El rencor en su honra
En la calle madrile?a de Ferraz, entre los suyos, su mujer y sus hijas, m¨¢s toda la familia de la far¨¢ndula y de la cultura que vino despu¨¦s, y que sab¨ªa muy bien qu¨¦ clase de tipo y de genial creador se nos mor¨ªa, acab¨® sus d¨ªas Adolfo Marsillach. No s¨¦ si al cabo de los a?os habr¨¢ vivido, gozado y sufrido m¨¢s tiempo en Madrid que en su Barcelona natal, pero supongo que en todo caso su permanencia aqu¨ª obedeci¨® m¨¢s a las exigencias de su oficio que a una caprichosa elecci¨®n. Sea como fuere, Madrid sac¨® gran provecho de esa circunstancia: no s¨®lo le debemos la vuelta vigorosa a los cl¨¢sicos como una consecuencia m¨¢s de su activismo cultural incesante, sino el disfrute de su propio arte interpretativo y de direcci¨®n, as¨ª como su presencia, su disposici¨®n al debate m¨¢s inteligente en nuestros foros y la recompensa que supuso para el espectador de aqu¨ª el hecho de que la Villa fuera el escenario de sus ¨¦xitos m¨¢s notables. Nada de eso otorga a Madrid el derecho de apropi¨¢rselo, y no es ¨¦sta una ciudad que se mate por las adopciones, porque a nadie pide las credenciales cuando llega. Tampoco Marsillach era hombre que gustara de ser adoptado, y con no ser ajeno a nada, ciudadano siempre activo y comprometido, aficiones de patriota no se le conoc¨ªan.
En mi ¨²ltima y larga conversaci¨®n radiof¨®nica con ¨¦l, recuperada en estos d¨ªas, hablamos de este asunto y me record¨® el arrebato patri¨®tico, aprovechado y miserable, de un necio paisano suyo que, ante un requerimiento que se le hiciera para el Teatro Nacional de Catalu?a, no s¨®lo le negaba derechos por larga ausencia, sino que se empe?aba en que ni siquiera hablaba bien catal¨¢n, lengua suya que dominaba tanto como el castellano. Fue entonces cuando, en respuesta a aquel individuo que le espetara que la patria de un hombre es su lengua, no s¨¦ si recordando a Neruda, Adolfo respondi¨® que para ¨¦l la patria es el talento, que se sent¨ªa compatriota de los hombres que han le¨ªdo los mismos libros que ¨¦l. Un hombre as¨ª ten¨ªa que sentirse necesariamente c¨®modo en Madrid, no porque esta ciudad prodigue el mayor n¨²mero de talentos por metro cuadrado, ni porque ¨¦l tuviera la posibilidad de tratar aqu¨ª con mayor n¨²mero de lectores de los mismos libros, que tambi¨¦n los hab¨ªa y los hay, sino porque en este a veces villorrio que resiste todos los aluviones nadie repasa las adhesiones, recuenta las ausencias o excluye los acentos. Y no s¨¦ si ¨¦l sab¨ªa el entierro que quer¨ªa, como con puntilloso detallismo se deciden otros a ingresar en la inmortalidad, pero s¨ª sospecho que dej¨® dicho el que no quer¨ªa cuando dej¨® claro que al Teatro de la Comedia, donde el so?ador que lo habitaba vivi¨® buena parte de sus buenos d¨ªas en uno de sus mejores empe?os -el teatro cl¨¢sico, del que tan satisfecho se sent¨ªa- no quer¨ªa volver ni muerto. De all¨ª lo desaloj¨® el PP, nada m¨¢s llegar al Gobierno, y ¨¦l no perdon¨® nunca las malas maneras y la falta de explicaciones con que lo pusieron en la calle. No otra cosa que coherencia, pues, ha de ver uno en la ausencia en su despedida de la ministra de Educaci¨®n y Cultura, aunque no fuera ella la autora del despido. Otra cosa es que no cumpliera su papel institucional con la elegancia con que s¨ª lo hicieron Ruiz-Gallard¨®n y ?lvarez del Manzano. Y hay que reconocer al Ayuntamiento acierto en su r¨¢pida reacci¨®n para concederle la medalla de oro al M¨¦rito Art¨ªstico. Adem¨¢s, es significativo que el Espa?ol, teatro del municipio, fuera el escenario de la despedida de uno de los hombres m¨¢s poli¨¦dricos y m¨¢s inteligentes, y no es gratuito que se se?ale tanto su inteligencia, del teatro espa?ol de nuestro tiempo. Como es necesario destacar que Gustavo P¨¦rez Puig, director de aquel coliseo y no precisamente correligionario pol¨ªtico de Marsillach, pusiera tanto esmero en los detalles de la capilla ardiente. Quiz¨¢ lo normal haya pasado a ser entre nosotros la excepci¨®n, y por eso las buenas maneras en la liturgia de esta tribu tengan que ser subrayadas cuando se dan. De todos modos, los que quer¨ªan a Adolfo Marsillach lo quer¨ªan, entre otras cosas, porque no era precisamente un santo, a diferencia de otros muertos que nada m¨¢s cierran los ojos ganan en bondad. Lo quer¨ªan con su mordacidad, con su iron¨ªa l¨²cida y a veces cruel, pero esas elegantes expresiones de su talento originaban heridas que algunos tratan de cerrar con el rencor. Y porque hay rencores que honran, si ahora pudi¨¦ramos preguntarle por eso a Marsillach, primero se reir¨ªa, como siempre que o¨ªa una preguntaba que le gustaba, y despu¨¦s tratar¨ªa de mentirnos con iron¨ªa para que dud¨¢ramos de si gustaba o no de la honra del rencor, y hasta qu¨¦ punto aceptaba que este sepelio fuera el suyo.
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