Guerra y confusi¨®n
A juzgar por las encuestas, la relaci¨®n de la ciudadan¨ªa espa?ola con la guerra de Afganist¨¢n est¨¢ gobernada por la confusi¨®n. El 70% se muestra contrario a la guerra. Una cifra que sube en proporci¨®n directa a las im¨¢genes de ni?os v¨ªctimas de los bombardeos norteamericanos. Al mismo tiempo, una amplia mayor¨ªa se muestra de acuerdo con la actuaci¨®n del Gobierno espa?ol en este conflicto, lo cual, a la vista del apoyo sin fisuras de Jos¨¦ Mar¨ªa Aznar a George W. Bush y sus generales, no deja de ser una contradicci¨®n. No se quiere la guerra, pero se est¨¢ de acuerdo con quien la apoya incondicionalmente sin sentir siquiera la necesidad de justificarse con argumentos, como hace su hom¨®logo Tony Blair. Por lo visto, pasar de joven promesa del franquismo a l¨ªder de la derecha democr¨¢tica, sin la prueba inici¨¢tica de la traves¨ªa del desierto, le da a Aznar una entereza que le permite tomar decisiones sin dar explicaci¨®n alguna y un cinismo que le ahorra el trance de la diplomacia compulsiva que Tony Blair vive fren¨¦ticamente como corresponde a la conciencia culposa de un cristiano impaciente.
Tenemos por tanto una ciudadan¨ªa que rechaza la guerra pero aplaude a un Aznar ansioso de aportar hombres -ya que no palabras- a la contienda. Sin duda, hay que descontar esta cuota de s¨ªndrome de Estocolmo que convierte inevitablemente a los ciudadanos en rehenes de quien gobierna en los momentos de crisis o de angustia. Incluso, efectuada esta resta, hay que reconocer que las dos pulsiones son contradictorias. Pero hay en las encuestas un dato clarificador: el 40% teme por el ¨¢ntrax, lo cual est¨¢ desproporcionado con la amenaza real de una epidemia que s¨®lo puede extenderse a trav¨¦s de un mailing masivo; ello deja claro que las reacciones de la opini¨®n p¨²blica son en esta coyuntura fundamentalmente efectos de la angustia. En la comodidad de las conciencias espa?olas, educadas en la t¨¦cnica de alejar cualquier c¨¢liz de su vista, las im¨¢genes de las v¨ªctimas civiles resultan demasiado insoportables (por esto se est¨¢ contra la guerra) y ver que el bienestar adquirido puede estar en peligro es una aut¨¦ntica pesadilla (por esto se agarran a Aznar, que hoy por hoy es el que tiene mando en plaza). Sobre la verdad de las v¨ªctimas sabemos muy poco, aunque el sentido com¨²n afirma, con imagen o sin imagen, que debe haberlas, y probablemente m¨¢s de las que se cuentan. Sobre la dimensi¨®n de la amenaza al bienestar de las llamadas sociedades avanzadas, hay que decir objetivamente que es tan limitada como la posibilidad de que el ¨¢ntrax se convierta en un factor de p¨¢nico justificado. Pero con la econom¨ªa en retroceso -y de nuevo con la amenaza de que el paro se descontrole- y con las autoridades occidentales empe?adas en sembrar el p¨¢nico con sus declaraciones, como si la angustia no fuera suficiente para tener a toda la sociedad sometida como ellos desear¨ªan, es muy dif¨ªcil tratar de objetivar la situaci¨®n y explicar la real proporci¨®n de los peligros posibles.
Con ello vamos a parar al punto clave que explica la confusi¨®n reinante sobre esta crisis: la falta de informaci¨®n y de claridad en las respuestas y objetivos. La ciudadan¨ªa tiene conciencia de la gravedad de la crisis, pero al mismo tiempo no entiende el sentido de lo que se est¨¢ haciendo. El Gobierno no lo explica y la informaci¨®n llega limitada y parcheada. En este pa¨ªs, como en otras partes, se hab¨ªa entendido siempre que el terrorismo y la guerra eran cosas distintas. De pronto resulta que son la misma cosa. Tambi¨¦n se hab¨ªa entendido que cada situaci¨®n tiene su historia y sus caracter¨ªsticas; por tanto, que no hab¨ªa dos terrorismos id¨¦nticos salvo en el elemento com¨²n del uso de la violencia contra civiles y no combatientes, que es la base del terror. De pronto nos explican que ETA y Al Quaeda son la misma cosa. Esta falta de matices nunca ayuda ni a generar confianza, ni a la compresi¨®n de las cosas. De modo que la opini¨®n p¨²blica vive entre el miedo a Bin Laden -al que algunos miran ya con ojitos de s¨ªndrome de Estocolmo- y el temor (atributo divino) de nuestros gobernantes. No a la guerra, s¨ª a Aznar, es el resumen de esta esquizofr¨¦nica situaci¨®n.
Una esquizofrenia fundada en la angustia, en unas sociedades que han promovido la po¨¦tica del riesgo -hasta declinarla en su versi¨®n enlatada: los deportes de aventura- y que asume sin rechistar riesgos normalizados -49 muertos en accidentes de tr¨¢fico en Espa?a este pasado fin de semana- al tiempo que reacciona con p¨¢nico al menor s¨ªntoma de improviso o incontrolado.
El discurso de la guerra no hace sino aumentar la esquizofrenia y acelerar la construcci¨®n del chivo expiatorio en la figura de los inmigrantes ¨¢rabes, nuestros vecinos.
En medio de la confusi¨®n y de la incapacidad de la derecha y de la izquierda europeas de ir m¨¢s all¨¢ del discurso de la guerra, s¨®lo cabe preguntarse: ?por qu¨¦ nunca se ha sabido seleccionar y apoyar a los muchos dem¨®cratas, a los muchos partidarios de los derechos civiles que hay en este complejo magma que es el mundo musulm¨¢n? Los que han conseguido permanecer en sus pa¨ªses est¨¢n atrapados entre el horror por la deriva que est¨¢ tomando el islamismo pol¨ªtico y la constataci¨®n de que fue desde Occidente que se aliment¨® y permiti¨® crecer a estos fundamentalismos. Esta es la responsabilidad occidental que ni el propio Blair es capaz de explicar en su hiperactivismo a favor de la causa de la guerra. No dudo de que hay que acabar con Bin Laden y con los talibanes. Sigo pregunt¨¢ndome por qu¨¦ la intervenci¨®n no se hizo antes para salvar a las mujeres del genocidio al que est¨¢n sometidas all¨ª. Era una intervenci¨®n perfectamente leg¨ªtima en nombre de los derechos civiles, que no son patrimonio de Occidente, sino de la humanidad entera, y que no se imponen apoyando a fundamentalistas, como hizo Estados Unidos en el pasado, sino ayudando a los que trabajan por ellos (que son muchos) en los pa¨ªses que hoy est¨¢n en la zona de las sospechas.
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