Museos
Entendemos por museo una especie de caj¨®n de sastre donde cabe todo lo curioso, maravilloso, excepcional, sea autor¨ªa de la naturaleza o de alg¨²n humano que buscaba desafiarla: todo ordenado, etiquetado, incluido en vitrinas para que cada objeto conserve impoluto su poder de sorprender o admirar sin mezclarse con los otros. La Historia nos ha dado ejemplos de museos privados, pero me parece que s¨®lo cuando las colecciones se publican y se vuelven accesibles al com¨²n de los mortales cobran su aut¨¦ntico sentido. Recuerdo los acopios de prodigios y piezas extravagantes que realizaban los monarcas del Renacimiento, llenando las c¨¢maras de sus palacios de artefactos y criaturas ins¨®litas que s¨®lo ellos pod¨ªan contemplar en la felicidad de su ego¨ªsmo. El hecho de que las telas que hoy se exhiben en el Prado o en los Uffizi colgaran en su d¨ªa de las alcobas de reyes y duques no debe hacernos pensar que todas las antiguas colecciones se preservaran con la misma fortuna. La Wunderkammer o Sala de Maravillas de Rodolfo II, emperador germ¨¢nico afincado en Praga, fue una de las mayores que se recuerdan y constaba de minerales, monstruos disecados, pinturas, aut¨®matas, f¨®siles, espinas de pez, p¨¢jaros de las Indias, trozos de la cruz de Cristo y otras reliquias, armas, vestidos. Con la derrota de la Monta?a Blanca en 1620 y la consiguiente toma de la ciudad por las tropas cat¨®licas, la colecci¨®n fue saqueada, sus principales joyas v¨ªctimas del expolio y se comenz¨® un largo goteo de exacciones que se prolongar¨ªa hasta finales del siglo XVIII; cuando el emperador Jos¨¦ II liquid¨® mediante subasta los ¨²ltimos vestigios, s¨®lo quedaban moldes de yeso de esculturas cl¨¢sicas y algunos muebles maltrechos que aprovecharon los ebanistas para reciclar la madera. A uno le da la impresi¨®n de que el destino castig¨® a Rodolfo por secuestrar aquellos prodigios sin compartirlos con la curiosidad de sus s¨²bditos: en pago a su avaricia arras¨® con todos los objetos que le encandilaron.
Las piezas de los museos son exhibicionistas: adoran ser observadas por los desconocidos. Un cuadro colocado contra la pared de un s¨®tano o una talla embalada para ser sepultada en el nicho de un almac¨¦n son criaturas enjauladas, privadas de la libertad, torturadas con mucha menos consideraci¨®n que los pobres inquilinos de Guant¨¢namo. Pienso ahora en los 2.010 ejemplares del Museo de Bellas Artes de M¨¢laga que siguen encerrados en el ¨¢tico del Palacio de la Aduana, entre mortajas de celof¨¢n y estraza, condenados a la existencia que se reserva a los criminales y a los desquiciados. Desde hace ya casi un lustro, una plataforma ciudadana lucha para que esos desdichados prisioneros puedan volver a ver la luz y la Aduana se transforme en un museo. El Ministerio del Interior advierte que el uso del edificio como oficinas y comisar¨ªa de Polic¨ªa es prioritario, motivo que le ampara para oponerse a la excarcelaci¨®n de las piezas en disputa. La historia nos muestra que el ego¨ªsmo es pernicioso: qui¨¦n sabe lo que ser¨¢ de esas colecciones conociendo el ejemplo de Rodolfo II y lo que puede causar la intolerancia de los gobernantes.
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