El Caribe somos todos
Esta ma?ana he recordado algo clave que olvid¨¦ decir a la periodista de la France Press que me llam¨® a mi casa de Managua para pedirme que le diera mi opini¨®n sobre Jorge Amado, quien acababa de morir en Salvador, la populosa ciudad del Estado de Bah¨ªa en el noreste del Brasil, donde siempre vivi¨®. Un escritor amado por la gente, se lo dije, y que ser¨ªa dif¨ªcil repartir sus cenizas entre todos los que ley¨¦ndolo lo amaron, y a quienes ¨¦l, escribiendo para todos ellos, am¨®, se lo dije tambi¨¦n. Un escritor acusado de ser demasiado popular, vaya acusaci¨®n.
Pero olvid¨¦ decirle a la periodista que Jorge Amado es un escritor del Caribe. Salvador da al Atl¨¢ntico abierto, lejos del mar Caribe, ser¨¢ el primer reparo del lector que conoce de geograf¨ªa, y es cierto. Pero siempre dir¨¦ que el Caribe, m¨¢s que un concepto geogr¨¢fico, es un concepto cultural. Un concepto de una enorme variedad y un enorme poder.
No hay una novela m¨¢s caribe?a que Gabriela, clavo y canela, y sus personajes bien pudieran vivir en La Habana, o en Cartagena, o en Santo Domingo, o en Maracaibo, igual que los personajes de Do?a Flor y sus maridos. Los ruidos nutridos de la calle; el olor del salitre, del sudor y de las frituras; el alboroto de situaciones; el desenfado provocador de las mujeres que pueblan los escenarios calurosos de los mediod¨ªas encendidos; esos caballeros tan compuestos y presuntuosos que se pierden en los meandros de la noche. Y todo aquel mundo de pobres de solemnidad de las barriadas erizadas de antenas de televisi¨®n, expulsados de las campi?as arruinadas, se repite por todo el Caribe en sus miserias y colores, balcones decr¨¦pitos llenos de tiestos de flores, azoteas donde flamea la ropa tendida, y las voces de soprano de las mujeres que se cruzan de una a otra ventana.
No es el falso Brasil de Carmen Miranda bailando con un adorno de frutas tropicales de cera en la cabeza, o el de Pepe Carioca, el mu?eco de tinta de Walt Disney creado en aquellos a?os felices cuarenta como el emblema del buen vecino latinoamericano bien portado, sino el Brasil caribe?o de Jorge Amado: negros, mestizos, blancos europeos, chinos, hind¨²es, en formidable mezcolanza. El mismo universo abigarrado de El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, o el de Paradiso, de Jos¨¦ Lezama Lima, donde las criadas citan a Plat¨®n. En ese universo para siempre m¨¢gico los muertos regresan de sus tumbas porque no dejan de penar por el cuerpo de su mujer desnud¨¢ndose en la penumbra del aposento de celos¨ªas cerradas, como en Do?a Flor.
Pero si llevamos un poco m¨¢s lejos esta tesis peligrosa, Carlos Gardel, el morocho del abasto, vendr¨ªa a ser tambi¨¦n caribe?o, si es que el tango sentimental viene desde el candombe que a su vez nace en el rec¨®ndito retumbo de los tambores africanos, que engendraron tambi¨¦n el danz¨®n, tambores africanos y contradanza francesa, que de Puerto Pr¨ªncipe pas¨® a La Habana, y de all¨ª a Veracruz. Como es tambi¨¦n caribe?o, por supuesto, Agust¨ªn Lara por jarocho veracruzano, junto con To?a la Negra, y Carlos Fuentes, como queda patente en su espl¨¦ndida novela Los a?os con Laura D¨ªaz.
Y el ma¨º de santo, o el pai de santo, las santer¨ªas bahianas de Jorge Amado, santer¨ªas de negros, son las mismas de los altares cubanos de Regla consagrados a los santos yorubas donde comparece en busca de protecci¨®n -una limpia de malos esp¨ªritus-el mism¨ªsimo Enrico Caruso despu¨¦s que una bomba que descalabra el teatro habanero donde cantaba Aida lo hace huir a la calle, seg¨²n est¨¢ debidamente contado en la novela Como un mensajero tuyo, de la puertorrique?a Mayra Santos.
Un territorio que est¨¢ donde los vientos de la pasi¨®n nos lleven, Salvador en el Atl¨¢ntico, o Guayaquil en el Pac¨ªfico, donde Julio Jaramillo fue enterrado en medio de un carnaval f¨²nebre al que asisti¨® una multitud de cien mil personas, un espect¨¢culo que s¨®lo en tierras estremecidas por los fragores de la exageraci¨®n y el desenfreno se puede ver. El Caribe que est¨¢ tambi¨¦n en la costa del pac¨ªfico de Centroam¨¦rica, entre volcanes que derraman lava ardiente, y donde naci¨® Rub¨¦n Dar¨ªo, un caribe?o de pluma debajo del sombrero igual que Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez. Le¨®n de Nicaragua, o Cartagena de Indias, qu¨¦ m¨¢s da.
Las fronteras del Caribe son m¨®viles, est¨¢n donde est¨¢ ese mestizaje creativo que se multiplica tanto en islas como en tierra firme. Las islas de Derek Walcott que la golondrina negra se est¨¢ llevando siempre de regreso hacia ?frica. Es un territorio cultural hecho con la m¨²sica m¨¢s r¨ªtmica y m¨¢s sentimental del mundo, con las religiones sincr¨¦ticas que visten a los santos africanos con mantos y coronas de santos cat¨®licos. Un territorio que es una invenci¨®n constante de la literatura, de las lenguas, de las artes culinarias. En ese territorio puede ser que llueva caf¨¦ en el campo, como canta el dominicano Juan Luis Guerra. Y tambi¨¦n cocina all¨ª, desde una mecedora, aquel viejo sure?o Te¨®filo McCaslin, personaje de Desciende, Mois¨¦s que bien podr¨ªa ser un Buend¨ªa, porque tambi¨¦n William Faulkner es un escritor del Caribe: Yoknapatawpha por el norte, Macondo por el sur, el Mississippi y el Magdalena r¨ªos desbordados del Caribe, como el Orinoco de R¨®mulo Gallegos.
Es el territorio m¨¢gico de fulgores revueltos desde donde Jorge Amado ha partido, s¨®lo para dar un paseo hasta la esquina y regresar, silbando la misma tonada.
Sergio Ram¨ªrez es escritor.
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