La culpa de Rod¨®
Un amigo de confianza, hombre tranquilo, de su casa, dedicado a cuestiones financieras, pero que lee y hasta escribe poes¨ªa en sus horas libres, me dice: 'Creo que la culpa la tiene Rod¨®'. ?Por qu¨¦ Rod¨®, el viejo ensayista uruguayo?, me pregunto y se preguntar¨¢ el lector. Ahora bien, conozco el estilo intelectual de mi amigo, su manera entre ¨¢spera, indirecta, burlona, de presentar las cuestiones, y creo que podr¨ªa proponer una respuesta m¨¢s o menos interesante. Jos¨¦ Enrique Rod¨® fue el mejor representante en el comienzo del siglo XX de un tipo de pensamiento que se incubaba entonces en Am¨¦rica Latina, que ha perdurado y que se destaca por su car¨¢cter idealista, m¨¢s bien ret¨®rico, generoso y a la vez nebuloso, marcado en el fondo por un esp¨ªritu aristocr¨¢tico no demasiado bien definido. Era la actitud de Ariel, explicada por Rod¨® en un ensayo del a?o 1900, un 'serm¨®n laico' dedicado 'a la juventud de Am¨¦rica', frente al Calib¨¢n materialista, ego¨ªsta, insensible, de Am¨¦rica del Norte y de todo el mundo anglosaj¨®n. Un poco antes que Rod¨®, Rub¨¦n Dar¨ªo hab¨ªa esbozado en algunos poemas y textos en prosa ideas parecidas, incorporadas a lo que se llam¨® primer 'modernismo'. Compruebo ahora, por ejemplo, que Rod¨® se dio a conocer un a?o antes de la publicaci¨®n de Ariel con un trabajo importante sobre Dar¨ªo, ensayo en el que planteaba la necesidad de una 'regeneraci¨®n moral' de toda nuestra regi¨®n.
Decir que 'la culpa la tiene Rod¨®' podr¨ªa ser una simple broma y no pasa, en todo caso, de ser una met¨¢fora, pero tiene el valor de sugerencia de las met¨¢foras de buena calidad. Ahora, con un siglo de perspectiva, uno puede comprobar que en los a?os de Rod¨®, de Dar¨ªo, de tantos otros, en ese cambio de siglo anterior, se form¨® en la Am¨¦rica de habla espa?ola una actitud mental interesante, en¨¦rgica, atractiva, pero que no era la m¨¢s adecuada para ingresar en un desarrollo moderno de nuestras sociedades. El desprecio a rajatabla y sin mayor an¨¢lisis del capitalismo anglosaj¨®n, el de Calib¨¢n, unido a una especie de nacionalismo continental y de ra¨ªz supuestamente 'latina', redujo nuestra capacidad de an¨¢lisis y de autocr¨ªtica rigurosa. Nos convertimos en el continente de la autocomplacencia, de la vaguedad, de la palabrer¨ªa, y pareci¨® que siempre hab¨ªamos sido as¨ª. A Vicente Huidobro, el poeta de Altazor, le gustaba hablar de los 'intelectuales de pecho caliente', otra met¨¢fora, pero no tan dif¨ªcil de interpretar. Ese pecho caliente imped¨ªa pensar con la cabeza m¨¢s o menos fr¨ªa, con resultados nefastos para la literatura, pero tambi¨¦n para la econom¨ªa y la pol¨ªtica. ?Ser¨ªa Rod¨®, con sus sermones laicos, con su pr¨¦dica de fondo relativamente irracional, el precursor, el responsable ¨²ltimo? La hip¨®tesis no deja de ser esclarecedora y creo que se podr¨ªa ir un poco m¨¢s lejos.
En uno de sus ensayos literarios, Octavio Paz sostiene que la cultura de lengua espa?ola no tuvo una verdadera revoluci¨®n rom¨¢ntica, a la manera de Francia, Inglaterra o Alemania, sino s¨®lo una forma lacrimosa, sentimental, superficial de romanticismo. En su an¨¢lisis del tema, Paz sostiene que el romanticismo lleg¨® hasta nosotros con retardo y en la forma del modernismo de Rub¨¦n Dar¨ªo y de sus seguidores. Si creemos en esta tesis, el pensamiento de Rub¨¦n Dar¨ªo, como el de su seguidor cercano Jos¨¦ Enrique Rod¨®, ser¨ªa un brote rom¨¢ntico tard¨ªo y a la vez profundo, de gran efecto en la mentalidad colectiva, que se produjo entre nosotros. Habr¨ªa, en consecuencia, que estudiar el fen¨®meno y tomarlo muy en serio. Una de las claves de nuestra modernidad dif¨ªcil, o de nuestra dificultad para acceder a ciertas formas de la vida moderna, para decirlo de otro modo, se encontrar¨ªa quiz¨¢s ah¨ª, en esa rebeli¨®n con causa pero mal encauzada. No tuvimos romanticismo a su debido tiempo y en cambio hemos tenido un siglo XX contaminado por actitudes de origen rom¨¢ntico. Los sermones de Rod¨®, de los que ya nadie se acuerda, podr¨ªan estar detr¨¢s, en las ra¨ªces, de muchos de nuestros desaguisados de apariencia l¨ªrica, generosa, eminentemente c¨¢lida, de elevadas temperaturas.
Mi amigo hablaba de Rod¨® a prop¨®sito de los sucesos de Argentina, pero hac¨ªa extensiva su observaci¨®n a todo el conjunto de Hispanoam¨¦rica, a este Ariel que va de tumbo en tumbo, de crisis en crisis, y que nunca termina de adaptarse a las condiciones de la vida moderna. No cabe duda de que las carencias de la econom¨ªa argentina son muy anteriores a la crisis reciente, anteriores incluso a los gobiernos militares. Todos han contribuido de alg¨²n modo, sin embargo, para que el desastre sea m¨¢s completo. Un buen ejemplo es el de la guerra de las Malvinas, suceso que ya ha cumplido, si no me equivoco, su vig¨¦simo aniversario. El primer anuncio b¨¦lico, provocado por el r¨¦gimen argentino del general Galtieri, se hab¨ªa producido en los canales del extremo sur del continente, hasta el punto de que una guerra entre Argentina y Chile, guerra suicida y que habr¨ªa provocado un retroceso de d¨¦cadas en toda la regi¨®n, hab¨ªa sido perfectamente posible y hasta probable. Cuando la intervenci¨®n del Papa hizo retroceder la amenaza de guerra, los proyectos b¨¦licos de Galtieri cambiaron de orientaci¨®n y se dirigieron contra las islas Malvinas y contra la Inglaterra de Margaret Thatcher. Vale decir, contra el Calib¨¢n con faldas de aquellos a?os. No sabemos si Galtieri hab¨ªa le¨ªdo a Jos¨¦ Enrique Rod¨®, pero hab¨ªa desfilado frente a sus numerosas estatuas, sin la menor duda, y se hab¨ªa encontrado con sus frases esculpidas en bronce. Era posible presentar esa 'cruzada' contra la p¨¦rfida Albi¨®n como una causa simp¨¢tica, movilizadora y unificadora. Recordemos los abrazos, grotescos y reveladores, del canciller de la dictadura argentina, Nicanor Costa M¨¦ndez, ex embajador en Santiago y partidario entusiasta en su momento de la guerra contra Chile, con Fidel Castro, archienemigo suyo hasta hac¨ªa muy poco. Los Arieles se encontraban; los David del sur se reconoc¨ªan y disparaban sus hondas contra el Calib¨¢n grosero y materialista. Pocos pensaron en aquellos d¨ªas que se comet¨ªa un error de c¨¢lculo colosal, un verdadero crimen de lesa patria, y que la econom¨ªa de Argentina ingresaba en una nueva etapa de su largo camino descendente. Si Margaret Thatcher era la verdadera representante moderna de Calib¨¢n, hab¨ªa que tener mucho cuidado con ella.
Ahora, como se hac¨ªa cada vez m¨¢s claro en los ¨²ltimos tiempos, la crisis ha llegado en Argentina a sus momentos m¨¢s dram¨¢ticos y desesperados. En principio, no es malo que un pa¨ªs toque fondo, pero todav¨ªa no est¨¢ claro si todav¨ªa faltan etapas. Chile se encontr¨® en una situaci¨®n relativamente parecida en los comienzos de la d¨¦cada de los ochenta. Ten¨ªamos un d¨®lar amarrado en 39 pesos chilenos y exist¨ªa la impresi¨®n general de que devaluar era imposible. Tampoco el Chile de Pinochet, aislado frente a la comunidad internacional, pod¨ªa darse el lujo de anunciar una cesaci¨®n de pagos. Fue quiz¨¢s la diferencia mayor con el comienzo del desastre argentino. Pero la capacidad de salir de una crisis de gran envergadura y de gran profundidad no es universal y autom¨¢tica. Existen los factores t¨¦cnicos, pero cuando se llega tan lejos en una crisis, la calidad de las decisiones pol¨ªticas vuelve a ser primordial. En su crisis de los a?os ochenta, Chile se movi¨® en forma muy simple, dentro de un campo enormemente limitado y adem¨¢s minado por la dictadura, pero los resultados al fin fueron buenos. El presidente Duhalde ha declarado que conviene imitar el modelo chileno y uno se pregunta si esto tambi¨¦n implica imitar nuestra salida de la crisis. Lo que se hizo aqu¨ª consisti¨® en devaluar sin demasiados melindres, procurando que la devaluaci¨®n fuera lo m¨¢s gradual y lo menos traum¨¢tica posible, y renegociar la deuda peso a peso, con m¨¢rgenes muy estrechos, pero demostrando siempre una voluntad de pago decidida. Quebraron muchas empresas y el costo social de la crisis fue dram¨¢tico. Todav¨ªa recuerdo las aglomeraciones y las caras sombr¨ªas frente a los bancos del centro de Santiago. Dado el ambiente represivo de la ¨¦poca, las protestas no llegaban m¨¢s lejos, pero es probable que el fin del pinochetismo se haya empezado a incubar en esos d¨ªas. De todos modos, hacia mediados de la d¨¦cada, el pa¨ªs sali¨® de su recesi¨®n e inici¨® una etapa de crecimiento espectacular, con promedios anuales de m¨¢s de ocho por ciento. Los gobiernos democr¨¢ticos de la d¨¦cada siguiente conservaron el modelo econ¨®mico en su l¨ªnea gruesa, pero a?adieron dos factores esenciales: la estabilidad pol¨ªtica y la confianza internacional. El secreto de la desaparici¨®n de Pinochet del escenario hist¨®rico, secreto no siempre bien entendido fuera de Chile, tiene mucho que ver con este elemento a?adido que introdujo la democracia. Qued¨® demostrado que la dictadura militar ya no le serv¨ªa a nadie, ni siquiera a sus partidarios.
No es f¨¢cil saber ahora si los argentinos, despu¨¦s de tantas semanas y meses de extraordinarias vacilaciones y contradicciones, podr¨¢n entrar por fin en un camino de superaci¨®n de la crisis. En los pasos que han dado hasta ahora se sigue advirtiendo el fondo populista, la afici¨®n a las declaraciones sentenciosas, de aspectos atractivos, pero que nadie sabe c¨®mo financiar en la pr¨¢ctica. Me quedo con la sospecha de que la borrachera de las palabras, el 'pecho caliente' de que hablaba Vicente Huidobro, el rechazo de la ¨¢spera y cruel lucidez, todav¨ªa predominan: de que todav¨ªa falta, para que Argentina se empiece a recuperar, otra vuelta de tuerca.
?Ser¨¢ que la culpa la tiene Jos¨¦ Enrique Rod¨®, con su estilo de pr¨¦dica nebulosa y su desprecio de las formas pragm¨¢ticas de pensamiento, como pensaba mi amigo el financista poeta? Jos¨¦ Enrique Rod¨®, digo, y muchos m¨¢s, y desde luego nosotros mismos. Pero ya es tiempo de salir de los sermones laicos y de las vaguedades entusiastas. Los seguidores de Calib¨¢n suelen ser antip¨¢ticos, arrogantes, depredadores, pero de ellos tendr¨ªamos que aprender muchas cosas.
Jorge Edwards es escritor chileno.
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