Arte y espacio p¨²blico
La reciente resoluci¨®n de la convocatoria Idensitats Calaf-Barcelona -una de las citas internacionales de arte p¨²blico m¨¢s importantes del pa¨ªs- nos advierte de cu¨¢les son los rumbos que siguen hoy quienes aspiran a convertir la calle, la plaza, el parque, el centro comercial o el vest¨ªbulo de estaci¨®n al tiempo en escenarios y en protagonistas activos de la creaci¨®n art¨ªstica. En esta edici¨®n, el Ayuntamiento de Calaf y el Centro de Cultura Contempor¨¢nea de Barcelona han premiado proyectos de intervenci¨®n art¨ªstica -El molino de Calaf, de Lara Almarcegui y Santiago Cirugeda; Tan a prop, tan lluny, de Montserrat Cortadellas, y Proyecto Laberinto, del grupo del mismo nombre- que apuestan por un contenido fuertemente social, trabajan el espacio que los trabaja, concitan la complicidad de sus usuarios e integran la condici¨®n ef¨ªmera e inquieta de los marcos en que se insertan.
Esa orientaci¨®n creativa que el certamen ha optado por premiar -y que ya estaba bien presente en el Barcelona Art Report 200- lleva impl¨ªcita una notable cr¨ªtica respecto de lo que han sido las tendencias oficialmente patrocinadas en arte p¨²blico y permite una reflexi¨®n al respecto, adecuada en un contexto -el definido por el modelo Barcelona- en que, desde principios de los a?os ochenta, la creaci¨®n para espacios p¨²blicos ha cumplido un papel fundamental en la legitimaci¨®n de las pol¨ªticas institucionales y/o empresariales en materia urban¨ªstica.
Aqu¨ª hemos podido ver c¨®mo el encargo de la obra de arte asignada a lugares p¨²blicos o semip¨²blicos ha respondido sobre todo a una necesidad institucional que ha sido al mismo tiempo decorativa y simb¨®lica. Como ornamento, ha atendido a la voluntad de los gestores de un espacio urbano de dignificarlo est¨¦ticamente, se?alando puntos considerados ¨¢lgidos, procurando una jerarqu¨ªa en las intensidades territoriales.
Adem¨¢s, ha implicado con frecuencia una voluntad de conferir car¨¢cter de calidad a ese espacio, en el sentido de dotarlo de elementos que lo cargasen de un significado que a priori no pose¨ªa. Todo al servicio de una especie de elevaci¨®n del tono moral del territorio, destinada a atenuar los efectos psicol¨®gicos o sociol¨®gicos de transformaciones morfol¨®gicas traum¨¢ticas, a enmascarar puras operaciones especulativas o a aliviar los conflictos derivados de la falta de popularidad de ciertas innovaciones urban¨ªsticas.
En cualquier caso, la instalaci¨®n de piezas de arte en espacios p¨²blicos ha querido servir para paliar por la v¨ªa ornamental las carencias de legitimidad simb¨®lica. Nos encontramos de este modo ante lo que podr¨ªamos llamar artistizaci¨®n de las pol¨ªticas urban¨ªsticas, es decir, producci¨®n de efectos embellecedores del espacio p¨²blico que han sido demasiadas veces puro maquillaje destinado al autoenaltecimiento de las instancias pol¨ªticas o empresariales que han hecho el encargo o a ocultar fracasos estructurales, cuando no ambas cosas a la vez. De ah¨ª se ha desprendido un grave compromiso por parte del propio artista, que ha asumido -a sabiendas o no- una responsabilidad ¨¦tica en cuanto procurador de coartadas est¨¦ticas para pol¨ªticas dirigistas o acciones privadas no orientadas por el inter¨¦s p¨²blico.
En otro orden de cosas, la acci¨®n sem¨¢ntica de la obra de arte p¨²blico acaba siendo -lo quiera o no- monumentalizadora. Es as¨ª porque, en efecto, da a recordar, no en el sentido de que evoca acontecimientos o personajes del pasado -a la manera como hac¨ªa la estatua del h¨¦roe o del padre de la patria, el arco de triunfo o el monolito conmemorativo-, pero s¨ª en el de que reproduce el mecanismo b¨¢sico de la cl¨¢sica escultura aleg¨®rica, sea ¨¦sta de tem¨¢tica m¨ªtica, religiosa o secular, que no es otro que el de tener presentes los valores a la vez m¨¢s abstractos y m¨¢s fundamentales del imaginario social dominante. En el caso de las piezas de arte p¨²blico oficial, su instalaci¨®n en espacios de uso colectivo est¨¢ sirviendo para rendir homenaje a la cultura y hacerlo en tanto que ¨¦sta se constituye hoy en la nueva religi¨®n de Estado.
Prevista como exaltaci¨®n de la ejemplaridad absoluta del arte y la cultura, instrumento de esclarecimiento de un espacio que tiende a la opacidad y al enmara?amiento, la obra de arte en espacios no muse¨ªsticos quiere ser punto fuerte del territorio, contribuci¨®n a la gran tarea de pol¨ªticos y urbanistas en orden a someter el espacio p¨²blico, a rebajar como sea la pluralidad y la indefinici¨®n a que tiende, aquello que Simmel hab¨ªa llamado su nerviosidad. Se trata de dotar al usuario de la calle o la plaza de elementos que le ayuden a reconocer significados adecuados en ese espacio en principio abierto y poroso, predisponerlo para ser percibido y evaluado correctamente. Eso que est¨¢ ah¨ª, dominando literalmente el paisaje, es una prueba de la calidad no s¨®lo del espacio por el que transcurre o se detiene el viandante, sino de sus administradores o propietarios. La obra de arte fuera del museo funciona entonces como un encabezamiento, un t¨ªtulo que -al igual que el nombre que se asigna al sitio- aspira a definir lo que all¨ª acontece, salvando su sentido oficial de la acci¨®n devastadora del tiempo y de las propias pr¨¢cticas urbanas, preservando y enalteciendo lo imperecedero de una determinada estructura social y pol¨ªtica.
Para eso ha tendido a servir la creaci¨®n para espacios p¨²blicos, al margen o incluso contra la voluntad de los propios creadores. Y contra todo eso se rebelan los artistas p¨²blicos que hoy aspiran a devolver el arte a la vida, a rescatarlo de los mausoleos museos y de los usufructos interesados, a convertirlo en artefacto para pensar, m¨¢quina que se transforma y transforma, objeto que se expone, en el doble sentido de que se exhibe, pero tambi¨¦n de que se arriesga, se pone en peligro.
Manuel Delgado es antrop¨®logo.
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