Un ¨¢rbol reci¨¦n regado
Entre 1958 y 1960, Marlene Dietrich rozaba los sesenta a?os y se dispon¨ªa -despu¨¦s de mirarse, con sus enormes ojos muy abiertos, en la pantalla y deducir de ella que no quer¨ªa que el cine fuese testigo de su vejez- a iniciar una silenciosa huida de los focos, que acabar¨ªa encerr¨¢ndola durante 35 a?os en un apartamento de la Park Avenue neoyorquina y luego en otro de la avenida Montaigne, en el coraz¨®n del Par¨ªs divino y forrado, donde muri¨® en 1992 a los noventa a?os, hace ahora, cuando acaba de cumplirse su primer siglo, el suspiro de casi diez.
Todav¨ªa, adem¨¢s de dar su oscura voz a Black fox, de Louis Clyde Stoumnen, y al documento Marlene, de Maximilian Schell, hizo la actriz berlinesa en 1964 una fugac¨ªsima aparici¨®n en Encuentro en Par¨ªs, invitada por su amigo Richard Quine. Pero fueron juegos y fuegos de artificio irrelevantes, que confirman que Marlene hab¨ªa agotado su aliento de actriz tras crear sin respiro, en aquel su ¨²ltimo trienio, a tres personajes epis¨®dicos a los que imprimi¨® tan honda energ¨ªa y tan refinada distinci¨®n, que cada uno de ellos se apoder¨® como un im¨¢n del signo de tres pel¨ªculas colosales. Y convirti¨® a estos peque?os trabajos de estrella declinante en di¨¢fanas puertas de acceso al entendimiento de la verdadera naturaleza de su talento, ya que esas tres minucias volvieron del rev¨¦s los estereotipos que arrastraba desde que su leyenda arranc¨® en 1930 con El ¨¢ngel azul. Y, as¨ª, su paso por Testigo de cargo, dirigida por Billy Wilder; Juicio de N¨²remberg, dirigida por Stanley Kramer, y, sobre todo, Sed de mal, dirigida por Orson Welles, pulveriz¨® ideas hechas sobre su identidad art¨ªstica.
Estas ideas se repiten una y otra vez en ecos vaciados de voz y proceden de la que ella misma dio carta de verosimilitud al proclamar sin humildad que se sent¨ªa 'barro moldeado por Josef von Sternberg', en una elegante -y tal vez, como sospecha Bertrand Tavernier, astuta- respuesta al endiosado rencor que destilaba la confidencia de Sternberg a Peter Bogdanovich de que Marlene era 'nada m¨¢s que una est¨²pida marioneta', obviamente suya.
Hay verdad en que los seis a?os que separan El ¨¢ngel azul ( 1929) de El diablo es una mujer (1935), con el esplendor del intermedio de Marruecos, Fatalidad, El expreso de Shanghai, La venus rubia y Capricho imperial, es el tiempo de construcci¨®n de Marlene desde dentro y casi desde la nada, esculpida su leyenda por Sternberg. Pero no hay menos verdad en que estos a?os de severo encuentro se convirtieron para ella, una vez cumplidos, en una losa de cuya presi¨®n s¨®lo en destellos pudo librarse.
El legendario, tildado no sin fudamento de ornamental, casi objetual, personaje de mujer fatal, con perfil de mito viviente, que encarn¨® en estas magnas obras, se apoder¨® hasta tal punto de su libertad expresiva que hizo anidar en el esp¨ªritu de Marlene la devastadora sensaci¨®n de albergar a alguien ajeno a ella, lo que la llev¨® a atenuar, y a veces a soterrar, su inmenso talento que, sin el cauce que abri¨® Sternberg, qued¨® hu¨¦rfano, mudo, perplejo y se extravi¨® en disgresiones de estrella errante y sin norte. S¨®lo en el presagio de ?ngel, acariciada en por la seda de Ernst Lubitsch, alcanz¨® a salir de su c¨¢rcel y abrir camino a la plenitud de las peque?as enormes interpretaciones que cierran su obra y que, no por azar, est¨¢n en los ant¨ªpodas de la l¨®gica gestual en que la adiestr¨® Sternberg y son obra suya, ¨ªntima.
Dijo Marlene que cuando hablaba con Orson Welles se sent¨ªa como un ¨¢rbol reci¨¦n regado. Y Welles le devolvi¨® la caricia cuando hizo memoria de la Tanya que Marlene improvis¨® al incorporarse sobre la marcha -lleg¨® una ma?ana, llamada la noche anterior por Welles- a la febril creaci¨®n de Sed de mal. El d¨²o de cuatro minutos entre Marlene y Welles en el sal¨®n del viejo prost¨ªbulo vac¨ªo es revelado por ¨¦ste, en su mano a mano ante un magnet¨®fono con Bogdanovich, como lo m¨¢s alto y complejo alcanzado por Marlene, el estallido de un instante de su genio y su capacidad para crear cine sublime, en el que, en t¨² a t¨² con Welles, carga en su mirada toda la vasta experiencia acumulada durante d¨¦cadas de afinamiento de la elocuencia de su m¨¢scara.
Y ah¨ª, en ese asombroso destello de verdad y de vida -como en la noble dama homicida que el burl¨®n y sagaz abogado Charles Laughton, en gui?o de complicidad con Billy Wilder, decide defender al final de Testigo de cargo- salta incontenible toda esta inmensa actriz, que d¨ªas despu¨¦s de su primer siglo convierte a su Pigmali¨®n, el gran Sternberg, que molde¨® su barro, en barro ahora moldeado por ella, pues lo m¨¢s bello y recio de cuanto film¨®, lo que dice que su cine no caer¨¢ lentamente pulverizado por el tiempo, procede de que eligi¨® a Marlene para llenarlo.
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