La feria de San Miguel
Por razones que ignoro, tal vez teol¨®gicas, tal vez simplemente administrativas, el Concilio Vaticano II decidi¨® concentrar en un solo d¨ªa la celebraci¨®n de los Arc¨¢ngeles. Hasta entonces, cada uno de ellos (o al menos cada uno de los individualizados, que son los menos dentro de la que, seg¨²n creo, es numerosa legi¨®n) ten¨ªa su propia fiesta. La de San Miguel, que era el 29 de septiembre, marcaba, al menos en mi tierra, el final del a?o agr¨ªcola: los contratos anuales se hac¨ªan tradicionalmente de San Miguel a San Miguel y en esa fecha se iniciaban tambi¨¦n algunas grandes ferias de ganado, la de Zafra entre otras.
No s¨¦ si los grandes dirigentes de nuestros grandes partidos conocen esta tradici¨®n y es casi seguro que, si la conocen, no ser¨¢ ella la que los ha llevado a dejar para estas fechas el chalaneo final del que ha de salir el nombramiento de cuatro magistrados del Tribunal Constitucional, veinte vocales del Consejo General del Poder Judicial y doce ministros del Tribunal de Cuentas. Aunque probablemente fortuita, la coincidencia ofrece, sin embargo, una buena ocasi¨®n para denunciar la progresiva degradaci¨®n de nuestros usos pol¨ªticos, tan arraigada ya que, al parecer, sus protagonistas han perdido incluso conciencia de ella. De otro modo ser¨ªa imposible que no percibieran el da?o atroz que causan a esas instituciones al abordar su renovaci¨®n con el estilo propio de los tratantes de ganado. Como el intercambio es m¨¢s f¨¢cil cuanto mayor es el n¨²mero de cabezas, en esta ocasi¨®n comenzaron por agrandar la partida a negociar, salt¨¢ndose a la torera los plazos que la Constituci¨®n y la ley establecen para hacer los nombramientos en cada una de ellas. Aunque el ejemplo que se ofrece a los ciudadanos al tratar con ese desenfado las normas jur¨ªdicas no es bueno, ni escaso el perjuicio que se causa a las instituciones afectadas, que naturalmente no pueden funcionar normalmente en esa situaci¨®n de provisionalidad, la consecuencia m¨¢s perniciosa de esta concentraci¨®n de nombramientos es la de que con ella se difuminan las caracter¨ªsticas propias de cada una de esas instituciones, que deber¨ªa ser la perspectiva desde la que se apreciase la adecuaci¨®n de los respectivos candidatos. Las consideraciones basadas en la preparaci¨®n, la inteligencia o la integridad de ¨¦stos desaparecen o pasan a muy segundo t¨¦rmino, y todo queda reducido al regateo entre partidos, a una simple lucha entre rivales pol¨ªticos, para los que el ¨²nico factor que cuenta, el ¨²nico rasgo relevante, es el de las 'simpat¨ªas' pol¨ªticas de esos candidatos. Todo esto es muy malo, pero fue s¨®lo antesala de lo peor, que vino despu¨¦s, cuando ese regateo descarnado se efectu¨® a grandes voces y con un respeto por las personas parecido al que los negociantes tienen por las reses que intentan comprar o vender en el rodeo. Cuando estas negociaciones se rompieron antes del verano, uno de los finos negociadores, quiz¨¢s contento de su propio ingenio, repet¨ªa, una y otra vez, que si la otra parte aceptaba sus propuestas, ¨¦l aceptar¨ªa las que se le hicieran, aunque al votar tuviera que taparse la nariz para resistir el hedor de uno de los candidatos. Tal vez haya m¨¦todos m¨¢s eficaces para desacreditar de antemano las decisiones del ¨®rgano al que ese candidato habr¨ªa de incorporarse (en el caso, el Tribunal Constitucional), pero no es f¨¢cil imaginarlos. Ahora, al parecer, se ha decidido obrar con mayor discreci¨®n, pero no hay raz¨®n ninguna para pensar que los criterios hayan cambiado.
Esta situaci¨®n penosa es, sin embargo, tan obvia que tomar la pluma s¨®lo para lamentarla ser¨ªa tan necio como hacerlo para quejarse del mucho calor que en verano hemos de soportar quienes vivimos en Madrid. S¨®lo vale la pena volver sobre ella para tratar de impedir que se la acepte como algo inevitable y sin remedio. Ese chalaneo c¨ªnico y brutal no es producto de un hecho natural, ni consecuencia ineludible de la democracia de partidos, o del papel que la Constituci¨®n y la ley atribuyen a ¨¦stos para llevar a cabo estas tareas; la mejor prueba de ello es que no siempre se ha procedido de este modo. No se actu¨® con esta brutalidad en los primeros tiempos, ni ¨¦sta ha sido tan descarada y arrolladora en los que siguieron, ni todav¨ªa en ¨¦pocas recientes han faltado ocasiones en las que los partidos han intentado presentar la candidatura de personas que notoriamente no estaban en su ¨®rbita, pero cuya independencia de criterio les merec¨ªa confianza. No s¨¦ si lo han hecho todos; de que uno al menos en una ocasi¨®n lo hizo puedo dar fe.
La situaci¨®n tiene remedio, pero ¨¦ste no est¨¢, como algunos creen o simulan creer, en privar a los ¨®rganos pol¨ªticos del poder de designar, de una u otra forma, a las personas que han de integrar ¨®rganos que son esenciales para la vida del Estado, pero cuya funci¨®n exige una independencia dif¨ªcilmente compatible con la elecci¨®n popular. Aunque esa funci¨®n sea la de aplicar el Derecho, no la de actuar libremente en el marco de ¨¦ste, las creencias y valores de quienes han de llevarla a cabo, que han influido siempre en sus decisiones aunque sostuviera lo contrario la ideolog¨ªa dominante, juegan hoy un papel a¨²n mayor que en el pasado por el cambio de paradigma jur¨ªdico, para utilizar la expresi¨®n empleada por Alejandro Nieto, que ha estudiado este cambio en un excelente libro. Y por supuesto, los hombres en los que se puede confiar llevan siempre consigo esas creencias y valores, sea cual sea la v¨ªa por la que llegaron al cargo. Recientes peripecias de nuestros tribunales, incluido el Supremo, evidencian que los procedimientos de selecci¨®n pretendidamente as¨¦pticos no eliminan las diferencias de criterio de los jueces; por fortuna, no los convierten en eunucos axiol¨®gicos; es decir, en hombres sin principios. Y si pluralidad de principios y valores ha de existir entre quienes interpretan la Constituci¨®n, gobiernan el Poder Judicial o controlan el manejo de los fondos p¨²blicos, s¨®lo caben dos soluciones: ignorar esa pluralidad inevitable, dejando al azar (o al juego de influencias ocultas, o de mecanismos que aseguran un resultado sesgado) la determinaci¨®n de cu¨¢les hayan de ser los principios y valores que animan a esas personas, o tomarlos en cuenta como un elemento relevante a la hora de nombrarlas, para intentar que el peso de unos y otros dentro de los distintos ¨®rganos sea aproximadamente equivalente al que tienen dentro de la sociedad. No creo que nadie dude de que s¨®lo la segunda opci¨®n es racional y de que su puesta en pr¨¢ctica exige que la designaci¨®n de quienes no pueden ser elegidos se conf¨ªe a los ¨®rganos pol¨ªticos, cuyos titulares han sido elegidos por el pueblo y responden ante ¨¦l. No porque sean especialmente sabios, prudentes o justos, sino simplemente porque son los ¨²nicos con autoridad para hacerlo. Y ¨¦sta es la pr¨¢ctica de todas las democracias.
Atribuir un poder a los ¨®rganos pol¨ªticos significa, en la pr¨¢ctica, d¨¢rselo a los partidos que los controlan. En exclusiva o en coalici¨®n, en el caso del Gobierno, o mediante un acuerdo ocasional, en el de las Cortes, pues como las designaciones parlamentarias requieren mayor¨ªas muy elevadas, que normalmente ning¨²n partido alcanza por s¨ª solo, han de llevarse a cabo mediante acuerdos ad hoc, cuya realizaci¨®n hace muy visible el reparto de cuotas y la crudeza de los criterios utilizados para seleccionar a los candidatos. El vicio esencial no est¨¢, sin embargo, en el reparto, sino en el criterio con el que se hace y en la forma de hacerlo. Esta perversi¨®n es la que el Tribunal Constitucional quiso prevenir al resolver el recurso contra la Ley Org¨¢nica del Poder Judicial, advirtiendo que, si bien la designaci¨®n por las Cortes de todos los miembros del Consejo General del Poder Judicial no era contraria a la Constituci¨®n, creaba el peligro de que los partidos la utilizaran de manera torcida. Una advertencia que un distinguido hombre p¨²blico criticaba ferozmente hace pocos meses en estas mismas p¨¢ginas por considerarla no s¨®lo impropia de un Tribunal, sino tambi¨¦n, seg¨²n se deduc¨ªa del contexto, decididamente est¨²pida. Pero dejemos de lado esas cr¨ªticas, que no tienen mayor importancia. Es sabido que, para preservar la propia estima, los humanos tienden a considerar necia toda decisi¨®n cuyas razones escapan a las propias entendederas.
Remedio milagroso y total contra esa perversi¨®n no hay ninguno, porque la tendencia a utilizar todos los instrumentos a su alcance para incrementar su propia fuerza est¨¢ en la naturaleza de los partidos, como est¨¢ en la de los intermediarios financieros la de aumentar al m¨¢ximo sus beneficios. S¨ª hay, por el contrario, muchos medios posibles para impedir que esas tendencias intr¨ªnsecas se impongan de manera avasalladora, que los partidos llenen las instituciones de hombres cuya independencia de criterio no est¨¢ m¨¢s all¨¢ de toda duda, o que los intermediarios financieros se alcen lisa y llanamente con el dinero de sus clientes. No cabe enumerarlos todos, pero s¨ª apuntar al menos un par de ellos. Para comenzar, habr¨ªa que evitar que la perversi¨®n se agrave al hacer objeto de una sola negociaci¨®n un gran n¨²mero de vacantes, ignorando la singularidad de cada instituci¨®n. Lo mejor ser¨ªa, desde luego, que ni siquiera la renovaci¨®n de cada instituci¨®n se hiciera por grupos, pues la negociaci¨®n para cubrir un solo puesto no puede plantearse f¨¢cilmente en t¨¦rminos de distribuci¨®n de lotes, pero este espaciamiento del cambio a lo largo del tiempo no est¨¢ al alcance de los partidos, aunque s¨ª puedan conseguirlo las propias instituciones mediante una interpretaci¨®n adecuada de las normas constitucionales. Aunque la Constituci¨®n prev¨¦ la renovaci¨®n por tercios del Tribunal Constitucional, para utilizar el caso que mejor conozco, tambi¨¦n establece que los magistrados ser¨¢n nombrados por un tiempo de nueve a?os. Si se aplicara estrictamente esta ¨²ltima norma, de manera que se entendiese nombrado por nueve a?os el magistrado que sustituy¨® a otro que dej¨® el cargo anticipadamente por muerte o dimisi¨®n, poco a poco se ir¨ªa haciendo imposible la cadencia trienal, la renovaci¨®n por tercios. Esta interpretaci¨®n, por la que luch¨¦ en vano durante mucho tiempo, y que es, por lo dem¨¢s, la que en Alemania y en Italia se ha hecho de normas semejantes, ha sido felizmente acogida por el actual Tribunal para determinar la fecha de cese de los cuatro miembros que ahora deben abandonarlo. Confiemos en que la mantengan los Tribunales del futuro frente a la oposici¨®n de los partidos, que puede darse por descontada.
Pero es obvio que ¨¦ste es s¨®lo un paso primero y min¨²sculo, que de nada servir¨ªa si no se utilizase para modificar en profundidad el procedimiento de selecci¨®n, que deber¨ªa servir para hacer p¨²blicas las cualidades personales de los candidatos y las razones que los partidos tienen para darles o negarles su apoyo. En m¨¢s de una ocasi¨®n se ha sugerido la conveniencia de hacerlos comparecer ante Comisiones parlamentarias, como en los Estados Unidos comparecen ante el Senado, para solicitar su confirmaci¨®n los candidatos ya nombrados por el presidente, pero hay muchas razones para dudar de la eficacia de este trasplante e incluso de su posibilidad. M¨¢s simple, y m¨¢s conforme con nuestra tradici¨®n y nuestras necesidades, ser¨ªa aplicar el procedimiento parlamentario tradicional, obligar a los partidos a exponer y debatir en p¨²blico los m¨¦ritos de sus candidatos y los dem¨¦ritos de los ajenos, en lugar de reducirlo todo a una votaci¨®n por papeletas y sin debate como ahora se hace. El Parlamento es, en definitiva, puro procedimiento para la formalizaci¨®n de decisiones que, en gran medida, ya est¨¢n tomadas cuando se llevan a ¨¦l. Pero ese procedimiento aparentemente huero es, sin embargo, la garant¨ªa de la democracia.
Francisco Rubio Llorente es catedr¨¢tico de Derecho Constitucional.
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