El apag¨®n
A la ca¨ªda de la tarde, expulsados de casa por el apag¨®n que la iba enfriando peligrosamente, decidimos coger el coche y acercarnos al Ateneo. Pero el apag¨®n tambi¨¦n hab¨ªa bloqueado la puerta del garaje, de manera que hicimos el trayecto a pie. Contempl¨¢bamos la lluvia que nos iba calando, deseando que cuajase en nieve. Y a nuestro paso se iban apagando los sem¨¢foros y las farolas, las luces de las tiendas parpadeaban, la oscuridad se iba adue?ando del centro, casi se dir¨ªa que bloque a bloque.
Una vez en el Ateneo, y cuando hab¨ªamos dado los primeros movimientos de la primera partida, lleg¨® hasta all¨ª el apag¨®n. Hubo exclamaciones, comentarios resignados, y gran regocijo y zapatetas cuando apareci¨® un bedel portando en alto una l¨¢mpara de butano. Pero a la mediocre luz de esa l¨¢mpara las piezas arrojaban sombras confusas sobre el tablero, lo que propici¨® los errores, se echaron a perder aperturas prometedoras, se cometieron errores de manual. Visto lo cual, salimos, hacia el metro. La plaza subterr¨¢nea estaba sumida en una oscuridad por donde las sombras humanas se mov¨ªan como en el Hades. Un polic¨ªa nacional manten¨ªa en alto una linterna encendida. 'La l¨ªnea 3', informaba a los curiosos, 'est¨¢ interrumpida, y la 1 funciona s¨®lo a trechos'. Nos echamos a caminar, nos lanzamos a calarnos, especulando qu¨¦ har¨ªamos cuando lleg¨¢semos a casa, si segu¨ªa a oscuras. El apag¨®n, para algunos, fue exaltante: vino a interrumpir las rutinas y a revelarnos una Barcelona de radiograf¨ªa, de cine mudo, de Magritte.
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