La justicia vista desde el banquillo
El autor analiza, 'con la experiencia de dos banquillos', el principio de igualdad de armas entre acusaci¨®n y defensa y el principio de presunci¨®n de inocencia.
No es l¨®gico, dicen, consultar la ley de caza con los conejos. Pero tambi¨¦n es verdad que puedes dar tu opini¨®n aunque nadie te la pida. Mi visi¨®n de c¨®mo funciona la justicia espa?ola cuenta ya con la experiencia de dos banquillos, una condena injusta y una pasada por la c¨¢rcel. Con este bagaje creo contar con datos bastantes para dar una visi¨®n de c¨®mo funcionan en la pr¨¢ctica dos principios indispensables para el proceso penal de una justicia democr¨¢tica: el principio de igualdad de armas entre acusaci¨®n y defensa y el principio de la presunci¨®n de inocencia.
Para empezar, me parece que la mayor¨ªa de nuestros conciudadanos, espectadores de telefilmes de juicios, se creen que la justicia penal espa?ola, nuestros juicios, se parecen en algo a los que se ven en la televisi¨®n. Pero nada tienen que ver. Aqu¨¦llos, normalmente americanos, se asientan en una tradici¨®n democr¨¢tica que no es la nuestra, en la que sus verdaderas ra¨ªces son los procesos inquisitoriales.
Aqu¨ª, los acusados no se sientan con su abogado y no pueden hablar con ¨¦l durante las sesiones del juicio
Aqu¨ª, los acusados no se sientan con su abogado y no pueden comunicar con ¨¦l durante las sesiones del juicio. El acusado se sienta en el banquillo, localizaci¨®n afrentosa y humillante que enlaza, en conexi¨®n directa, con el capirote de los imputados de otros tiempos. Quien en ¨¦l se sienta, queda investido de la condici¨®n, d¨ªgase lo que se quiera, de presunto culpable y m¨¢s acentuadamente, todav¨ªa, en los procesos de proyecci¨®n p¨²blica, los que son m¨¢s manoseados por los medios. Los abogados se sientan en estrados, con sus togas, alejados de sus defendidos. Algo tan elemental como comentar con su defensor las incidencias del juicio y las declaraciones de los testigos o peritos a las preguntas de los acusadores o a las propias, aqu¨ª no puede hacerse.
En nuestros juicios, el acusado es poco m¨¢s que un mueble que tiene que soportar lo que all¨ª pasa sin hablar, sin hacer gestos, sin ninguna posibilidad de intervenci¨®n, cuando es el principal afectado por lo que all¨ª sucede. Nada que ver, por tanto, con los juicios a los que la tele nos tiene acostumbrados.
La desconfianza hacia los ciudadanos, acusados o no, y hacia una justicia o unos procedimientos verdaderamente democr¨¢ticos, se ha manifestado tambi¨¦n en las cortapisas y excesivas cautelas a la implantaci¨®n del Jurado. Es una desconfianza similar a la que lleva a que seamos uno de los pocos pa¨ªses, si no el ¨²nico, en el que no se permite que los ciudadanos metan directamente su voto en las urnas. Aqu¨ª lo hace el presidente de la mesa, un funcionario accidental que, por esa condici¨®n, s¨ª que es merecedor de la confianza de los poderes p¨²blicos.
Incongruentemente con el principio de presunci¨®n de inocencia, la primera diligencia que se practica en los juicios es la declaraci¨®n del acusado que, en algunos procesos se sigue llamando confesi¨®n, para dejar m¨¢s claros sus or¨ªgenes y paralelismos. Lo l¨®gico es que la declaraci¨®n del imputado fuera la ¨²ltima -su defensor es el ¨²ltimo que pregunta-, limit¨¢ndose en una intervenci¨®n inicial a expresar su inocencia o culpabilidad. Si se pronuncia por la primera, es la acusaci¨®n quien deber¨ªa seguir mostrando las pruebas que tiene para sostener la imputaci¨®n, cerr¨¢ndose el juicio con la declaraci¨®n del acusado, si quiere hacerla. La posibilidad que nuestra ley otorga a los acusados a decir 'la ¨²ltima palabra', es un suced¨¢neo, un tr¨¢mite intrascendente, muy limitado y brev¨ªsimo, para el que nuestra norma procesal autoriza a los tribunales hasta a retirar el uso de la palabra a quienes decidan utilizarlo.
La defensa y la acusaci¨®n no est¨¢n en el mismo plano. Hay que recordar una vez m¨¢s que somos el ¨²nico pa¨ªs democr¨¢tico en el que la instrucci¨®n e investigaci¨®n de los delitos se realiza por los jueces, fuera de los ¨²nicos cometidos que directamente les asigna la Constituci¨®n, y no por los fiscales (en Inglaterra, al no haber fiscales, directamente por la polic¨ªa). Los fiscales normalmente trabajan en la misma sede de los ¨®rganos judiciales. Hemos tenido ocasi¨®n de contemplar en las pantallas, innumerables veces, c¨®mo nuestros m¨¢s conocidos jueces iban a tomar caf¨¦, en grupo, con algunos tambi¨¦n conocidos fiscales, que interven¨ªan en procesimientos de los que se estaba conociendo en su juzgado. Es evidente que comentan, intercambian opiniones, como compa?eros, se conocen e, inevitablemente, al encontrarse en los mismos locales desarrollando sus funciones, entablan relaciones profesionales y de amistad. Es absolutamente imposible que, a la hora de las actuaciones judiciales, con esas condiciones, tengan la misma consideraci¨®n que los defensores. Por ello, no es muy comprensible que, en el Pacto por la Justicia, no se haga la previsi¨®n de que los fiscales trabajen en locales propios, distintos de los judiciales, tengan o no la facultad de instruir o investigar los delitos. Por cierto, sigue siendo inexplicable, a la luz de los principios, que cuando se declara el secreto de las actuaciones sumariales, los fiscales -que en nuestro derecho vigente no son investigadores, sino s¨®lo acusadores-, tengan acceso a esas actuaciones y los defensores no. En resumidas cuentas, en nuestra pr¨¢ctica procesal el principio de igualdad de partes se proclama pero, en la realidad, no existe.
Jos¨¦ Barrionuevo Pe?a fue ministro del Interior y de Transportes.
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