La puerta secreta
Siempre me ha llamado la atenci¨®n una frase de Leonel Jospin en la que afirma que la econom¨ªa de mercado no debe significar al mismo tiempo sociedad de mercado. Hay aqu¨ª, realmente, una reflexi¨®n muy honda con la que me identifico, porque separa la paja del centeno. Pero al contrario de la propuesta de Jospin, el mercado invade cada vez m¨¢s el tejido de la sociedad, y dicta las reglas de las relaciones entre las personas, y la ¨¦tica de esas relaciones.
Cuando el Estado ha tratado de comportarse como una m¨¢quina que todo lo sabe y entiende, y se ha considerado capaz de ofrecer la felicidad total, han resultado las atrocidades m¨¢s sorprendentes. El llamado socialismo real decret¨® la supresi¨®n del mercado en el ¨¢mbito de la econom¨ªa, y de all¨ª en adelante invadi¨® todas las relaciones sociales. Hoy que se ha decretado la ausencia total del Estado en la econom¨ªa, el mercado se entroniza no s¨®lo como una deidad econ¨®mica, sino tambi¨¦n social, y utiliza su propia ret¨®rica de propaganda para justificar abusos, como antes lo hizo el socialismo real. Se vuelve un mito, y a la vez un dogma.
Es verdad que el mundo global, en el que hemos vivido con un algo de desconfianza y otro de esperanza, no puede explicarse sin el mercado y sus reglas maestras de iniciativa y competencia. El mercado, que no es nada nuevo. Pero cuando los dioses de este olimpo de la posmodernidad nos reclaman con voz de trueno la fidelidad absoluta a esas reglas porque s¨®lo el mercado traer¨¢ el bienestar y la felicidad a los m¨¢s pobres, salud y educaci¨®n para empezar, debemos ser desconfiados porque no se nos est¨¢ diciendo toda la verdad.
Son, ya se sabe, unas reglas implacables. Olvidarse para siempre del Estado 'ogro benefactor', como lo llam¨® Octavio Paz, privatizar todo en manos de las empresas que s¨ª saben c¨®mo administrar en t¨¦rminos competitivos, desmantelar las viejas estructuras asistenciales de los tiempos en que el Estado se crey¨® en el deber de ser generoso y compasivo, porque nada de eso tiene que ver con la posmodernidad a la que ansiamos entrar sin saber todav¨ªa por cu¨¢l puerta.
Como a¨²n no sabemos por cu¨¢l puerta entrar al mundo de las maravillas -y a lo mejor esa puerta es el espejo de Alicia, como ocurre siempre que se trata de fantas¨ªas-, algunos de nuestros pensadores se dedican a quejarse del pasado, y de todo lo que nuestros antepasados hicieron mal. Am¨¦rica Latina viene de un mal pensamiento, de una concepci¨®n equivocada, escuchamos repetir. No seguimos la ruta que los pa¨ªses hoy desarrollados siguieron, y nos perdimos en filosof¨ªas que s¨®lo sirvieron para estorbar nuestra marcha hacia el capitalismo. Yo prefiero leer nuestra historia en arcanos m¨¢s recientes, como el de Argentina.
Los pr¨®ceres republicanos argentinos del siglo XIX, de Sarmiento a Mitre, instaron a seguir al pie de la letra las reglas para crear la prosperidad que desde entonces promet¨ªa el capitalismo, cuando la palabra globalizaci¨®n no estaba de ninguna manera de moda, pero se cre¨ªa, en cambio, que era necesario sustituir el salvaje mundo rural atrasado por una agricultura transformadora, y que eso no podr¨ªan hacerlo sin los europeos, que entonces empezaron a ser llamados por miles hacia Argentina, como estaban siendo llamados hacia Estados Unidos.
La mayor parte de quienes atracaron en Buenos Aires eran, igual que quienes atracaron en Nueva York, pobres inmigrantes. Mucho m¨¢s analfabetos que letrados. Qu¨¦ pas¨® a partir del momento en que desembarcaron es algo que inquieta a quienes piensan en nuestro pasado equivocado, porque la econom¨ªa de la isla de Manhattan es hoy varias veces m¨¢s grande que la econom¨ªa en ruinas de toda Argentina. Yo me inquieto por algo diferente, y quiz¨¢s m¨¢s nimio. Ante la debacle presente, muchos argentinos buscan subir a los barcos en que llegaron sus antepasados desde Calabria y Galicia, para hacer el camino de vuelta y tratar de hallar seguridad all¨ª donde los suyos, muchas d¨¦cadas atr¨¢s, s¨®lo dejaron miseria.
Es que no se nos dice, al hablar de los modelos de desarrollo de Estados Unidos y de Argentina, toda la verdad. Mientras la econom¨ªa norteamericana se constru¨ªa desde dentro, aun antes de que el presidente McKinley saliera a los mares del mundo con sus acorazados de guerra, la econom¨ªa argentina estaba ya en manos de la potencia colonial m¨¢s grande de entonces, Inglaterra, que controlaba las exportaciones de tasajos y cereales, y era due?a de los barcos trasatl¨¢nticos, de los frigor¨ªficos, del gas, de la electricidad, de los bancos, de los ferrocarriles. No se trataba, pues, de una filosof¨ªa criolla equivocada desde entonces, sino de todo lo que se ocultaba debajo de aquel pensamiento de desarrollo hacia adentro que nunca se prob¨® en la realidad.
Los or¨¢culos del Primer Mundo, fil¨®sofos y economistas, que tienen entre nosotros sus seguidores fieles, nos aleccionan en el viejo mito de que cuando el agua llena la bah¨ªa, suben los barcos grandes, y tambi¨¦n los peque?os. Pero se olvidan de agregar que los barcos grandes siempre est¨¢n listos para navegar con sus m¨¢quinas a punto y sus puentes iluminados, y que los peque?os no pueden salir del puerto porque est¨¢n mal calafateados, hacen agua, y sus maquinarias son, por lo general, obsoletas. No nos est¨¢n diciendo, por tanto, toda la verdad.
Comprar y vender sin cortapisas dentro de mercados globales, cada vez m¨¢s integrados unos con otros, es una de esas puertas m¨¢gicas que se abrir¨¢ para llevarnos hacia el bienestar, escuchamos repetir. Pero d¨ªgannos toda la verdad. Los pa¨ªses m¨¢s pr¨®speros siguen siendo proteccionistas a muerte. Quieren vender todo sin barreras, pero mientras tanto alzan sus propias barreras inexpugnables, que protegen a sus agricultores y fabricantes frente a la competencia de los productos extranjeros.
Las recetas de ajuste han fracasado hasta hoy en traer bienestar, no porque sean en s¨ª malignas; desde luego que la regla de no gastar nunca m¨¢s de lo que se tiene ya nos la ense?aban nuestros abuelos, igual que la otra vieja regla, de que cuando los que gobiernan se enriquecen con desfachatez, no s¨®lo terminan por quebrar al Estado, sino, lo que es peor, por desmoralizar a la sociedad. Y hasta ahora, los organismos financieros, y los pa¨ªses ricos que patrocinan a esos organismos, han cerrado las m¨¢s de las veces los ojos frente a la corrupci¨®n depredadora.
Quiz¨¢s nuestros antepasados erraron al crear una visi¨®n ingenua del desarrollo, basado en la ret¨®rica pol¨ªtica m¨¢s que en la raz¨®n econ¨®mica. Pero el remedio no est¨¢ en esa religi¨®n fundamentalista basada en la sacralidad del mercado, no s¨®lo econ¨®mica, vuelvo, sino social. ?ste es, otra vez, un dogma. Si algo acepto del pasado, porque lo veo reflejado en el presente, es nuestra terca persistencia a vivir de los dogmas, cambiando uno por otro de signo antag¨®nico.
Han fallado los argentinos que una vez fueron ricos, y hemos fallado los nicarag¨¹enses que siempre fuimos pobres. Pero han fallado en nuestro detrimento nuestros socios los pa¨ªses ricos, no me vayan a decir que no, porque, para empezar, nunca han querido decirnos toda la verdad.
Sergio Ram¨ªrez es escritor y ha sido vicepresidente de Nicaragua. www.sergioramirez.org.ni
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