Buscador de tesoros
A¨²n al final del verano, y a las ocho de la ma?ana, las playas de Barcelona viven todav¨ªa en pret¨¦rito. Un borrachito dejado por sus amigos duerme a pierna suelta; un grupo de chavales que viven su primera aventura lejos de casa se fuman el ¨²ltimo porro metidos entre sus sacos de dormir; una viuda da de comer alimentos enlatados de varios sabores a sus cinco gatos, y se comunica con ellos en su lenguaje de caricias interesadas.
En el verano que ya comienza a flaquear, un celador ha sido testigo de la vida en la playa desde que se va el sol hasta que regresa. Una madrugada se acercaron dos sombras ¨¢giles y largas a una pareja que hac¨ªa el amor y se llevaron la mochila de una y la cartera de la otra; otra madrugada flotaba un cad¨¢ver que el mar no se quiso llevar. Era un hombre joven, quiz¨¢s salido de una discoteca, amargado, envenenado de droga y alcohol, quiz¨¢s un simple suicida. El celador dio aviso a la polic¨ªa, que no tard¨® en llegar: arrastr¨® el cad¨¢ver apart¨¢ndolo del beso del mar y de los pies de un matrimonio alem¨¢n que ya a esa hora estaba esperando el rayo del sol sentado en una tumbona; m¨¢s tarde llegaron los forenses a practicar el levantamiento. Lo m¨¢s curioso del caso fue que el matrimonio no se dio por entendido, ni mir¨® el cad¨¢ver, ni se retir¨® unos metros para hacer m¨¢s c¨®moda la acci¨®n policial. Se limit¨® a decir en alem¨¢n que no hablaba castellano. En una palabra, no interrumpi¨® sus vacaciones.
El aparato con que se ayudan los buscadores suena con cualquier cosa: un clavo, una lata, una moneda, un reloj...
Cuando el sol despunta van llegando los pescadores con sus largas ca?as -dos o tres- y un silencio de marras. A unos pocos los acompa?a un nieto que comienza a sentirse adulto llevando el morral donde el viejo ha puesto un par de bocadillos y unas carnadas. Los pescadores son, por lo general, personajes so?adores, que suelen convertir una sardina en un tibur¨®n sin sonrojarse. Se solazan con sus haza?as imaginarias que van nutriendo con sus horas de espera mirando un cordel que casi nunca se templa.
Sue?an menos que los buscadores de tesoros, esos hombres desenga?ados que parecen jug¨¢rselo todo a encontrar un tesoro escondido bajo la arena de una playa. Tienen quiz¨¢s m¨¢s paciencia que los pescadores porque el aparato con que se ayudan a localizar tesoros suena con cualquier cosa: un clavo, una lata de refresco, una moneda, un reloj de oro. Algunos, muy sofisticados, discriminan con la frecuencia del sonido el volumen del hallazgo; otros, a¨²n m¨¢s alambicados, poseen esc¨¢ner y dibujan en la pantalla lo que detectan en el suelo. Pero mientras m¨¢s compleja sea la herramienta, argumenta don ?ngel, un buscador profesional, menos gusto se le saca al juego, porque se trata de jugar con la imaginaci¨®n, de ponerle rieles para que se desenfrene y corra libremente. Lo que nunca debe -ni puede- abandonar un buscador es la pregunta ?qu¨¦ es? Quiz¨¢s se trata s¨®lo de mantener vivo ese interrogante con las mil respuestas: una sortija, una cadena, una moneda antigua, una baratija. El placer del buscador est¨¢ en la pregunta, no en la respuesta. As¨ª se encuentren los pendientes de la reina Isabel, ser¨¢n siempre una pieza inferior a lo que la imaginaci¨®n ambiciona. El encuentro mismo con el tesoro suele ser decepcionante porque cesan la tensi¨®n y la expectativa, una mezcla de sensaciones maravillosa.
En las playas de Barcelona hay tres reconocidos buscadores. Antonio, un genov¨¦s que fue polic¨ªa y ahora est¨¢ jubilado; viene a fines del verano desde que su mujer se mat¨® en un accidente de coche. No sabe qu¨¦ lo impuls¨® a comprar el detector de metales. Sabe que no encontrar¨¢ nunca algo que recompense siquiera el costo de la inversi¨®n. Sus hallazgos han sido menores: monedas de cinco duros y unos aretes de fantas¨ªa. Le impresiona la cantidad de latas de gaseosa que hay bajo la arena y se pregunta: ?c¨®mo hacen para esconderse ah¨ª? ?Qui¨¦n las entierra? ?Para qu¨¦? Camina el d¨ªa buscando, sin encontrar respuesta y, en general, sin encontrar nada.
Otro buscador es un andaluz, pescador de faena que sale para el golfo de Roses a media noche y regresa en la ma?ana. No viene a la playa sino los d¨ªas de descanso. Se lamenta de que la veda de mar no coincida con las vacaciones de est¨ªo, cuando la gente sale a la playa, se olvida de todo -o quiere hacerlo- y a veces por eso se encuentra algo. El andaluz ha encontrado dinero en met¨¢lico. Es extra?o que la suerte especialice a sus consentidos. Se le aparecen monedas, muchas. Muchas, tanto que ya ha podido pagar el detector varias veces, y tiene bolsas llenas que no devuelve al torrente monetario porque las considera su tesoro personal. Inclusive encontr¨® un maraved¨ª, por el cual una empresa numism¨¢tica le ha ofrecido mucho dinero, pero ¨¦l se niega a comerciar con lo que considera una sonrisa del azar.
El m¨¢s veterano, Diego, es un extreme?o que busca en Badalona. La mujer lo dej¨® y cree que ya a su edad es m¨¢s sano y m¨¢s digno buscar en las playas tesoros que mujeres; una chavala -agrega- hace pasar verg¨¹enzas a los mayores de 60 a?os. Cuando las tristezas del adi¨®s lo embargaron ven¨ªa a mirar el mar y con la punta de su bast¨®n levantaba cosas, les daba la vuelta y segu¨ªa su camino hacia ninguna parte. Una ma?ana encontr¨® un anillo, lo vendi¨® por peso y con ese dinero decidi¨® comprar un detector. Los anillos lo buscan y con ellos adquiri¨® un esc¨¢ner, cuya mayor virtud es que evita agacharse por una chapa de cerveza. Los a?os se sienten en la cintura. Un d¨ªa, en el lugar donde quedaban los antiguos ba?os de la Barceloneta, el detector se empecin¨®; Diego trajo picas y garlanchas y abri¨® -rodeado de curiosos que lo cre¨ªan loco- un hueco de 50 cent¨ªmetros donde apareci¨® oxidado un extraordinario reloj de oro Patek Philipe de 1936, que s¨®lo tuvo que mandar limpiar a la relojer¨ªa para que la maquinaria, perfecta, comenzara a marchar como nueva.
No es una casualidad loca que los dos buscadores m¨¢s activos de tesoros de Barcelona sean de Andaluc¨ªa y Extremadura, regiones donde nacieron la gran mayor¨ªa de los peninsulares que fueron a buscar Eldorado en las Indias. Algunos, por ejemplo Pizarro y Cort¨¦s -ambos extreme?os-, dieron no s¨®lo con tesoros fabulosos, sino con las civilizaciones que los hab¨ªan acumulado y honrado. El pasado tiene formas subterr¨¢neas de salir a flote, y la historia, de mantener sus sue?os constantes.
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