?C¨®mo que 'se han ido'?
Un efecto inmediato de los atentados suicidas de Nueva York y Washington ha sido sumir al pueblo norteamericano en la desolaci¨®n. Acostumbrados a la guerra a distancia, afincados en la certeza de que, a lo largo de la historia, no han padecido bombardeos ni cat¨¢strofes masivas, la escena dantesca de aviones precipit¨¢ndose sobre sus ciudades ha supuesto un mazazo de incalculables dimensiones. El hecho ha sido objeto, durante las ¨²ltimas semanas, de an¨¢lisis diversos. Pero lo sorprendente ha sido la inusual atenci¨®n a una cuesti¨®n menor, una cuesti¨®n que acab¨® cobrando cuerpo en todos los medios: ?C¨®mo se debe informar a los ni?os de hechos tan horrendos, que dejan a su paso un reguero de miles de v¨ªctimas?
Los especialistas m¨¢s juiciosos aconsejaban no ocultar los hechos y describir (bien es verdad que sin ninguna truculencia) la realidad objetiva de la muerte. Pero los medios recogieron muchos testimonios de personas que optaban por otras soluciones. 'He dicho a mis hijos que ah¨ª dentro la gente ha sufrido mucho', declaraba una mujer ante las c¨¢maras, 'no les he dicho que han muerto'. Otra persona difuminaba a¨²n m¨¢s la informaci¨®n: 'No, no he hablado de la muerte: les he dicho que se han ido'.
'Irse', ese es el ¨²ltimo eufemismo que hemos inventado para la muerte. La gente 'se va' ante la tenebrosa incapacidad de enfrentarnos con ella cara a cara, y dispuestos a contagiar la misma confusi¨®n a las nuevas generaciones. Asombra la rapidez con que el desarrollo nos ha apartado de costumbres seculares, donde la muerte era un hecho doloroso, pero al tiempo natural, cotidiano, soportable en su inevitabilidad. Yo a¨²n llegu¨¦ a ver, tras el fallecimiento de una de mis abuelas, la antigua ceremonia que rodeaba a la muerte: el velatorio, la naturalidad de un cad¨¢ver ante el que la gente se congregaba por la noche, la certidumbre de que la aproximaci¨®n a la muerte no ten¨ªa por qu¨¦ perturbar, ni traumar, ni confundir a mayores o a peque?os.
En cuesti¨®n de pocos a?os, la sola presencia de un cad¨¢ver se nos ha hecho intolerable, como si morirse no s¨®lo fuera doloroso sino una muestra de mal gusto, como si el abuelo, cuando 'se va', s¨®lo se propusiera fastidiarnos y fastidiar a¨²n m¨¢s a un ni?o al que, tan contento en su marea interminable de juguetes, procuramos ahorrarle los disgustos y esterilizarlo con mentiras imposibles.
La religi¨®n conceptualizaba, explicaba la muerte, pero no es el proceso de secularizaci¨®n el ¨²nico responsable de esta absurda negaci¨®n de lo obvio. Un ate¨ªsmo consecuente o un elaborado agnosticismo no deber¨ªan tener mayores problemas para asistir a la muerte con la misma naturalidad (en el fondo, con la misma resignaci¨®n) con que se asiste desde las convicciones religiosas. Lo ¨²nico cierto es que, para la abrumadora mayor¨ªa de la poblaci¨®n, el ate¨ªsmo o el agnosticismo, como fundamentos filos¨®ficos, no han sustituido a la religi¨®n. La gente, en general, evita los fundamentos, filos¨®ficos o no. El retroceso de la religi¨®n ha dejado un vac¨ªo donde lo mejor es 'no pensar', no encarar un hecho tan cierto y tan recurrente como la eliminaci¨®n de la conciencia y la materia.
Los que opinan que la gente no deber¨ªa morirse, porque un cad¨¢ver es siempre engorroso, los que sugieren a los ni?os que las v¨ªctimas de atentados (o de accidentes, o de enfermedades) s¨®lo 'se han ido', se resignan a un naufragio moral aborrecible en su blandura. La gente no 'se va', la gente se muere, y puede comunicarse el hecho desde profundas convicciones religiosas o desde no menos profundas convicciones materialistas, pero lo que no se puede es obviar la realidad. Resguardar a los ni?os de la muerte significa resguardarlos de la vida. Y la vida est¨¢ para vivirla, tambi¨¦n en su crudeza. Habr¨ªa que pensar, desde esta sociedad de aut¨¦nticos idiotas morales, con qu¨¦ ayudas solventar¨¢n los ni?os afganos sus 'traumas de infancia', ya que no parece probable que cuenten con tantos pedagogos o psiquiatras como los que sin duda trabajan en Manhattan.
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