Un enemigo del pueblo
Uno. Coriolano es la cr¨®nica del resquebrajamiento de una estatua, y el dibujo casi algebraico de los vectores que inciden en su ca¨ªda. Lo extraordinario de esta tragedia dial¨¦ctica es que todos tienen raz¨®n, m¨¢s que en ninguna otra obra de Shakespeare. Por eso fascin¨® a Brecht; y por eso se monta tan poco. No hay aqu¨ª altos vuelos po¨¦ticos. No estamos 'del lado' del h¨¦roe. Aunque nos atraigan por igual su coraje que su propensi¨®n a la cat¨¢strofe, Coriolano no nos conmueve. No es un h¨¦roe l¨²cido ni reflexivo. No es un maldito alucinado, como Macbeth, o maquiav¨¦lico como Ricardo III. No tiene, en su ca¨ªda, ni la grandeza de Lear ni el angelismo de Otelo; est¨¢ m¨¢s cerca de la furia obstinada de Tim¨®n, del orgullo suicida de Ricardo II. Coriolano es, a la manera de Sartre, un drama 'de situaci¨®n', que Shakespeare plantea, desmenuza y resuelve como una ecuaci¨®n o un mecanismo. O un poliedro: durante no m¨¢s de dos horas, conoceremos y veremos los puntos de vista del arrogante Coriolano y de los plebeyos a quienes desprecia; sabremos c¨®mo se educa a un l¨ªder fascista a trav¨¦s de su madre, Volumnia; descubriremos en el patricio Menenio Agripa la esencia pragm¨¢tica (mezcla de cinismo, hipocres¨ªa y sentido com¨²n) de un pol¨ªtico nato, y percibiremos -como en La gran ilusi¨®n, de Renoir- el sentido de casta, de raza, que hermana a Coriolano con su m¨¢ximo rival, el general Tulio Aufidio, en una compleja mezcla de odio y admiraci¨®n.
Coriolano es, con Julio C¨¦sar, su pieza m¨¢s claramente pol¨ªtica, pero su lucidez amarga y su ausencia de sentimentalismo la emparenta con otra obra maestra, que, como ¨¦sta, apenas se repone: la impresionante Troilo y Cressida. Shakespeare nunca se hizo ilusiones sobre la naturaleza humana. Aqu¨ª todos manipulan a todos para lograr sus intereses; el pathos de Coriolano radica en que ¨¦l es el ¨²nico que se manipula a s¨ª mismo, v¨ªctima de su educaci¨®n y su car¨¢cter, incapaz de pactar o de volver sobre sus pasos: cuando lo hace, muere.
Coriolano es una fuerza de la naturaleza convertido en enemigo del pueblo por un pueril y enfermizo sentido del honor. H¨¦roe de mil batallas, le veremos caer dos veces, vencido por la palabra: la primera, al entrar en un juego parlamentario que ni acepta ni comprende; la segunda, despu¨¦s de su traici¨®n, al renunciar a su venganza sobre Roma. Iron¨ªa suprema de Shakespeare, en ambos casos su motivaci¨®n es la misma: el gran guerrero es un ni?o que busca, patol¨®gicamente, complacer a su madre. Al final, merced a un discurso sublime, de gran pol¨ªtica, que a¨²na emoci¨®n y ret¨®rica, Volumnia logra la salvaci¨®n del Estado a costa de la destrucci¨®n de su hijo.
Dos. Georges Lavaudant dirige este nuevo montaje de Coriolano en el Nacional de Barcelona, en espl¨¦ndida versi¨®n catalana de Joan Sellent. Como suele suceder con Shakespeare, el vigor del texto y su econom¨ªa narrativa triunfan por encima de un montaje que le va a la contra: poco imaginativo, hier¨¢tico, con una iluminaci¨®n de pel¨ªcula de terror que deja en perpetua penumbra a los int¨¦rpretes, y unos movimientos corales que parecen seguir la pauta de aquellos '15 campesinos b¨²lgaros huyendo de la vacuna' que acu?¨® Jardiel. El reparto es muy desigual. Brilla, a a?os luz de sus compa?eros, una extraordinaria Rosa Novell en el rol de Volumnia: la escena de la s¨²plica a su hijo tiene la energ¨ªa y la gama de sutilezas que deber¨ªa impregnar toda la obra. Llu¨ªs Homar (Coriolano) logra hacernos ver a su personaje, pero ver no es lo mismo que sentir. Hay m¨¢s sobriedad aqu¨ª que en su amanerado Hamlet de hace dos a?os, y much¨ªsima menos intensidad que en su portentoso Solness de la temporada anterior. Salvo en un par de escenas -la desde?osa petici¨®n de votos y la debacle final-, no vemos a un guerrero confuso que busca entenderse a s¨ª mismo, sino a un actor que busca entender a su personaje, con escasa gu¨ªa y una dicci¨®n un tanto galleante. Hay interpretaciones muy claras y limpias, como las de Jordi Banacolocha (Menenio Agripa), Carles Sales y Pep Sais (los tribunos de la plebe) o Francesc Garrido (Tulio Aufidio), y tambi¨¦n actores escandalosamente desaprovechados, como el poderoso David Selvas. El texto fluye y el montaje no aburre ni por un momento, lo cual no es poco, pero predomina una general sensaci¨®n de incomodidad, de int¨¦rpretes perdidos en una escenograf¨ªa fea, grandilocuente, acartonada y, sobre todo, banal, del mismo signo que el vestuario: ?cu¨¢ndo se convencer¨¢n algunos directores de que Shakespeare no necesita que le modernicen plantando un puente de autopista en la antigua Roma, y que vestir a senadores y plebeyos con traje y corbata ya se ha convertido en un clich¨¦ pueril? Shakespeare es una poderos¨ªsima m¨¢quina de generar sentidos e im¨¢genes. M¨¢s all¨¢ de autopistas y corbatitas, cualquiera puede situar mentalmente a Coriolano en los d¨ªas del Frente Popular, e imaginarle como un militar republicano que, por un aristocr¨¢tico sentido de clase, traiciona al Gobierno aza?ista y se une a los facciosos. O verle como una criatura de Drieu la Rochelle en plena Ocupaci¨®n, y as¨ª hasta el infinito. A su manera, y aunque transcurra mayormente en exteriores, Coriolano es un drama ¨ªntimo, y pide una concentraci¨®n de fuerzas que Lavaudant no ha sabido darle. Con todos los peros, la funci¨®n llega al espectador, y es una excelente ocasi¨®n para descubrir un Shakespeare injustamente calificado de 'menor'.
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