El duelo
Si nos atenemos a los escasos testimonios de la gente que ha logrado regresar del m¨¢s all¨¢, la muerte es un resplandor agazapado a la salida del t¨²nel de la vida. El principio y el fin se disuelven en un pl¨¢cido chorro de luz y acaso en esa contradicci¨®n resida la eternidad. Sabios en las cosas de la vida y expertos en los juegos del destino, sus amigos los c¨®micos compusieron para Adolfo Marsillach una escena delimitada por un halo, en la que toda la acci¨®n se le reserv¨® para ¨¦l, mientras fuera de foco, en penumbra, quedaba el coro de los dolientes: la familia, los amigos y la gente agradecida a su talento y a su condici¨®n de ciudadano comprometido.
La ¨²ltima vez que vi a Adolfo Marsillach fue una tarde de verano en San Lorenzo de El Escorial, no hace mucho tiempo. Estaba, c¨®mo no, rodeado de mujeres en una escena tambi¨¦n rebosante de luz: la que irradiaba su conversaci¨®n inteligente, la del sol poniente que le daba de frente y la que sobre ¨¦l proyectaba la belleza deslumbrante de su hija Cristina, que lo acompa?aba.
Quien quiera que haya sido el escen¨®grafo de la capilla ardiente de este ilustre ciudadano ha acertado al elegir para tan dif¨ªcil tr¨¢nsito una met¨¢fora de luz, ingr¨¢vida, indolora, silenciosa, inm¨®vil, transparente, como la paz que la gente de bien desea para sus muertos.
?Gobernar¨¢ el finado sus funerales? A la vista de lo sucedido en Espa?a en la ¨²ltima semana, tal vez s¨ª. Porque si no, qui¨¦n obr¨® el milagro de que ni uno solo de los ministros del Gobierno de Aznar, tan ¨¢vido de rojos fallecidos, se haya acercado a chuparle la sangre al muerto. De lo sucedido el martes pasado en el Teatro Espa?ol mientras Marsillach estuvo de cuerpo presente hay que tomar buena nota, porque si alg¨²n d¨ªa la industria del santoral tuviera menester de un rojeras que subir al calendario, Adolfo ya se ha apuntado un tanto con tan inexplicables ausencias.
De la misma manera que a partir de ciertos a?os uno tiene la cara que se labra, se podr¨ªa decir que tambi¨¦n tiene el entierro que se merece. Y en el lapso de unos d¨ªas hemos visto a dos hombres de talento caminar al otro mundo por sendas bien distintas: a uno, hacer mutis en un ba?o de luz y de cari?o; a otro, dirigirse hacia su ¨²ltima morada sobre un friso de ministros en pelot¨®n, atlantes de ocasi¨®n en sost¨¦n de la cultura yacente. M¨¢s que un entierro lo de Iria Flavia parec¨ªa un cuadro de Solana, con un pu?ado de aficionados, disfrazados de ministros, que se echan al ruedo para sacar a hombros a la figura de la tarde a cambio de un bocadillo de calamares. Si aquello era un duelo que venga Dios y lo vea.
Menos mal, Marsillach que ni eras de derechas ni te moriste o te murieron en el 36 porque si no no te hubiera librado ni la caridad de un entierro de lujo con medio Gobierno en la figuraci¨®n. Porque con ese af¨¢n de Aznar por penetrar en las l¨ªneas enemigas lo m¨¢s peligroso que hay en Espa?a para un hombre de izquierdas es morirse, porque te descuidas y te sacan a hombros los tartufos que en vida te negaron el pan y la sal. ?Qu¨¦ pa¨ªs ¨¦ste en el que ni muerto te puedes descuidar!
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