Convicci¨®n
Me met¨ª en una librer¨ªa porque uno busca siempre la madriguera acostumbrada y yo busco librer¨ªas en todas las ciudades por donde paso: una manera de viajar sin viajar. En la calle Cruz Conde de C¨®rdoba encontr¨¦ la Librer¨ªa Duque y eleg¨ª un libro sobre Stanley Kubrick. Me entero en la segunda p¨¢gina de que Kubrick manten¨ªa conversaciones telef¨®nicas de tres o de siete horas, y cambia mi visi¨®n sobre Kubrick y su cine. Estoy leyendo el ¨ªndice de un libro del fil¨®sofo Paul Ricoeur sobre la met¨¢fora (?lo compro o lo saco de una biblioteca?) y recibo un buen golpe en el brazo.
Es una monja, piccola, con una guitarra enfundada y en bandolera, la funda negra y contundente a juego con el h¨¢bito blanco. Estoy ante el anaquel de libros religiosos, al que la monja echa un vistazo veloz (maneja los libros como mazos; lo que son: mazos de papel), con la misma desenvoltura con que transporta su instrumento. Me aparto (r¨¢pido, r¨¢pido, huye del peligro), ojeo un par de libros sobre las torturas mentales y los montajes culturales de la CIA. Voy a la caja, donde espero que me cobren las 1.500 del Kubrick de Michael Herr mientras un anciano recibe informaci¨®n sobre el uso de la calculadora convertidora de pesetas en euros.
Esa calculadora ser¨¢ pronto un objeto nost¨¢lgico, una de esas cosas caracter¨ªsticas de una ¨¦poca (y de una ¨¦poca que parece especialmente ef¨ªmera), como el primer disco espa?ol de los Beatles, el mu?eco fumador Pipo, los coches Minicar, una botella de Mirinda cosecha de 1970, o como la tarjeta-traductor monetario, del tipo de esos Sagrados Corazones que te gui?an o abren los ojos seg¨²n miras la estampa (es decir, una vistanimada: objeto y palabra nost¨¢lgica), el Convertidor Azap, que traduce de pesetas a euros con s¨®lo una inclinaci¨®n de cabeza o una torsi¨®n de la mu?eca: desde 42 pesetas (0,25 euros) hasta 20 euros (3.328 pesetas), regalo del Servicio de Inform¨¢tica de la Universidad de M¨¢laga.
En estas cosas pienso nost¨¢lgicamente (?pero es la nostalgia que sentir¨¦ en 2.015!) cuando vuelven a golpearme con fervorosa rotundidad: otra vez la monja de la guitarra-Kalashnikov, ahora en avance irrefrenable hacia la puerta y la calle Cruz Conde. Trabajosamente la sigue otra monja, peque?a tambi¨¦n pero de m¨¢s edad, ya menos convencida, que nos sonr¨ªe y nos transmite telep¨¢ticamente: 'Comprendan ustedes la vitalidad juvenil de la hermana, ?no es un primor?' Es rica la tradici¨®n cinematogr¨¢fica y discogr¨¢fica de monjas polvorilla, modernas y musicales, pizpiretas.
Me acojo a la seguridad de la estaci¨®n de trenes y en el control de equipajes recuerdo de repente un cuarto tranquilo donde tuve colgada la foto de una maleta vista a trav¨¦s de la m¨¢quina de rayos X. Y entonces me pegan otro golpe furibundo. ?Se va de viaje la monja-ariete? No. Ahora es el gran jugador de golf con su inmensa bolsa negra de palos de golf, intr¨¦pido y libre de controles, hacia la cinta transportadora que baja a los andenes, hombre imponente en traje gris, todav¨ªa con la corbata y hacia un fin de semana golfista: la contumacia de meter una bola en un hoyo peg¨¢ndole con un palo y absoluta convicci¨®n. Son dos tipos de ferocidad, la mansa y la deportiva, y un solo personaje: Sor Mirinda Golf.
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