El brindis
Est¨¢ la mesa puesta. Los platos, las copas, los cubiertos, marcan un orden limpio y api?ado sobre el mantel, se rozan con pulcritud, tan juntos, tan unidos, como las personas que preguntan por su lugar y ocupan su silla. No faltan dos velas de cera roja y un poco de espumill¨®n, porque las tradiciones y las alegr¨ªas deben adornarse. Plata con plata, cristal con cristal, codo con codo.
Elvira es ya una mujer, los ¨²ltimos rasgos infantiles de su rostro s¨®lo sirven para acentuar la fuerza rubia y juvenil de su belleza. El t¨ªo Juan se lo dice, vaya, est¨¢s hecha una mujer, y Elvira pone labios de ni?a para sonre¨ªr y vuelve por un momento al aire de las fotograf¨ªas familiares que pueblan las vitrinas de la casa. Pedrito, que es un ni?o todav¨ªa, tarda en acudir a la mesa. Ya est¨¢n sentados los abuelos, ya est¨¢n sentados los t¨ªos, los primos, ya viene el padre por el pasillo con el caldo, ya viene la madre detr¨¢s del padre con el picadillo, diciendo, entre orgullosa y feliz, que ella ha hecho el pavo, pero que el caldo y el picadillo los prepar¨® ayer Pedro al venir del banco. Pedrito es un ni?o, y mira caer la nieve detr¨¢s de la ventana. Empez¨® a nevar poco antes de que los t¨ªos y los primos entraran por la puerta con algo de retraso, quit¨¢ndose los abrigos y quej¨¢ndose del mal tiempo.
Vaya noche de perros, hay que andar con cuidado; entre la nieve y las heladas cualquiera se rompe una pierna. Los tejados del colegio visten ya una t¨²nica blanca, y en las ramas de los ¨¢rboles se insin¨²a un plumaje n¨®rdico, una postal de invierno. Pero en la calle no cuajar¨¢, porque el calor de los coches y los zapatos de la gente que pasa convierten la nieve en agua. Es muy dif¨ªcil que cuaje en la ciudad, le ha dicho a Pedrito su padre, y el ni?o aparta las cortinas, y mira caer la nieve sobre los tejados del colegio, sobre las copas de los ¨¢rboles, sobre una calle cada vez m¨¢s solitaria, sin coches ni zapatos.
Qu¨¦ fr¨ªo hace fuera, que noche de perros, insiste en afirmar la t¨ªa Rosa, para convencerse de que el calor de una casa es un tesoro que no se puede perder. La madre llama a Pedrito, todos le est¨¢n esperando para empezar a cenar; as¨ª que el ni?o deja la nieve detr¨¢s de la ventana y corre a su silla, junto a su hermana Elvira, que habla con la prima Rosita no se sabe bien si de un amigo o de la marca del tel¨¦fono m¨®vil con el que van a llamar al amigo en cuanto den las doce. Pedro tiene que brindar. Los abuelos no son religiosos. Los t¨ªos y los padres pasaron del anticlericalismo juvenil a una indiferencia poco combativa, alterada solamente la tarde de cumplea?os en la que Rosita dijo que pensaba hacer la primera comuni¨®n. Pero por suerte fue un capricho pasajero. Como no hay oraciones, conviene abrir la cena con un brindis. Los brindis caen sobre los manteles como la nieve sobre la ciudad, blancos, algodonosos, optimistas en el aire, deshechos antes de cuajar. Hay que tener cuidado con los brindis, porque cualquiera de la familia puede partirse una pierna con ellos. El padre levanta la copa y brinda por la paz, por la justicia, por la felicidad para todos los hombres y las mujeres del mundo. La nieve sigue cayendo detr¨¢s de la ventana.
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