Loter¨ªa
Ricardo Gull¨®n fue uno de los cr¨ªticos literarios m¨¢s importantes de la posguerra. Daba gusto o¨ªrlo hablar de Gald¨®s o de Juan Ram¨®n Jim¨¦nez, con esa tranquilidad de mesa de caf¨¦ que ponen en sus palabras, huyendo de la pedanter¨ªa del conferenciante profesional, los sabios que han hecho de los libros la materia natural de su vida. Lo conoc¨ª en C¨¢diz, durante un congreso dedicado a Rafael Alberti. Creo que fue mientras lo acompa?aba a la estaci¨®n de ferrocarril, paseando bajo el cielo limpio y fr¨ªo de una ma?ana de diciembre, cuando me cont¨® la historia que recuerdo ahora, al escuchar en la radio algunas opiniones sobre la decisi¨®n judicial que da la raz¨®n a los obispos en el caso de la profesora despedida de su trabajo por casarse de una manera poco cat¨®lica. Esta pobre mujer acaba de descubrir que lleva a?os propagando una religi¨®n que est¨¢ contra el amor, contra los sentimientos naturales, contra los cimientos de la felicidad, ya sea en el esp¨ªritu de la filosof¨ªa m¨¢s seria, ya sea en los dramas pasionales de las telenovelas. No hay m¨¢s verdad que el deseo y sus complicaciones, pero la religi¨®n apenas tiene que ver con la b¨²squeda de la verdad, y en la moral cat¨®lica, si no te sacrificas, te sacrifican.
Al terminar la guerra civil, insultar al caudillo pod¨ªa acarrear una pena de muerte. Esa fue la tragedia de un pobre diablo que se veng¨® de un accidente callejero arremetiendo de palabra contra la m¨¢xima autoridad que gobernaba el destino de los espa?oles. Un general oy¨® los insultos, sali¨® en defensa del glorioso Movimiento Nacional, y el ciudadano malhablado se vio al borde del fusilamiento. Ricardo Gull¨®n, que seg¨²n creo recordar empezaba entonces a ganarse la vida como fiscal, le aconsej¨® una declaraci¨®n imp¨ªa para sacarle del desfiladero: al insultar a la 'm¨¢xima autoridad', estaba pensando en Dios. Una blasfemia es siempre menos grave que el insulto a un caudillo, as¨ª que el acusado salv¨® su vida a cambio de una multa.
Los partidos pol¨ªticos de izquierdas, las organizaciones feministas, los sindicatos y algunos periodistas han criticado abiertamente esta mezcla extra?a, feudal y trasnochada, de la religi¨®n y el Estado, que permite a los obispos expulsar de la ense?anza a una mujer por casarse civilmente, algo que puede ser un pecado para las conciencias medievales, pero nunca un delito en nuestra sociedad. La expulsi¨®n, sin duda, resulta coherente en la l¨®gica clerical, pero es precisamente esa coherencia la que deja fuera de toda justificaci¨®n el poder pol¨ªtico de la Iglesia Cat¨®lica en un Estado moderno. La convivencia p¨²blica no puede basarse en una negaci¨®n de la libertad moral privada. Por eso es llamativo el silencio de las conciencias progresistas en el debate abierto por los asuntos sentimentales del pr¨ªncipe Felipe. Los comentaristas cortesanos han utilizado argumentos ofensivos contra la condici¨®n social de la mujer, los valores democr¨¢ticos y la libertad m¨¢s ¨ªntima de los ciudadanos, y nadie ha levantado la voz. Parece que sigue siendo m¨¢s f¨¢cil criticar a Dios que al Jefe del Estado. De nuestro futuro pol¨ªtico nos enteraremos por los ni?os de San Ildefonso. Es una loter¨ªa. Pues a ver qu¨¦ nos toca.
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