Dentistas
Odio a los dentistas. No se trata de una inquina personal a los profesionales que ejercen como tales, bien al contrario, casi todos los que han tenido acceso a mi boca eran personas aparentemente diestras y de un trato agradable. El odio al que me refiero es el que se atrinchera en un ¨¢rea concreta del subconsciente, donde reina como un monarca absoluto mi rechazo al dolor. Sencillamente no soporto el da?o que me hacen. Siempre que me sientan en uno de esos sillones que parecen el puesto de mando de un astronauta, consiguen que vea las estrellas. Adem¨¢s, eso ocurre despu¨¦s de ofrecerme garant¨ªas e incluso jurarme por su honor y el t¨ªtulo de colegiado que disponen de todos los medios cient¨ªficos y t¨¦cnicos para evitarme cualquier sufrimiento. Mienten, mienten como bellacos o, lo que es peor, se enga?an a s¨ª mismos confundi¨¦ndome a m¨ª. Reconozco que no soy un paciente f¨¢cil y que la mera aparici¨®n en escena del ganchito con el que hurgan entre las piezas dentales durante las maniobras preliminares, alerta mis neuronas hasta el punto de provocar un preventivo grito de terror. Admito adem¨¢s que la visi¨®n de la jeringa, con su larga aguja para inyectar el fluido anest¨¦sico, tensa todos los m¨²sculos de mi anatom¨ªa desatando aparatosos estertores. Es igualmente cierto que el primer pinchazo produce en mi rostro una reacci¨®n algo exagerada, al quedar desencajada la mand¨ªbula y salirse los ojos de sus ¨®rbitas.
S¨ª, debo confesar que tales reacciones no guardan proporci¨®n con el da?o hasta ese momento infligido, lo que supongo fruto del desmedido terror psicol¨®gico que la situaci¨®n me suscita. Pero s¨¦ positivamente que el aut¨¦ntico tormento est¨¢ por venir. Por alg¨²n motivo que escapa a mis conocimientos cient¨ªficos, la fant¨¢stica anestesia que se supone deb¨ªa adormecer dr¨¢sticamente las terminales nerviosas de la zona tratada, ni siquiera las amodorra. A causa de ello, los intentos iniciales de intervenci¨®n del instrumental de asalto son contestados con un aullido aterrador que hace temblar la estructura del edificio. Antes incluso de que alguien pronuncie una palabra de consuelo que alivie mi padecer, la enfermera cierra bien la puerta para amortiguar futuros alaridos y evitar que otros pacientes huyan despavoridos temiendo encontrarse en las celdas de Torquemada. Pronto vendr¨¢ un segundo, un tercer y hasta un cuarto y quinto pinchazo con la pretensi¨®n de aplacar la vitalidad del nervio, que muestra su heroica resistencia propin¨¢ndome nuevos latigazos. Ya exhausto, sin todav¨ªa haber logrado siquiera iniciar la faena, el dentista pronuncia unas palabras que logran encoger mi ombligo reduci¨¦ndolo a la m¨ªnima expresi¨®n. 'Te doler¨¢ un poco, pero hay que pinchar directamente el nervio'. Definir como 'un poco doloroso' ese inmediato devenir constituye m¨¢s que una mentira piadosa. La aguja atraviesa el nervio provocando una terrible punzada que recorre inmisericorde todos los huesos de la cara para invadir la cavidad craneal. Despu¨¦s de eso, la entrega es total. Ni s¨¦, ni casi me importa, lo que est¨¦n haciendo conmigo. Cuando recibo la palmadita final que indica la conclusi¨®n del viaje y trato de apearme del m¨®dulo lunar, ya no siento ni la boca ni las piernas. Por alta que sea la factura que seguidamente me pasan, tampoco parpadeo. S¨®lo quiero huir. Todo esto que les cuento sobre mi ¨ªntimo padecer me ha venido a la memoria tras escuchar a los pacientes de esa falsa dentista que abri¨® consulta en Fuenlabrada. Seg¨²n dicen, logr¨® ganarse la confianza de sus clientes a base de paciencia y dulzura. Un trato suave y refinado que, h¨¢bilmente acompa?ado de una exhibici¨®n de aparente destreza, consegu¨ªa transmitir seguridad y sosiego a quienes sentaba en su sill¨®n. Luego, la muy bestia, suministraba anestesia en dosis de caballo, practicaba endodoncias sin hacer radiograf¨ªas y dejaba trozos de muela en el interior de las enc¨ªas.
Un rosario de carnicer¨ªas por las que ha recibido treinta denuncias capaces de conducir sus huesos a la c¨¢rcel. Ella fundament¨® su farsa en la supresi¨®n del terror psicol¨®gico, ¨¦se precisamente que tantos estragos provoca durante mis visitas al Calvario. En la consulta de mi dentista hay una pared de t¨ªtulos y todos parecen aut¨¦nticos. Su trabajo y su prestigio tambi¨¦n lo certifican y no tengo queja alguna en lo personal. A pesar de ello, mi subconsciente no consigue superar el odio. S¨®lo de pensarlo me duelen las muelas.
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