GRANDES TRAYECTOS EN BARCO
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Estaba yo el otro d¨ªa tumbado a la sombra leyendo Cosas que ya no existen, el ¨²ltimo libro de Cristina Fern¨¢ndez Cubas, donde, entre otros muchos recuerdos, rememora un viaje que hiciera en transatl¨¢ntico a R¨ªo de Janeiro. Una mosca insist¨ªa en posarse en la p¨¢gina, y yo la espantaba con desgana mientras segu¨ªa los avatares de Cristina rumbo a Brasil. Finalmente, harto del pegajoso inter¨¦s del insecto por embarcarse tambi¨¦n en la lectura, hice un gesto repentino, casi instintivo, y lo atrap¨¦ en el pu?o. Prosegu¨ª la lectura sintiendo su aleteo en la palma cerrada de la mano.
Sin embargo, un s¨²bito pensamiento iba a distraer de nuevo mi atenci¨®n. Era, m¨¢s que un pensamiento, la sensaci¨®n de que me faltaba algo, de que, al fin y al cabo, estaba descubriendo con Cristina una experiencia que nunca hab¨ªa tenido. ?Cu¨¢ntos trayectos en barco pod¨ªa recordar a lo largo de mi vida? Guardaba bastantes en la memoria. Alguno de ellos me hab¨ªa inspirado incluso un art¨ªculo, como el que realiz¨¢ramos varios escritores de N¨¢poles a Capri por empe?o de Enrique Vila-Matas. Durante aquella excursi¨®n perdimos a Bernardo Atxaga en la villa de Tiberio, rodeada de acantilados. Recuerdo, con esa intensidad de las fotos de las que habla Cristina en su libro, esas que nunca se hicieron, a Enrique y a m¨ª acodados en la baranda al borde del precipicio, conversando de forma distendida y escrutando con disimulo el abismo en busca del cuerpo despe?ado de nuestro amigo. Mientras tanto, Bernardo se hab¨ªa sumado a los festejos de una boda y beb¨ªa vino y bailaba a escasos metros de nosotros.
Pod¨ªa recordar tambi¨¦n otros trayectos muy lejanos en el tiempo, como los que hac¨ªa a Ibiza desde la capital catalana a bordo del Ciudad de Barcelona, un barco que desped¨ªa un fuerte olor a herrumbre y a maderas. No s¨¦ si habr¨¢ sido ya desguazado, es probable. Los pasajeros menos solventes pas¨¢bamos la noche en cubierta, en unas butacas dispuestas como en un cine sin pantalla. All¨ª, hace casi 30 a?os, protegido del relente con una manta, acab¨¦ de leer el primero de los dos tomos de Sinuh¨¦, el egipcio. Dej¨¦ preparado el segundo sobre la butaca y me fui al bar a tomar una cerveza. Cuando regres¨¦, me hab¨ªan birlado el libro. Como nunca conclu¨ª la lectura, ni creo que el que me lo rob¨® se comprara el primer tomo para saber c¨®mo empezaba, compartir¨¦ para siempre con un extra?o la historia de Mika Waltari.
A medida que iba revisando mis viajes por mar descubr¨ªa que todos me llevaban a alguna peque?a isla. Hab¨ªa navegado de Palermo al archipi¨¦lago de L¨ªpari huyendo de la sospechosa amabilidad de unos mafiosos que detuvieron nuestro coche en una carretera desierta en el interior de Sicilia. Fue de noche. Yo viajaba con un amigo y con dos muchachas que debieron de resultarles muy atractivas a nuestros captores, pues guardaron las escopetas de ca?ones recortados y se dedicaron a iluminarlas con las linternas. Luego nos condujeron a una casa en construcci¨®n perdida en el campo, y anunciaron que volver¨ªan con comida y bebida para todos. Huimos derrapando por la carretera, y a la ma?ana siguiente embarc¨¢bamos hacia Vulcano, donde descubrir¨ªamos que en las playas de arenas negras el agua tiene el color de la tinta.
Tambi¨¦n eran peque?as las islas Rosario. Tanto, que en una hab¨ªan construido una casa y, por falta de espacio, el jard¨ªn en la isla contigua. Fui hasta ellas desde Cartagena de Indias en compa?¨ªa de varios amigos. Por la tarde est¨¢bamos ba?¨¢ndonos en el mar cuando un hombre dio unas palmadas y nos indic¨® por gestos que sali¨¦ramos. Nos acercamos a ¨¦l braceando sosegadamente y le preguntamos por qu¨¦ ten¨ªamos que hacerlo. 'Son las cinco', nos contest¨®. 'A esta hora llegan los tiburones'. Alcanzamos la arena en vergonzosa desbandada y, una vez a salvo, nos volvimos hacia las procelosas aguas convencidos de que los ¨²ltimos piratas brit¨¢nicos se hab¨ªan reencarnado en aquellos escualos tan puntuales.
Islas, en fin, y s¨®lo islas muy peque?as. Hoy en d¨ªa, hasta cuando se hacen cruceros por el Caribe o por el mar Egeo se va hasta all¨ª en avi¨®n, para abreviarlos. Ya nadie parece dispuesto a emplear dos semanas en cruzar un oc¨¦ano. Con todo, a¨²n existen los viajes arriesgados.
Hace un par de meses hice un trayecto por mar que no me llevaba a ninguna isla. Volv¨ªa de un recorrido por Marruecos y cruc¨¦ de T¨¢nger a Algeciras. Iba con unos amigos. Nos encontr¨¢bamos en el coche haciendo cola para pasar el control policial marroqu¨ª, cuando vimos que un chaval de 10 o 12 a?os se colaba debajo de la furgoneta que ten¨ªamos delante. No sab¨ªamos qu¨¦ hacer, as¨ª que no hicimos nada. Un funcionario iba golpeando los bajos de los veh¨ªculos con el mango de un destornillador. Pill¨® al chaval. Le dio unas palmadas cari?osas en la espalda -lo que tranquiliz¨® nuestra mala conciencia de testigos mudos- y lo envi¨® de vuelta a la ciudad. Sin embargo, otro ni?o logr¨® pasar saltando el muro. Lo persiguieron tres hombres haciendo sonar silbatos, pero no dieron con ¨¦l. Viaj¨® de poliz¨®n en el barco y sin duda entr¨® en Espa?a, pues en Algeciras escaseaban los controles. As¨ª de accesibles son los falsos para¨ªsos.
Pens¨¦, tumbado el otro d¨ªa a la sombra con el libro olvidado en mi regazo, que aquel ni?o hab¨ªa realizado el m¨¢s grande trayecto en barco de su vida, y que los viajes m¨¢s importantes son a veces muy breves. Fue entonces cuando advert¨ª que no notaba ning¨²n movimiento en el interior del pu?o, que manten¨ªa a¨²n cerrado. No tuve que abrirlo para saber que estaba vac¨ªo. La mosca hab¨ªa encontrado la libertad y, de regreso a la p¨¢gina del libro, apacible y ajena a m¨ª, se limpiaba las alas sobre el transatl¨¢ntico en el que Cristina Fern¨¢ndez Cubas oteaba por fin R¨ªo de Janeiro.
Pedro Zarraluki (Barcelona, 1954) es autor de la novela Para amantes y ladrones (Anagrama, 2000).
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