no los mezcla. Con todo el respeto del mundo, una cosa es pinchar en una boda o en una discoteca convencional, y otra exprimir el equipo hasta sacarle todas sus posibilidades, que es lo que hace la gente como Zero. Para eso hay que saber entrar en la m¨²sica.
Hab¨ªa llegado la hora de irse, pues estaba citado en un caf¨¦ con Goldfinger & The Mush Potatoes. M¨®nica y Zero me despidieron en la entrada de Wah-Wah. Corr¨ª en busca de un taxi y un rato despu¨¦s me encontraba sentado a una mesa del caf¨¦ mirando el reloj y temiendo que me dieran plant¨®n. Pero no iba a sufrir mucho tiempo. A trav¨¦s de las puertas de cristal vi pasar por la calle lo que parec¨ªa un grupo de manifestantes. No lo eran. Se detuvieron unos momentos a deliberar y comenzaron a invadir pac¨ªficamente el local. Los que iban en cabeza vinieron hacia m¨ª al ver la grabadora sobre la mesa. Como en una audiencia real, me puse en pie y estrech¨¦ la mano de todo el mundo, creo que tambi¨¦n la del camarero y la de algunos clientes ajenos a la entrevista. Cerraba la larga fila un chico joven que empujaba un cochecito con una ni?a de pocos meses.
-Hola. Me llamo Oriol, somos Goldfinger, y ella es Ona.
Desde el cochecito, Ona me observaba con unos ojos inmensos y la sonrisa beat¨ªfica que ponen las mujeres cuando ven reunida a toda la familia.
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