La primera v¨ªctima de fuego amigo
Una supuesta bomba estadounidense lanzada sobre una aldea del norte de Afganist¨¢n causa un muerto y 19 heridos
El reloj marca las 16.24. Enfrente no hay pared, s¨®lo un boquete que mira al patio repleto de escombros. Entre ellos sobresalen una bicicleta empolvada en adobe y los restos de una manta y un vestido verdoso acartonado. A la derecha, en una diminuta estancia con la techumbre resquebrajada, se ven varios colchones en el suelo, algunos cachivaches y muchos cristales rotos. A las 16.24 del s¨¢bado, cuando Kokogul cos¨ªa un traje de novia, una bomba made in USA de 250 kilos cay¨® sobre la aldea de Ghanee Jil y seg¨® su vida causando heridas, algunas de gravedad, a 19 personas. Se trata de la primera v¨ªctima civil en este lado del frente.
Mirza Jan se sujetaba ayer las manos temblorosas a la espalda mientras asist¨ªa al descenso del f¨¦retro de su esposa. 'Est¨¢bamos en la casa cuando sucedi¨®. No escuchamos nada, tan s¨®lo una explosi¨®n. Cuando me levant¨¦ del suelo, vi a mi mujer y a mis dos hijos cubiertos de sangre', musita sin apartar los ojos de la fosa. Los sepultureros prosiguen su trabajo en medio de un corro de miradas: colocan cuatro piedras grandes y planas que cubren el fondo; depositan despu¨¦s el f¨¦retro sobre ellas y lo cubren con seis troncos cortados que rellenan con un barro h¨²medo. Al cabo de unos minutos, esos mismos hombres silentes clavan una talla cil¨ªndrica de madera a modo de l¨¢pida sobre un mont¨ªculo de arena.
Abdul Rasheed es el jefe de Ghanee Jil. Al entierro de la joven Kokogul, de 25 a?os, han acudido medio centenar de hombres barbados y cubiertos con turbante. Muchos portan un Kal¨¢shnikov con la bocacha apuntando al suelo. El frente se halla a dos kil¨®metros. Se escuchan disparos aislados y alg¨²n lamento. 'No deben bombardear este lado; no puede haber m¨¢s errores', dice Rasheed. ?Est¨¢ seguro de que era un avi¨®n norteamericano? '?Claro, los talibanes ya no tienen aviaci¨®n', responde se?alando al cielo. 'Primero escuchamos el ruido del aparato. Volaba a baja altura. Luego, la explosi¨®n, una explosi¨®n tremenda'.
Los varones de Ghanee Jil se ponen en cuclillas y vuelven hacia arriba las palmas de las manos para rezar. El mul¨¢ de esta zona al norte de Kabul entona un rezo que m¨¢s parece una canci¨®n triste. Tras la oraci¨®n, Qamardeen se incorpora y lanza un discurso disfrazado de homil¨ªa. Habla de Masud, del terrorismo de los talibanes, de alta pol¨ªtica internacional, de las similitudes entre los norteamericanos y los sovi¨¦ticos, pero este cl¨¦rigo fuerte, de voz potente y clara, tambi¨¦n se refiere a Kokogul y a la muerte. 'Ayer era feliz y cos¨ªa un vestido para una boda que se iba a celebrar hoy; esta ma?ana ya no puede coser m¨¢s, porque ella est¨¢ muerta; se encuentra debajo de esta arena. Una bomba cambi¨® su destino'. El mul¨¢ desgrana las ense?anzas del islam para encarar a la vida y se pregunta mir¨¢ndonos por qu¨¦ tantos periodistas han venido de tan lejos. 'Todos dicen ahora cosas sobre Afganist¨¢n, pero no de sus pobres; hablan por boca de sus intereses'. Al finalizar su parlamento, el mul¨¢ dijo: 'Condenamos los ataques sobre los civiles', sin diferenciar a los de un lado de los del otro.
Entre el cementerio y la casa de Mirza y Kokogul se extiende una senda de no m¨¢s de 300 metros. Un caballo blanco trisca ajeno al gent¨ªo que llega: curiosos locales y un tropel de periodistas for¨¢neos. La bomba destroz¨® de un golpe cuatro viviendas, las ¨²ltimas de la aldea; frente a ellas, una docena de ¨¢rboles y los pastos; al Este, las monta?as que sirven de refugio a la artiller¨ªa talib¨¢n. 'Estaba en mi huerto trabajando cuando escuch¨¦ el avi¨®n. Despu¨¦s pude o¨ªr un silbido y una tremenda explosi¨®n', dice Sead Allam, que se hallaba a unos cien metros. 'Llegamos corriendo y rescatamos a los heridos. Despu¨¦s sacamos a la mujer. Eran refugiados. Hab¨ªan llegado hace un par de meses de esas monta?as', afirma se?alando con el dedo ¨ªndice hacia las posiciones enemigas.
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