El perfume del asfalto
Fiel al t¨ªtulo del relato, del cruce de historias que quiere contarnos, Edward Burns -joven actor, guionista y director de la mejor escuela del movimiento independiente estadounidense, del que aqu¨ª conocemos dos c¨¢lidas e interesantes pel¨ªculas, Ella es ¨²nica y Los hermanos McMullen- ha filmado esta su cuarta obra a pie de acera, unos palmos por encima del asfalto neoyorquino; y lo ha hecho con tanta gana de verdad que el perfume de ese asfalto es tan vivo y penetrante que sube a la pantalla e impregna la memoria de las im¨¢genes.
Hay en las im¨¢genes de esta buena y sencilla pel¨ªcula -no enteramente bien equilibrada, da?ada por algunos altibajos que crean un par de golpes de fatiga en la parte final, pero que a ratos es viv¨ªsima y cautivadora- r¨¢fagas de luz de calle, destellos de humo de barriada, flotaciones de atm¨®sferas de isla urbana. Y hay tambi¨¦n en ella ecos del estilo de las legendarias Sombras fundacionales del gran cine underground neoyorquino, escondido, lib¨¦rrimo y de incalculable fertilidad. De ah¨ª que Edward Burns no se esfuerce en buscar, aunque a veces lo parezca, originalidades. No necesita buscarlas. Le basta, para alcanzar distinci¨®n, ser hijo de la inconmovible originalidad de sus ra¨ªces, que son las imperecederas resonancias de aquella primera, emocionante y explosiva incursi¨®n de la c¨¢mara de John Casavettes en los laberintos de amables y amargas sombras que se mueven y enredan detr¨¢s de las aceras de la Nueva York ¨ªntima.
LAS ACERAS DE NUEVA YORK
Direcci¨®n y gui¨®n: Edward Burns. Int¨¦rpretes: Edward Burns, Heather Graham, Rosario Dawson, Stanley Tucci, Brittany Murphy, David Krumholtz, Dennis Farina. G¨¦nero: comedia. Estados Unidos, 2001. Duraci¨®n: 105 minutos.
Nos movemos, respirando con libertad y comodidad, dentro de un ¨¢gil y bonito juego de relevos de personajes, un precioso tejido de roces, de choques y de efectos de carambola aplicados a las idas y venidas de la peripecia cotidiana y de los vaivenes sentimentales de media docena de j¨®venes neoyorquinos amistosos y pegadizos, que nos hacen mirarnos sin acritud en el espejo -impreciso y algo oscuro, susurrado, dicho sin explicitud, s¨®lo a medias- de sus amores y sus amor¨ªos. Y nos movemos tambien, sin resbalar nunca, sobre el subsuelo movedizo de la vida a pie de bar y a pie de cama de una gente inteligente y libre, muy com¨²n, muy neoyorquina, y por eso identificable como de cualquier parte de lo que llamamos Occidente. No juegan a ser profundos, ni padecen el prurito de la singularidad, sino que quieren atraparnos con el encanto de su inmediatez y con la casi imperceptible fuerza de persuasi¨®n que les proporciona la cercan¨ªa entre la piel y el alma, una proximidad de la que ellos gozan, porque son una docena de personajes que parecen arrancados de la vida en las aceras neoyorquinas, ver¨ªdicos o inventados a bote pronto por sus m¨¢gicos int¨¦rpretes.
Son n¨ªtidos los seis hilos que tejen el tejido de Las aceras de Nueva York. El primero es el propio Edward Burns, eje de lo roces y choques en que se vertebran, en contrapunto, la suave elegancia de la alta burguesa Heather Graham, la explosiva ingenuidad de la camarera Brittany Murphy, el poder de captura del jud¨ªo errante David Krumholtz, el borr¨®n de gran humor negro del dentista calvo Stanley Tucci. Y, como broche, la intensa y conmovedora Rosario Dawson, que construye a su Mar¨ªa con tanta levedad y precisi¨®n que, en la zona final, cuando la l¨ªnea de inter¨¦s de la pel¨ªcula decrece y el term¨®metro del aguante percibe indicios de agotamiento de la inventiva, es ella quien, con la ¨²nica ayuda de su enorme mirada, recupera y afila el gancho de arrastre del filme y ¨¦ste, agarrado a ella, vuelve a subir. Y gira y crece en busca de un esplendoroso final no convencional, alcanzado con un simple gesto, en el maravilloso giro de inteligencia silenciosa que ocurre en lo que se omite, en lo que no se dice, en el encuentro final entre Burns y ella, que hace que el filme siga corriendo en la pantalla interior una vez apagada la exterior.
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