Alta tensi¨®n
No soy de los que participan de la inquietud creada en torno a los efectos de las antenas de telefon¨ªa que ¨²ltimamente tanto atribula a la ciudadan¨ªa en nuestro pa¨ªs. Ello no quiere decir, ni mucho menos, que milite en el convencimiento de que ese tipo de instalaciones son totalmente inocuas; simplemente, tengo la impresi¨®n que se ha creado una cierta obsesi¨®n sin que haya todav¨ªa un fundamento s¨®lido que demuestre sus efectos nocivos.
Por decirlo de otra manera objetiva y racionalmente, estoy convencido de que tengo mas riesgo de morir atropellado en la Gran Via, avenida que cruzo unas diez veces al d¨ªa, que de ponerme verde a consecuencia de las radiaciones emitidas por las antenas en cuesti¨®n. Pues bien, a pesar de ello no renuncio a cruzar una y otra vez esa calle por la sencilla raz¨®n de que lo necesito para trabajar y porque entiendo adem¨¢s que el hecho de vivir supone siempre la asunci¨®n de unos riesgos. Lo inteligente, por l¨®gica, es minimizarlos en lo posible sin llegar al extremo de convertir la vida en un asco. Ya saben que en realidad la ¨²nica manera de no correr peligro alguno es estar muerto, y de momento no tengo mucha prisa por disfrutar de tanta seguridad.
Ocurre, adem¨¢s, que la tecnolog¨ªa nos ha proporcionado en las ¨²ltimas d¨¦cadas una extensa colecci¨®n de ingenios cuyo uso cotidiano no tenemos ni la menor idea de qu¨¦ consecuencias puede tener sobre nuestro organismo. Personalmente, no me sorprender¨ªa demasiado el que un d¨ªa probaran cient¨ªficamente que la permanencia frente al ordenador provoca impotencia y trastornos en el sistema nervioso , o que la visi¨®n prolongada del programa de Jos¨¦ Luis Moreno estimula la demencia senil. Por desgracia, estamos muy lejos de conocer c¨®mo influye en el funcionamiento del cuerpo humano la utilizaci¨®n de los microondas, los m¨®viles o un simple cepillo de dientes el¨¦ctrico. De momento, la ¨²nica certeza es que esos artilugios nos hacen la vida mas c¨®moda o divertida y, por lo tanto, asumimos el riesgo de lo desconocido. Eso mismo ocurre desde hace m¨¢s de cien a?os con la electricidad. Cuando Thomas Alba Edison asombr¨® al mundo con la primera bombilla incandescente, nadie pens¨® en los problemas que podr¨ªan provocar sobre la salud los tendidos de alta tensi¨®n que necesariamente habr¨ªan de conducir esa nueva y fascinante forma de energ¨ªa. Eso era en el siglo XIX, estamos ya en el XXI y a¨²n hoy la comunidad cient¨ªfica no se pone de acuerdo en cuanto a los posibles perjuicios que una instalaci¨®n de alto voltaje puede provocar en quienes residen pr¨®ximos a ella. Lo que s¨ª est¨¢ claro es que nadie quiere tener cerca un tendido de alta tensi¨®n, primero, por si acaso, y segundo, porque afea enormemente el paisaje urbano. En este ¨²ltimo sentido no hay la menor duda del impacto ambiental que para las ciudades suponen las redes distribuidoras de energ¨ªa el¨¦ctrica. Aqu¨ª en Madrid son muchos, demasiados, los puntos donde los tendidos enmara?an el espacio a¨¦reo urbano y muy poco el esfuerzo hasta ahora realizado para soterrarlos. El coste es realmente elevado y la compa?¨ªas el¨¦ctricas escurren el bulto todo lo que pueden para gastar lo m¨ªnimo imprescindible. S¨®lo reaccionan cuando los gobiernos municipales o auton¨®micos aprietan presionados a su vez por los vecinos afectados. En este sentido hay un mandato de la Asamblea de Madrid para elaborar en el plazo de un a?o un Plan Regional de Infraestructuras El¨¦ctricas de Alta Tensi¨®n que contemple el enterramiento de la red actual. Una comisi¨®n creada al efecto sentar¨¢ a una misma mesa a las compa?¨ªas el¨¦ctricas y a los responsables de las consejer¨ªas implicadas para dise?ar ese plan. Hay quien piensa que la mejor forma de darle largas a un asunto y que se pierda en la noche de los tiempos es crear una comisi¨®n para abordarlo. Esperemos que no ocurra as¨ª en esta ocasi¨®n y aprovechen la oportunidad de trazar un plan lo suficientemente ambicioso para aprobar esa asignatura pendiente. Es una cuesti¨®n de voluntad pol¨ªtica y, sobre todo, de recursos. La econom¨ªa de las empresas el¨¦ctricas es lo suficientemente potente como para mostrarse generosa con una regi¨®n en la que tradicionalmente han hecho tan buenos negocios. No hay que satanizar las torres de alta tensi¨®n, pero habr¨¢ que reconocer que son horribles.
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