Estar en Europa, ser europeos
Ma?ana, 1 de enero, Aznar asumir¨¢ la presidencia de la Uni¨®n Europea en un momento de especial importancia para este proyecto pol¨ªtico. La puesta en marcha de la moneda ¨²nica ese mismo d¨ªa es una sacudida, no s¨®lo econ¨®mica y pol¨ªtica, sino tambi¨¦n social. Por vez primera todos los ciudadanos, y no s¨®lo las ¨¦lites, se ver¨¢n afectados en sus rutinas diarias por ese ente abstracto que es la Uni¨®n. Sin embargo, esa inmensa mayor¨ªa de ciudadanos gana bien poco con la moneda ¨²nica, aparte incomodidades y problemas, de modo que la globalizaci¨®n muestra aqu¨ª su cara m¨¢s pesada. Al tiempo, la ampliaci¨®n europea, as¨ª como nuestro reciente papel de malvados ego¨ªstas reacios a abrir las puertas del club en el que acabamos de ser admitidos, va a ser puesta a prueba. Una batalla ante la opini¨®n p¨²blica europea que, me temo, hemos perdido frente a Alemania. Tareas, pues, fundamentales a las que el Gobierno (un Gobierno al que todos los peri¨®dicos nacionales, de cualquier color, le acusan de haber perdido el pulso), debe hacer frente.
Pero Europa es para los espa?oles algo muy lejano, y debemos aprovechar esta presidencia para hacer saltar definitivamente a la opini¨®n p¨²blica espa?ola desde el horizonte de Europa al proyecto de Europa, desde divisar Europa como espejo dado ah¨ª afuera en el que mirarnos, a ser europeos, desde dentro y sin complejos.
Efectivamente, vivimos en un pa¨ªs marcadamente, casi ingenuamente, europe¨ªsta, pero al tiempo marcadamente desinteresado de los problemas europeos. Ambas cosas son explicables y comprensibles, pero malas. Para nuestra generaci¨®n, marcada a fuego por un complejo de inferioridad hist¨®rico, Europa fue la panacea, la soluci¨®n a nuestros problemas. Y era cierto. El gran proyecto nacional desde comienzos de siglo ha sido el proyecto europeizador, que lo formaliza la generaci¨®n del 14 con Ortega a la cabeza, fracasa con la dictadura de Primo, vuelve a fracasar con la Segunda Rep¨²blica y la dictadura del general Franco y triunfa a partir de 1975.
Pero desde 1986 ya somos europeos. Ese proyecto hist¨®rico ha quedado atr¨¢s, se ha realizado y se ha consumado con ¨¦xito, de modo que nuestro problema no puede ya ser 'como' los europeos, pues hemos homologado nuestra sociedad, nuestra econom¨ªa e incluso nuestra pol¨ªtica. Ni tampoco 'ser' o no europeos, pues tambi¨¦n lo somos como siempre lo fuimos, aunque no quisi¨¦ramos darnos cuenta. Nuestro problema es ya, al igual que el de los dem¨¢s europeos, qu¨¦ hacer de Europa o, m¨¢s en concreto, c¨®mo queremos ser europeos, si como los brit¨¢nicos, como los franceses, como los alemanes o quiz¨¢s, incluso, como nosotros mismos.
Pero Espa?a no ha discutido este tema y ni siquiera le interesa mucho, lo que es tambi¨¦n comprensible. Sabemos que Europa es un raro subproducto en un doble sentido. De entrada, en cuanto que es un objeto pol¨ªtico no identificado, no normalizado ni homologado, repleto de ambig¨¹edades. Y las ambig¨¹edades generan incertidumbre y ansiedad y, desde luego, problemas en la interacci¨®n. Los soci¨®logos sabemos que el orden social reposa en lo que llamamos la reciprocidad de expectativas, basada a su vez en una definici¨®n com¨²n de las situaciones. Cuando dos sujetos definen la situaci¨®n de distinto modo y esperan cosas divergentes el uno del otro s¨®lo puede haber problemas. Tendr¨¢n que negociar a cada paso c¨®mo definir y re-definir la situaci¨®n, elevando as¨ª lo que los economistas llaman 'costes de transacci¨®n'. Esto es lo que le ocurre a Europa, que cada actor define la situaci¨®n de modo diverso y cada paso adelante requiere interminables negociaciones; porque no sabemos qu¨¦ somos ni ad¨®nde vamos. Europa es por ello una m¨¢quina social con alt¨ªsimos costes de transacci¨®n y, por lo tanto, inevitablemente burocratizada y de funcionamiento oscuro.
Pero subproducto tambi¨¦n en otro sentido: en cuanto a su modo de construcci¨®n. Los soci¨®logos llamamos subproductos a aquellos objetivos que no pueden alcanzarse directamente, como, por ejemplo, la confianza o el amor. Nada genera m¨¢s desconfianza que alguien que pretende a toda costa ganar mi confianza. Pues bien, Europa es tambi¨¦n subproducto en este segundo sentido, que es el que responde al modelo funcionalista de construcci¨®n europea, que ha sido y es el dominante: construyamos Europa como producto tecnocr¨¢tico, mero mercado, y confiando en que las instituciones pol¨ªticas primero, las sociales despu¨¦s y las culturales por ¨²ltimo, seguir¨¢n inevitablemente el ritmo que marque el mercado ¨²nico. Hemos construido Europa sin querer construir Europa, construyendo s¨®lo un mercado, mirando de reojo a otra parte y, por lo tanto, de espaldas a los ciudadanos, sin orientaci¨®n clara y a golpe de cumbres. Y esto es tanto as¨ª que cabe albergar la seria sospecha de que Europa avanza m¨¢s deprisa cuanto menos expl¨ªcito hacemos el proyecto de construirla y nos evitamos refer¨¦ndum como el de Dinamarca hace a?os o el reciente de Irlanda.
Subproducto, pues, como ovni pol¨ªtico y como proyecto, con el no sorprendente resultado de que al ciudadano le resulta dif¨ªcil, si no imposible, penetrar el arcano del lenguaje comunitario, m¨¢s a¨²n los procesos de toma de decisiones y m¨¢s a¨²n los responsables de esas decisiones. Salvo cuando ha tenido l¨ªderes fuertes como lo fueron los Monnet, De Gasperi o, m¨¢s tarde, Delors, Europa no es visible ni comprensible. Y por ello no resulta simp¨¢tica sino a los que no est¨¢n en ella, a quienes, como nosotros hace tres lustros, est¨¢n todav¨ªa en la cola esperando entrar.
Por todo ello, la dificultad de pensar Europa, de una parte, pero tambi¨¦n la imposibilidad (casi ontol¨®gica) de pensar Espa?a fuera del marco europeo, de otra, debemos aprovechar cuantas posibilidades tenemos para incentivar entre los espa?oles el debate sobre nuestro modelo de Europa. El modelo del Estado federal que propone Schr?der, como el de Estado-Naci¨®n que propone Jospin, construidos a su imagen y semejanza, son modelos viejos, probablemente inservibles con car¨¢cter general, y desde luego, no muy buenos para pa¨ªses que, como Espa?a, son federales pero menos (nuestro federalismo es asim¨¦trico o, mejor a¨²n, irregular y casi fractal), pero tampoco son Estados-Naci¨®n (puessomos, en todo caso, naci¨®n de naciones m¨¢s que Estados nacionales, como dice la Constituci¨®n). Me atrevo por ello a pensar que el modelo de lealtades m¨²ltiples de la Constituci¨®n Espa?ola (en la que se puede ser catal¨¢n, espa?ol y europeo, todo al tiempo), combinado con el hoy renovado principio de subsidiariedad y cierto federalismo asim¨¦trico o irregular, ciertamente de geometr¨ªa variable, es mejor soluci¨®n para Europa que cualquiera de los otros dos. Schr?der y Jospin piensan desde sus espec¨ªficos Estados-Naci¨®n, pero de esa f¨®rmula s¨®lo queda el Estado, no ya la naci¨®n. Pero el Estado, dec¨ªa Ortega en La rebeli¨®n de las masas, es superaci¨®n de toda sociedad natural, es mestizo y pluriling¨¹e. Palabras mucho m¨¢s adecuadas para ese nuevo Estado que es la Uni¨®n Europea, en un mundo mestizo y pluriling¨¹e, que para el viejo Estado-Naci¨®n, ya obsoleto.
Esta distancia con los modelos europeos franc¨¦s o alem¨¢n, al igual que nuestra diversidad cultural interna, nos acercan al Reino Unido, con quien Espa?a comparte poderosos intereses transatl¨¢nticos, de todo tipo y no s¨®lo econ¨®micos, que son la com¨²n herencia de los respectivos Imperios, y que nos vuelcan hacia fuera del continente, hacia el Oeste m¨¢s que hacia el Este, que es por donde camina la Uni¨®n, m¨¢s y m¨¢s impulsada por Alemania que, tras la ca¨ªda del muro, recobra no s¨®lo su viejo hinterland, sino un protagonismo impensable hace s¨®lo una d¨¦cada.
Y as¨ª, mientras la Uni¨®n camina hacia el Este y el Norte, nosotros y nuestros intereses estamos al Sur y al Oeste, de modo que cabe dudar si la ampliaci¨®n nos acerca a Europa o nos aleja de ella. Salvo que intentemos escorarla de nuevo en el otro sentido, algo a lo que los acontecimientos del 11 de septiembre ayudan. De una parte, al reforzar, quiz¨¢s exageradamente, el papel de los Estados Unidos. Y de otra, al hacer del Mediterr¨¢neo frontera de civilizaciones y eventualmente nuevo tel¨®n de acero, un escenario negativo para nosotros (como para Italia o Francia), pero que obliga a Europa a mirar al Sur. Que el di¨¢logo transatl¨¢ntico sea monopolizado por los Estados Unidos y tenga como interlocutor privilegiado a Inglaterra es normal mientras que en el mundo s¨®lo haya un ej¨¦rcito (por supuesto, el americano), pero no debe hacernos olvidar que el Atl¨¢ntico es tambi¨¦n nuestro camino hacia pa¨ªses como M¨¦xico, Brasil o Argentina y que la apertura de Europa hacia el Oeste debe ser prioridad para Espa?a y Portugal y puede tambi¨¦n potenciar el papel de Francia e Italia. El estereotipo anglosaj¨®n a¨²n subsistente, y que podemos rastrear desde Toynbee a Huntington, de que Latinoam¨¦rica es una civilizaci¨®n propia y distinta de la occidental es un peque?o disparate, pero del que somos parcialmente culpables cuando nosotros mismos pensamos en Europa como algo que estar¨ªa 'ah¨ª afuera'.
Con lo que regresamos al principio: si nosotros no estamos a¨²n convencidos de nuestra europeidad, de que no 'estamos' en Europa, sino que 'somos' europeos, ?c¨®mo podemos jugar un papel en la construcci¨®n de Europa o c¨®mo convencer a esa nueva Europa de que Latinoam¨¦rica es un hijo de la civilizaci¨®n grecorromana tanto o m¨¢s que Rusia, por ejemplo?
Emilio Lamo de Espinosa es catedr¨¢tico de Sociolog¨ªa de la Universidad Complutense.
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