Nacimientos
La primera vez que pas¨¦ una Navidad en Sevilla, hace muchos, muchos a?os, me asombraron el peso y arraigo que ten¨ªan en ella los Nacimientos, no el belenismo consumista que ahora se nos impone con la bendici¨®n p¨²blica. En las entradas a los Pesebres m¨¢s famosos se formaban ya entonces colas interminables que la gente aguantaba con flema anglosajona, quiz¨¢ prepar¨¢ndose asc¨¦ticamente para los parones de Semana Santa. Es natural. Agrada ver escenificado en figuritas m¨¢s o menos art¨ªsticas el inefable drama del renacer universal, mientras que, por contraste, siguen desarroll¨¢ndose al margen las escenas m¨¢s prosaicas de la vida cotidiana, ajenas todav¨ªa a la jubilosa nueva de la revoluci¨®n divina.
Siempre es bienvenido el nacimiento de un ni?o, y m¨¢s si el ni?o es el Mes¨ªas. Sin embargo, los Evangelios no indican el d¨ªa de la Navidad y hoy no es un secreto para nadie que, si se escogi¨® tard¨ªamente la fecha del 24 de diciembre, fue para arrinconar otro nacimiento rival, el natalicio del Sol, que los fieles de Mitra celebraban en el solsticio de invierno, cuando los d¨ªas comenzaban a alargarse. La feroz competencia con la religi¨®n solar, la gran enemiga, dej¨® tambi¨¦n otras secuelas importantes en el calendario cristiano. La Encarnaci¨®n se fij¨® en el equinoccio de primavera, el d¨ªa natal del Mundo, 25 de marzo. Adem¨¢s, ?no hab¨ªa dicho San Juan Bautista que Jes¨²s deber¨ªa crecer y ¨¦l menguar? Pues por esa mengua y crecimiento se entendi¨® asimismo la progresiva disminuci¨®n o aumento de la luz solar, luego la fiesta del Precursor se ajust¨® con l¨®gica impecable al solsticio de verano, 24 de junio.
Toda natividad mesi¨¢nica anuncia la paz y la dicha universal, el m¨¢ximo anhelo del hombre. Por influjo de las religiones orientales, el mundo romano crey¨® pr¨®ximo en ciertos momentos el reinado del nuevo Saturno. Virgilio cant¨® en el 40 a.d.J.C. el nacimiento del ni?o que habr¨ªa de iniciar la era bienaventurada, en la cual, como en la profec¨ªa de Isa¨ªas, pacer¨ªan juntos el buey y el le¨®n, desaparecer¨ªan ponzo?as y guerras y la tierra dar¨ªa espont¨¢neamente sus frutos. Las promesas volaron, mas no la esperanza. En el siglo XIII despert¨® adhesiones entusiastas Federico II, el Ni?o de Apulia, tenido por el emperador de los ¨²ltimos d¨ªas. Y, ?no termin¨® la Odisea espacial de Kubrick en 2001 con los dolores del parto de otro ni?o, el Superhombre, en quien, pasadas las edades del Mono y del Hombre, culminar¨ªa la historia del mundo (el verdadero Tercer Reich)?
Hoy los supuestos salvadores nos inspiran serios recelos, y con raz¨®n. Desconfiemos sobre todo cuando unos pastorcicos entonen en verso las alabanzas de reyes o emperadores, ll¨¢mense Augusto, Ner¨®n, Carlomagno, Federico II o Reyes Cat¨®licos. Detr¨¢s del caramillo -el se?uelo de la Edad de Oro- suenan las armas, pues la propaganda pol¨ªtica suele servirse de la poes¨ªa buc¨®lica para sus fines: Virgilio es el mejor ejemplo. ?Qu¨¦ bella ilusi¨®n la de la paz dorada, y cu¨¢n inasible y enga?osa!
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