Plegarias y profec¨ªas
Una luz de eclipse envuelve todo, la gente reza en la calle, un 'homeless' les maldice y un locutor recuerda a Nostradamus
El taxi baja por la Quinta Avenida, desconocida y ancha a mediod¨ªa, y se detiene ante una barrera policial en la calle 34, justo delante del Empire State Building, que est¨¢ acordonado. Tenemos que dar un rodeo para seguir avanzando, y cuando el taxi dobla hacia el sur en Park Avenue de pronto cambia el color del d¨ªa: era una ma?ana soleada y limpia hasta hace un momento, y ahora la luz del sol est¨¢ oscurecida, como tamizada por un filtro ocre. Cuesta respirar y se nota enseguida un picor en la garganta. La gente, en la acera, camina tap¨¢ndose la boca con mascarillas o pa?uelos. Hay un luz rara de eclipse que disuelve las sombras, y el olor a humo es ahora m¨¢s intenso, y la respiraci¨®n m¨¢s dif¨ªcil, y por fin se ve al fondo la gran nube blanca y gris¨¢cea que sigue subiendo. En Union Square, a la altura de la calle 14, el atasco de tr¨¢fico se?ala el l¨ªmite m¨¢s all¨¢ del cual s¨®lo se puede seguir avanzando a pie. El olor a humo se ha convertido en un tamiz de niebla. Mascarillas y pa?uelos cubren las caras entre la barbilla y la nariz. Detr¨¢s de las barreras policiales la gente se agrupa mirando hacia el sur, y la sensaci¨®n de excepcionalidad y desastre se va haciendo m¨¢s intensa: ya no es algo que sucede en la televisi¨®n o en la radio.
El desastre se vuelve f¨ªsicamente visible al llegar a Washington Square
Pero cuando el desastre se vuelve f¨ªsicamente visible es al llegar a Washington Square, donde desemboca la Quinta Avenida, que hoy es una rara calle peatonal. Mirando hacia el sur, hacia el fondo de Thomson y McDougall, en el coraz¨®n de Greenwich Village, uno esperaba encontrar el vac¨ªo de las torres gemelas. Pero no s¨®lo faltan las torres: se ha borrado el horizonte entero detr¨¢s de los tejados de los edificios pr¨®ximos, al final de las perspectivas de las calles arboladas y los edificios de ladrillo rojo con escaleras de incendios en las fachadas. Cambia el viento, y ya se puede respirar mejor. La frontera definitiva est¨¢ un poco m¨¢s abajo, en Houston: m¨¢s all¨¢ no se puede bajar. En medio de la gente corre un hombre joven agitando una bandera y gritando r¨ªtmicamente: 'U-S-A'. Hay quien aplaude, quien se une a su consigna, pero el tono general es m¨¢s de estupor que de ira patri¨®tica. Esas calles del Village, siempre tan hospitalarias, tan gustosas para caminar, ahora parecen regresadas a una edad anterior a la de los atascos de tr¨¢fico. Derivando por ellas llegamos hacia la Sexta Avenida, donde se alinean camiones y bulldozers colosales que aguardan su turno para sumarse a la recogida de escombros. El desfile de las m¨¢quinas tiene una parte de brutalismo militar: el conductor de una de ellas agita una bandera y la gente aplaude cuando arranca el motor y tiembla el pavimento.
La direcci¨®n del viento ha cambiado, y el aire se ha quedado limpio. Nos hipnotiza el espacio humeante y vac¨ªo donde hasta hace tres d¨ªas estaban las torres, que resultaban m¨¢s atractivas en la distancia, con un punto de inmaterialidad que amortiguaba el poco inter¨¦s de su arquitectura. En una esquina de la S¨¦ptima Avenida nuevos cordones policiales y luces de ambulancias y de coches de bomberos rodean la entrada al hospital de St. Vincent. Hay c¨¢maras, antenas parab¨®licas, reporteros que ya se nos han vuelto familiares de tanto verlos en la televisi¨®n. Un hombre muy p¨¢lido, con barba de varios d¨ªas, con el pelo espeluznado como por una descarga el¨¦ctrica, con un camis¨®n de hospital, habla como en trance, sin mirar a las c¨¢maras que est¨¢n fijas en ¨¦l ni a las personas que le rodean estrechamente. Cuenta que sali¨® de una de las torres un poco antes de que se desplomara, que baj¨® escaleras sin saber ad¨®nde iba, que vio un gran barranco de ceniza y ruinas frente a ¨¦l. Dice que hasta hoy no sab¨ªa lo que era estar vivo. Est¨¢ vivo pero parece que a¨²n anduviera por el reino de los muertos, que la palidez de su cara y la expresi¨®n de sus ojos no son de este mundo.
Entre la multitud deambulan personas mostrando fotograf¨ªas de familiares desaparecidos: tambi¨¦n ellos caminan como zombies, alzan las fotos delante de las c¨¢maras, repiten nombres, se quedan inm¨®viles con la foto entre las manos y no se limpian las l¨¢grimas que bajan por sus mejillas. Hay fotocopias de fotos clavadas en los ¨¢rboles, pegadas en los muros del hospital. En Washington Square, a las siete de la tarde, hay convocada una vigilia de oraci¨®n. Se encienden velas alrededor de la fuente central, y hay grupos que cantan desmayadamente God bless America mientras se hace de noche y las llamas peque?as y movedizas de las velas van llenando la plaza. Entre los ¨¢rboles, un negro barbudo y desastrado, de los que cargan bolsas enormes de botes de refrescos y duermen sobre cartones, maldice sarc¨¢sticamente a los que sostienen las velas y grita que el atentado ha sido culpa del Gobierno federal, que los blancos han traicionado a su gente, que c¨®mo es posible que nadie viera nada, que nadie se diera cuenta a tiempo de lo que estaba a punto de ocurrir. Declama en un tono entre de profec¨ªa b¨ªblica y delirio psiqui¨¢trico, y algunas personas al principio le llevan la contraria, y luego dejan de hacerle caso, y ¨¦l sigue con su letan¨ªa diciendo fuck o fucking o motherfucker cada dos o tres palabras, llamando bitch y fucking bitch a una chica que se ha atrevido a llevarle temerosamente la contraria, acusando a los blancos, a los ricos, al Gobierno federal, al Ayuntamiento, todos traidores y motherfuckers.
Por el centro de la Quinta Avenida, ya a oscuras, bajan unos ni?os montados en triciclo. En una esquina, rodeado de bolsas de desperdicios, sentado en una silla vieja de playa, un homeless sigue confortablemente las noticias en un televisor que ha conectado a los cables de una farola: sonriente, con las piernas cruzadas, en medio de sus posesiones, siguiendo con atenci¨®n las ¨²ltimas informaciones de la CNN. Cerca de ¨¦l un polic¨ªa mira y no le dice nada. Pero cuando vamos a pasar junto al Empire State el polic¨ªa nos cierra el paso, educado y terminante: 'Para un gran edificio que nos queda en Nueva York', nos dice, 'no vamos a dejar que se acerque nadie a ¨¦l'. Tan alto, con s¨®lo unas pocas ventanas iluminadas, el Empire State parece el espectro de s¨ª mismo. Ya de madrugada, escuchando la radio para distraer el insomnio, es como si uno hubiera so?ado lo que ha visto. Un locutor explica con seriedad, con documentaci¨®n minuciosa, que el ataque a las torres gemelas ya fue profetizado por Nostradamus.

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