Paisaje con poeta
Siempre que visito Camprodon (una vez al a?o, por lo menos) paseo por sus alrededores siguiendo la pl¨¢cida ruta de las fuentes. La primera es la Font Nova y culmina un dulce paseo arbolado, m¨¢s antiguo aunque menos se?orial que el c¨¦lebre paseo de Maristany (lo conocen, supongo: imponentes casonas de piedra, de aspecto entre severo y suizo, flanqueando una fenomenal arboleda: el Maristany es uno de los m¨¢s elegantes bulevares del mundo aunque durante muchos meses est¨¢ vac¨ªo: alumbrado por d¨¦biles farolas, exhibe al solitario paseante el encanto de la civilizaci¨®n y la gracia de la naturaleza: si yo fuera rico, all¨ª deber¨ªan buscarme). En las afueras de Camprodon, la yerba crece verde, a pesar de la sequ¨ªa. Es la hierba del club de golf, muy repeinada. Frente a estos mimados prados est¨¢ la Font del Bot¨¤s, que tiene el aspecto de muchas de las obras p¨²blicas del nacionalismo catal¨¢n vigente, dado a los grandes letreros y a la decoraci¨®n pomposa (un lago artificial), pero con tendencia a escamotear lo contingente: hace tiempo que esta fuente, la m¨¢s moderna y pretenciosa, est¨¢ seca.
Mientras caen las Torres Gemelas de Nueva York, contemplo el ¨¢bside de piedra de las abadesas de Sant Joan. Pienso en Maragall
Para llegar al siguiente manantial, hay que atravesar los campos de golf. Antiguamente, si uno caminaba por el campo, coincid¨ªa con alg¨²n sudoroso agricultor e intercambiaba con ¨¦l unas palabras sobre el clima. Hoy los que sudan son los golfistas. Sudan en silencio, con la expresi¨®n taciturna del que est¨¢ muy seriamente batallando. Uno de ellos arrastra un carrito abarrotado de instrumentos de juego, otro desciende por el sendero, raudo y pijo, pero con rictus de preocupaci¨®n, conduciendo un veh¨ªculo muy raro, de grandes ruedas, no s¨¦ si el¨¦ctrico. Un jubilado vende pelotas de golf a 100 pesetas. Las muestra en el camino, sobre un plato sopero, como si vendiera huevos. El sendero bordea durante un buen rato un riachuelo cantar¨ªn (muy af¨®nico por la sequ¨ªa), pero de repente lo abandona y, transform¨¢ndose en cuesta, conduce hasta una elegante arboleda. La fuente de Sant Patllari era extraordinaria. Todav¨ªa conserva su esplendor vegetal. Las ramas de los casta?os crean una amplia c¨²pula verde. Los bancos de piedra est¨¢n dispuestos en forma de semic¨ªrculo. Tres chorros manaban de una piedra con formidable br¨ªo. El mayor de ellos est¨¢ seco, ahora, y los dos menores, aunque siguen vaci¨¢ndose con respetable energ¨ªa, han perdido bastante fuerza. O¨´ sont les neiges d'antan? Tambi¨¦n la nieve y el agua se cansan. A cierta distancia del manantial, lejos de una antigua imagen del santo, una poes¨ªa menor de Joan Maragall est¨¢ gravada en un viejo monolito. He estado aqu¨ª muchas veces. Si por casualidad estoy solo, me gusta leerla en voz alta acompa?ado por la m¨²sica del agua y el follaje. El poeta describe el instante de beber: se ha inclinado para sorber el agua y ha vislumbrado el agujero p¨¦treo del que surge el manantial. Es un agujero negro y hondo, repleto de musgo, fragante, mineral. El poeta explica que mientras bebe tiene la sensaci¨®n de penetrar en el secreto de la tierra y que, sorbiendo este secreto, adquiere una 'dulce sabidur¨ªa'.
Muchas veces hab¨ªa le¨ªdo esta poes¨ªa, pero siempre omitiendo la fecha. 'Camprodon, septiembre de 1901'. De repente, me doy cuenta de que la poes¨ªa fue escrita hace exactamente un siglo. Aqu¨ª estuvo el poeta Maragall hace 100 a?os, en una de sus excursiones, procedente de Sant Joan de les Abadesses. Y sigo mi camino, hasta la ¨²ltima fuente, la del Boix, d¨¢ndole vueltas a la cabeza, pensando en este curioso siglo XX. Una centuria que empez¨® con los poetas cant¨¢ndole al agua y con los payeses segando el verde para sus vacas y ha terminado con las aguas cansadas, con la vacas locas y con los golfistas ocupando los prados que los payeses abandonan. Y pienso: voy a escribir una cr¨®nica hablando de todo esto. Y en coche me llego hasta Sant Joan. Visito el precioso claustro de las abadesas, admiro el grupo escult¨®rico que preside la iglesia, oscuro e inquietante, y busco la casa en la que el poeta Maragall pasaba sus vacaciones. Est¨¢ en el abigarrado casco antiguo. Doy un vistazo a la escalera. Guarda un color ajado. Los envejecidos immuebles que no han sido retocados por la cirug¨ªa est¨¦tica que llamamos restauraci¨®n conservan, como en un frigor¨ªfico sentimental, la tristeza pasada.
Sentado en un bar de la rambla de Sant Joan me llega la noticia del ataque a Manhattan. Puedo ver, mientras caen las Torres Gemelas, el ¨¢bside de piedra de las abadesas. Vuelvo a pensar en Joan Maragall. Pero no en su entra?able poes¨ªa del agua, ni en su triste piso de verano, sino en los apasionados art¨ªculos que escribi¨® despu¨¦s de la furiosa quema de conventos e iglesias en la Barcelona de 1909. Ante los fusilamientos sin contemplaciones con que el orden restablecido se veng¨® de los supuestos culpables, Maragall ped¨ªa el perd¨®n. Tambi¨¦n suger¨ªa algunos calmantes: educaci¨®n, autocr¨ªtica, civilizaci¨®n. Y una medicina: el amor. S¨ª: amor. Tal como suena. '?No os dais cuenta -exclama- de que lo que nos falta es amor? Terrible carencia, ¨¦sta, que en el descontento de la vida se convierte en odio; y que en el contento se convierte en ego¨ªsmo'. Parece el ingenuo sentimentalismo de un poeta ya pasado de moda, ?verdad? Y, sin embargo, contiene un aire prof¨¦tico que puede ser interesante comparar con los sesudos an¨¢lisis de estos d¨ªas. El poeta se refiere a la Barcelona quemada de 1909, pero lo que escribe puede leerse referido al mundo que en 2001 se alza, estupefacto, en pie de guerra: 'Catalu?a, Barcelona, tendr¨¢s que sufrir mucho si quieres salvarte. Tienes que aceptar las bombas, el duelo, los robos, el incendio, la guerra, la pobreza, la humillaci¨®n, las l¨¢grimas, muchas l¨¢grimas, hasta que en el fondo de tu sollozo salte la chispa del amor (...). Todo amor es valent¨ªa, potencia, creaci¨®n y virtud social: s¨®lo con ¨¦l se amasan los pueblos; y s¨®lo en el dolor vas a poder encontrarlo'.
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