Los a?os oscuros de Cela
He llamado 'a?os oscuros' a aquellos en los que mi padre, tras el divorcio primero y la anulaci¨®n despu¨¦s del matrimonio religioso con mi madre, se mud¨® a Guadalajara, y a Madrid m¨¢s tarde, cambiando de vida y hasta de forma de ser. Son oscuros s¨®lo para m¨ª y para los amigos innumerables que dej¨® en el camino, amarrados a su primera etapa. En realidad, mi padre no fue nunca tan visible y notorio como en sus ¨²ltimos a?os, personaje permanente de la jet set y hu¨¦sped continuo de la prensa rosa. Pero al mismo tiempo esa vertiente p¨²blica se completaba con otra particular, privada, en la que a su mundo s¨®lo se ten¨ªa acceso -Dios sabr¨¢ por qu¨¦ raz¨®n- conociendo la palabra clave. Nunca me interes¨¦ por los rituales que permit¨ªan hacerse con ella, quiz¨¢ porque mi sentido de la dignidad era el que mi padre me hab¨ªa ense?ado, a sangre y fuego a veces, durante toda su vida anterior.
De mi padre se ha dicho que era altivo y humilde, desconsiderado y atento, cruel y tierno, agresivo y pac¨ªfico. Todos esos CJC existieron con certeza y costar¨ªa mucho trabajo separarlos
Me cuesta much¨ªsimo reconocer a mi padre en el personaje de las fotos de los a?os oscuros. Le ve¨ªa disfrazado con chaqueta cruzada azul marino con botones dorados, como si fuera carnaval y quisiera ir de almirante
Todos los d¨ªas, por la ma?ana y por la tarde, levantaba a mi padre de su cama a la fuerza, casi a golpes, mientras ¨¦l me insultaba con toda la riqueza que su excelente castellano le permit¨ªa
Mi padre volvi¨® a Palma en muy raras ocasiones desde entonces. Cuando naci¨® su nieta Camila. En ocasi¨®n del bautizo de la ni?a. Para recibir alg¨²n homenaje aislado, y se acab¨®. Mallorca, como qued¨® patente a la muerte de mi padre, fue borrada con meticuloso af¨¢n de su vida y, a la manera de una operaci¨®n m¨¢s de ¨¦sas que tantas veces han intentado reescribir la historia, desaparecieron de ella personas, lugares, recuerdos y afectos.
El nacimiento de Camila fue entre todas las pocas ocasiones para la vuelta a la isla, creo, la que se justific¨® de forma m¨¢s espont¨¢nea. Ya al quedar embarazada Gis¨¨le, y mientras guardaba cama por prescripci¨®n facultativa, mi padre, vecino a¨²n de La Bonanova, se hab¨ªa acercado, feliz, a nuestra casa a verla.
-Si nace un ni?o, le doy un mill¨®n de d¨®lares.
-?Y si es una ni?a? -le pregunt¨®, con muy poca guasa suiza mi mujer.
Mi padre se qued¨® pensativo, pero no por mucho tiempo.
-Si es una ni?a, la admitiremos en la familia. (...)
Poco despu¨¦s de esa visita vino la marcha de Mallorca y la transformaci¨®n, lenta primero y mucho m¨¢s r¨¢pida despu¨¦s. El crep¨²sculo cuando avanza la noche se comporta de una manera muy semejante.
Me cuesta much¨ªsimo reconocer a mi padre en el personaje de las fotos de los a?os oscuros. Le ve¨ªa disfrazado con chaqueta cruzada azul marino con botones dorados, como si fuera carnaval y quisiera ir de almirante, o llevando unos bombachos color beis y calcetines a cuadros. Le ve¨ªa con un gato en brazos, cuando antes la ¨²nica relaci¨®n que tuvo con esos pobres animales fue la de sus perros b¨®xer persigui¨¦ndolos. Le¨ªa que pon¨ªan en su boca expresiones un tanto ?o?as, de aquellas que CJC me hab¨ªa ense?ado que no deb¨ªan jam¨¢s ni insinuarse, y menos a¨²n en p¨²blico. Cambi¨® de gustos, pues, y de forma de pensar. Cruz¨® el abanico de las ideolog¨ªas para instalarse en el extremo opuesto. Se introdujo en c¨ªrculos de amistades formados por aquellas personas a las que el CJC de antes apenas hubiera atendido m¨¢s all¨¢ de un segundo. Pero lo hizo, y eso basta; de acuerdo con las reglas de juego que me leg¨®, no cabe ni el juicio, ni la cr¨ªtica, ni el reproche, porque cada cual es libre de llevar su vida hacia donde le plazca. Puede que esos cambios fuesen el resultado de una carrera hacia delante que una persona de tanto amor propio como mi padre no pod¨ªa detener, so pena de aceptar que se hab¨ªa equivocado. Puede que, muy al contrario, fuera esa vida la que quiso vivir de veras y hasta las ¨²ltimas consecuencias, porque mi padre no hac¨ªa nunca nada a medias. Puede que influyese, qui¨¦n sabe, el que Camilo Jos¨¦ Cela estuvo muy cerca de morir en el a?o 1988 y entendi¨® que se le regalaba una nueva oportunidad para ser vivida con todas sus consecuencias.
A vida o muerte
En la primavera del a?o anterior al Premio Nobel, mientras Fernando Corugedo, Emiliano Piedra y mi padre discut¨ªan en la casa de La Bonanova c¨®mo adaptar El Quijote a la televisi¨®n, CJC se sinti¨® enfermo. De ah¨ª pas¨® al quir¨®fano casi de inmediato, luego de que Jos¨¦ Caubet, uno de sus amigos m¨¢s ¨ªntimos, consultase con Alfonso Ballesteros -amigo tambi¨¦n y m¨¦dico de cabecera, en el sentido m¨¢s estricto del t¨¦rmino, de la familia- y el cirujano Miguel Llobera -?habr¨¢ que repetir que se trataba de un amigo m¨¢s de los que quedaron por el camino en los a?os oscuros?-, cu¨¢les eran las miasmas que le rondaban por las entra?as a mi padre. Los s¨ªntomas eran p¨¦simos. El doctor Llobera me lo solt¨® de sopet¨®n y sin disfraz alguno en el vest¨ªbulo de la casa de La Bonanova, lejos del cuarto desde el que mis padres pod¨ªan o¨ªrle: 'Todo apunta al c¨¢ncer'.
Una primera operaci¨®n rebaj¨® -aleluya- el diagn¨®stico al de divert¨ªculos intestinales. Pero mi padre no se recuperaba; muy al contrario, los dolores, la fiebre y el malestar iban en aumento.
En el oto?o de ese mismo a?o, creo recordar que fue en noviembre, la enfermedad hab¨ªa llegado tan lejos que mi padre se puso en manos de otro de los amigos de siempre, Jos¨¦ Luis Barros, el cirujano que le hab¨ªa disputado nada menos que al marqu¨¦s de Villaverde, el yerno de Franco, un cargo muy prestigioso. (...).
Cuando Barros examin¨® a mi padre se qued¨® preocupad¨ªsimo. La operaci¨®n era imprescindible, pero ten¨ªa que hacerse estando CJC en unas condiciones de salud p¨¦simas y sin tiempo disponible para recuperarlo. En la v¨ªspera, Jos¨¦ Luis Barros me pidi¨® que fuera a verle a su casa. Me recibi¨® con una elegant¨ªsima chaqueta de lana de cachemira (era todo un se?or que no pod¨ªa borrar el gesto de angustia de su cara). Me llev¨® a su biblioteca y all¨ª, al amparo de los libros, me lo dijo sin m¨¢s pre¨¢mbulos.
-Lo m¨¢s probable es que tu padre no salga vivo del quir¨®fano.
?Qu¨¦ cabe replicar cuando uno oye algo as¨ª? Mi reacci¨®n fue est¨²pida. Dije que no, que deb¨ªa haber alg¨²n error, que eso no pod¨ªa ser posible, que mi padre era toda una fuerza de la naturaleza. Jos¨¦ Luis me mir¨® con l¨¢stima.
-Sus pulmones est¨¢n casi inutilizados. Menos mal que le hice una radiograf¨ªa de t¨®rax. Es un disparate operarle, pero no podemos perder ni un solo d¨ªa m¨¢s porque el riesgo de peritonitis es muy alto. Es muy posible que se muera de todas formas.
No me atrev¨ª a dec¨ªrselo a mi madre, que se hab¨ªa trasladado conmigo hasta Madrid para estar con CJC en los momentos m¨¢s dif¨ªciles, pero tampoco era cosa de ocultarle lo que parec¨ªa inevitable. Opt¨¦ por echar mano de mi ¨¦poca de ingeniero y acudir a los n¨²meros, que todo lo confunden. Le dije que hab¨ªa unas probabilidades del 50% de que se salvase. (...)
Barros me pidi¨® que no me moviese de la puerta del quir¨®fano mientras operaba a mi padre, que entr¨® all¨ª con la cara de un color gris ceniza jam¨¢s visto antes en quien era todo empuje, todo vida. Cosa de una hora m¨¢s tarde el cirujano me pas¨® un bote de vidrio metido dentro de una bolsa de pl¨¢stico. Conten¨ªa una muestra del tejido enfermo del intestino de mi padre. En la cl¨ªnica de la calle de Juan Bravo no dispon¨ªan de los medios precisos para analizarlo y yo ten¨ªa que cruzar Madrid hasta un hospital m¨¢s grande en busca de un departamento con laboratorios capaces de lograr un diagn¨®stico r¨¢pido. Mi padre iba a permanecer con el vientre abierto en la mesa de operaciones entre tanto.
Es una pesadilla que vuelve a veces: el recuerdo de mis prisas angustiadas recorriendo Madrid en una noche de lluvia, la imposibilidad de encontrar un aparcamiento a mano, la llegada a la sala de urgencias en la que, a cada instante, acud¨ªa una ambulancia -un navajazo, un accidente de tr¨¢fico, una sobredosis- y donde nadie sab¨ªa darme raz¨®n del m¨¦dico que yo buscaba. Result¨® estar en el departamento de necrolog¨ªa. ?Vaya augurio! Media hora m¨¢s tarde, con la noticia magn¨ªfica de que no hab¨ªa tumor alguno en la muestra, me result¨® dificil¨ªsimo dar con un tel¨¦fono, y al toparme con ¨¦l represent¨¦ toda la secuencia de la histeria: los duros no entraban, la l¨ªnea no sonaba, los dedos no acertaban a marcar el n¨²mero escrito en el papel, que apenas ve¨ªa en la penumbra. Pero la moneda en el aire hab¨ªa ca¨ªdo del lado de la absoluci¨®n, al menos moment¨¢nea.
Tara heredada
No me arrepiento de mis nervios y de mi poca serenidad en aquella noche. No puedo: se trata tambi¨¦n de una tara heredada. Cuando en los a?os cincuenta, ya en Mallorca, mi madre sufri¨® un colapso que la llev¨® al borde del cementerio, la reacci¨®n de CJC fue la de encerrarse bajo llave en el enorme cuarto de ba?o de la casa de Jos¨¦ Villalonga y ponerse all¨ª a dar vueltas, una tras otra, mientras Charo yac¨ªa en el suelo de su cuarto.
Tras la operaci¨®n a cara o cruz de CJC sigui¨® a lo largo de semanas la recuperaci¨®n del enfermo, con su cuerpo machacado por dos operaciones en pocos meses y unos pulmones apenas capaces de oxigenar la sangre. Jos¨¦ Luis Barros fue, una vez m¨¢s, claro y terminante.
-El riesgo contin¨²a. (...)
Ah¨ª me qued¨¦, pues, de enfermero a la fuerza con el enfermo peor que pueda imaginarse. Todos los d¨ªas, por la ma?ana y por la tarde, levantaba a mi padre de su cama a la fuerza, casi a golpes, mientras ¨¦l me insultaba con toda la riqueza que su excelente castellano le permit¨ªa. Los enormes dolores que le produc¨ªa el caminar no le apagaban la voz. Se lamentaba de haberme engendrado, de que yo no estuviese ejerciendo de ingeniero en Siberia, de haberse dejado olvidada su bayoneta en Palma... (...)
Mi madre no estuvo de continuo junto a la cama de convaleciente de mi padre. Se retiraba todos los d¨ªas durante un rato para que ocupase su lugar otra persona. Despu¨¦s, al ser CJC dado de alta, mi madre volvi¨® a La Bonanova sola, en silencio y sin una palabra de reproche. Jam¨¢s sali¨® de su boca ning¨²n juicio adverso ni el m¨¢s m¨ªnimo signo de condena. Los muchos golpes que siguieron los vivi¨® callada, guard¨¢ndose para s¨ª sus pensamientos de los m¨¢s de cuarenta a?os de su vida con CJC. S¨®lo en una ocasi¨®n, bajo el acoso de un miserable que se col¨® en su casa porque un idiota -yo- le dej¨® pasar bajo la promesa de que s¨®lo quer¨ªa saludar a quien era una antigua amiga suya, salieron a la luz unas palabras en las que mi madre se permiti¨® bajar la guardia, confesando o quiz¨¢ imaginando que las infidelidades fueron en su matrimonio lugar com¨²n. Por una vez le gan¨® el orgullo de mujer abandonada.
Despu¨¦s, el silencio. Silencio de ella al que debo yo hacer justicia ahora con mi propia mudez. Los a?os oscuros deben permanecer as¨ª, en la penumbra en que se mantuvieron hasta el d¨ªa 17 de enero de 2002, el d¨ªa en que cumpl¨ªa yo cincuenta y seis a?os. El d¨ªa en que se muri¨® mi padre.
(...) La tarde anterior, mi t¨ªo Jorge y mi t¨ªa Maruxa me hab¨ªan advertido ya acerca de que la muerte de mi padre era inminente, pero no es posible estar preparado para recibir una noticia as¨ª. La necesidad de agarrarse a la esperanza nos hab¨ªa llevado a Jorge y a m¨ª a tramar un plan de rocambolesca conspiraci¨®n: en cuanto mi padre se recuperase un poco, lo bastante como para recobrar la consciencia, Jorge iba a colar a mi hija Camila en su habitaci¨®n. Dec¨ªa mi t¨ªo que nadie habr¨ªa de reconocerla; seguro que lograba llevarla hasta delante de su abuelo. No hubo tiempo. Horas despu¨¦s de tramar el plan, mi padre dec¨ªa basta.
El entierro
El ata¨²d no es de madera de boj, pero pesa como si lo fuese, como si hubiera de hundirse hasta el fondo en las aguas de la mar terrible de la Costa de la Muerte. M¨¢s de una vez, en el trayecto que va desde el altar de la colegiata de Iria Flavia hasta el cementerio, al pie del olivo donde mi padre eligi¨® yacer para siempre, las fuerzas flaquean, aunque en el ¨²ltimo momento un ¨¢ngel acude arrimando el hombro para ahuyentar la cat¨¢strofe.
El orvallo cae empapando tumbas, losas, ¨¢rboles y gentes con la mansedumbre que le sirve de tel¨®n de fondo a la Mazurca para dos muertos. Dicen que hab¨ªa ministros all¨ª, aunque yo apenas los viese. Uno de ellos -no era Federico Trillo, ni tampoco Pilar del Castillo- o quiz¨¢ uno de sus acompa?antes refunfu?a porque teme que la caladura se vuelva pulmon¨ªa al cabo. Pero eso no le preocupa a las gentes del pueblo de Padr¨®n, mudas y quietas, que llevan horas de pie bajo la lluvia para darle el ¨²ltimo adi¨®s a CJC, al ni?o aquel que sali¨® de Iria con muy pocos a?os y a su vuelta llevaba el zurr¨®n lleno de premios y los estantes repletos de las ediciones de sus libros (...).
La luz perdida todo el d¨ªa entre la neblina desaparece con el ¨²ltimo sol, que m¨¢s all¨¢ de los campos besa el horizonte al mismo ritmo en que el ata¨²d entra en la tumba. De pronto, el sacerdote que ha oficiado el funeral, el padre Xos¨¦ Isorna, detiene a los sepultureros. Hay un clavel blanco, solitario, abandonado sobre la caja mortuoria. El sacerdote lo coge, nos mira, viene hacia m¨ª, me abraza y me lo da. (...)
Aquella tarde estaban en Iria amigos muy cercanos -Miquel Roca, Lloren? Huguet, Margalida Gili, venidos desde Palma; Paco Mart¨ªnez y su mujer, Ester, de Madrid; Salvador Maresca, de Barcelona, que ayudaron a Gis¨¨le, mi mujer, a mantenerme firme en los momentos m¨¢s dif¨ªciles de todos. (...). El intento de impedirme que entrase, primero, en la fundaci¨®n CJC, y luego, en la iglesia. La ausencia de mi nombre entre las etiquetas que indicaban los lugares asignados a la familia. El sofoco de la jefa de protocolo reclam¨¢ndome que me fuese de all¨ª, que yo no figuraba en la lista. La firmeza de Gis¨¨le al decir que de ah¨ª no me mov¨ªa nadie. (...).
En los d¨ªas que siguieron a su muerte fueron muchos los que me pidieron que hiciese una semblanza de mi padre. Este libro renovado es una buena respuesta. Si hubiera que resumirlo, a t¨ªtulo de conclusi¨®n, cabr¨ªa decir que hubo diversos Camilo Jos¨¦ Cela metidos en el cuerpo de uno ¨²nico, distintos Cela ocultos bajo un mismo ropaje. De mi padre se ha dicho que era altivo y humilde, desconsiderado y atento, cruel y tierno, agresivo y pac¨ªfico. Todos esos CJC existieron con certeza y costar¨ªa mucho trabajo separarlos, porque no existe prisma alguno capaz de descomponer la naturaleza humana en sus colores elementales. Para m¨ª, sin embargo, hubo un solo Camilo Jos¨¦ Cela: mi padre. Lo fue en los momentos buenos y en los malos, en los d¨ªas de euforia y en los de la mayor amargura, cuando est¨¢bamos juntos y cuando nos separamos. En cierto modo, el Camilo Jos¨¦ Cela que yo conoc¨ªa, aqu¨¦l con el que conviv¨ª durante m¨¢s de cuarenta a?os, muri¨® en la mesa de operaciones; Jos¨¦ Luis Barros no pudo salvarle. El que qued¨® vivo se transform¨® hasta perder en apariencia todo lo de aquel vagabundo pobre y sucio que se pate¨® Castilla entera, y el Pirineo, y las tierras andaluzas, y los montes de Galicia, para dar fe de unas gentes sencillas y entra?ables, de unos hombres, unas mujeres y unos ni?os que se convirtieron, lo quisieran o no, en sus personajes.
Es oportuna una semblanza final, un remate apto para lectores perezosos. Pero, ?qu¨¦ puedes decir de tu padre muerto, cuando son selvas enteras de tinta, de papel, de celuloide, las que se acumularon desde la ma?ana aquella en que Camilo Jos¨¦ Cela pas¨® a la historia de forma definitiva esta vez? En Oficio de tinieblas, la novela que escribi¨® mi padre sepultado dentro de un caj¨®n de tela negra que le ocultaba cuanta imagen existiese a su alcance, puede leerse una m¨®nada estremecedora, la que lleva el n¨²mero 538. En ella dice Camilo Jos¨¦ Cela lo que sigue: 'No aplaudas la resplandecedora turba de los sepultureros borrachos de ginebra en su desfile bien ensayado / no a?adas resplandor al resplandor ni sumes turbiedad a la turbiedad / la historia no empieza a una se?al como las carreras de caballos'. (...)
Hagamos acto de fe -Camilo Jos¨¦ Cela fue un escritor que sobrevivir¨¢ a las cenizas de los fastos-, de esperanza -a CJC le leer¨¢n a lo largo de varios de los siglos venideros- y de caridad -ninguno de los lectores de entonces tendr¨¢ por qu¨¦ cargar con el personaje artificioso, con el mu?eco irreconocible en que lo convirtieron, con firme voluntad y prop¨®sitos nada ocultos, aqu¨¦llos a los que los dioses (conf¨ªo) habr¨¢n cegado ya. (...)
Cuarenta a?os m¨¢s tarde al vagabundo lo corona el rey de Suecia con los laureles m¨¢s preciados que existen en el mundo de la literatura. No lleva ya la mochila, ni la boina, ni la bota a la cintura. Ha desaparecido la bayoneta rescatada de las trincheras de la guerra civil y tambi¨¦n la bolsa con el pedernal y la yesca para encender los pitillos liados a mano. Ni atisbo queda de las botas aquellas de las siete leguas que cruzaron Espa?a toda, desde los Pirineos a las costas cercanas a ?frica. Miremos con cuidado las fotograf¨ªas, s¨®lo aparece en ellas un leve detalle de inconformismo: la pajarita negra all¨ª donde el protocolo impone una blanca. Pero ni siquiera eso es signo de desaf¨ªo; supone s¨®lo el testimonio del privilegio porque la Real Academia Espa?ola concede la bula de la corbata enlutada. ?Es pese a todo el mismo escritor de siempre? Cuando buscas la respuesta a una pregunta as¨ª se debe mirar a los ojos. Yo, en aquel instante, lo intent¨¦, pero no pude encontrarlos.
Los premios avanzan. El Pr¨ªncipe de Asturias. El Cervantes. Incluso alguno de aquellos a los que el vagabundo de siempre no alud¨ªa si no era con el desprecio colgado de sus palabras. ?Qu¨¦ sorpresa! ?Puede cambiar tanto un hombre? ?Tan grandes llegan a ser sus vaivenes? ?Tan estremecedora la vuelta del rev¨¦s de sus ropajes?
La fe se agota. Intentemos con la esperanza.
El inmortal
Quiere el t¨®pico que los escritores sean inmortales en la medida en que se eternizan por medio de sus p¨¢ginas. Apostemos, pues, por ese signo esperanzador de un futuro cierto. ?Cu¨¢les son los libros de Camilo Jos¨¦ Cela que no habr¨¢n de morir nunca? ?Los del vagabundo o los amparados bajo el escudo nobiliario? ?Los que se escribieron en las ¨¦pocas de estrecheces o los que derivaron del Premio Nobel? ?Los que sal¨ªan de los caminos y los bosques o los que fueron goteando desde las entra?as de la jaula de oro, cerrada a cal y canto con unos barrotes que dejaban fuera a sus amigos de anta?o? Se admiten apuestas, aunque ni el mayor tah¨²r del mundo se atrever¨ªa a aceptarlas sin que se le cayera la cara de verg¨¹enza. Apostar es, en ese terreno, como dispararle a un pajarillo detenido en el suelo porque se ha quebrado un ala.
? Temas de Hoy.He llamado 'a?os oscuros' a aquellos en los que mi padre, tras el divorcio primero y la anulaci¨®n despu¨¦s del matrimonio religioso con mi madre, se mud¨® a Guadalajara, y a Madrid m¨¢s tarde, cambiando de vida y hasta de forma de ser. Son oscuros s¨®lo para m¨ª y para los amigos innumerables que dej¨® en el camino, amarrados a su primera etapa. En realidad, mi padre no fue nunca tan visible y notorio como en sus ¨²ltimos a?os, personaje permanente de la jet set y hu¨¦sped continuo de la prensa rosa. Pero al mismo tiempo esa vertiente p¨²blica se completaba con otra particular, privada, en la que a su mundo s¨®lo se ten¨ªa acceso -Dios sabr¨¢ por qu¨¦ raz¨®n- conociendo la palabra clave. Nunca me interes¨¦ por los rituales que permit¨ªan hacerse con ella, quiz¨¢ porque mi sentido de la dignidad era el que mi padre me hab¨ªa ense?ado, a sangre y fuego a veces, durante toda su vida anterior.
Mi padre volvi¨® a Palma en muy raras ocasiones desde entonces. Cuando naci¨® su nieta Camila. En ocasi¨®n del bautizo de la ni?a. Para recibir alg¨²n homenaje aislado, y se acab¨®. Mallorca, como qued¨® patente a la muerte de mi padre, fue borrada con meticuloso af¨¢n de su vida y, a la manera de una operaci¨®n m¨¢s de ¨¦sas que tantas veces han intentado reescribir la historia, desaparecieron de ella personas, lugares, recuerdos y afectos.
El nacimiento de Camila fue entre todas las pocas ocasiones para la vuelta a la isla, creo, la que se justific¨® de forma m¨¢s espont¨¢nea. Ya al quedar embarazada Gis¨¨le, y mientras guardaba cama por prescripci¨®n facultativa, mi padre, vecino a¨²n de La Bonanova, se hab¨ªa acercado, feliz, a nuestra casa a verla.
-Si nace un ni?o, le doy un mill¨®n de d¨®lares.
-?Y si es una ni?a? -le pregunt¨®, con muy poca guasa suiza mi mujer.
Mi padre se qued¨® pensativo, pero no por mucho tiempo.
-Si es una ni?a, la admitiremos en la familia. (...)
Poco despu¨¦s de esa visita vino la marcha de Mallorca y la transformaci¨®n, lenta primero y mucho m¨¢s r¨¢pida despu¨¦s. El crep¨²sculo cuando avanza la noche se comporta de una manera muy semejante.
Me cuesta much¨ªsimo reconocer a mi padre en el personaje de las fotos de los a?os oscuros. Le ve¨ªa disfrazado con chaqueta cruzada azul marino con botones dorados, como si fuera carnaval y quisiera ir de almirante, o llevando unos bombachos color beis y calcetines a cuadros. Le ve¨ªa con un gato en brazos, cuando antes la ¨²nica relaci¨®n que tuvo con esos pobres animales fue la de sus perros b¨®xer persigui¨¦ndolos. Le¨ªa que pon¨ªan en su boca expresiones un tanto ?o?as, de aquellas que CJC me hab¨ªa ense?ado que no deb¨ªan jam¨¢s ni insinuarse, y menos a¨²n en p¨²blico. Cambi¨® de gustos, pues, y de forma de pensar. Cruz¨® el abanico de las ideolog¨ªas para instalarse en el extremo opuesto. Se introdujo en c¨ªrculos de amistades formados por aquellas personas a las que el CJC de antes apenas hubiera atendido m¨¢s all¨¢ de un segundo. Pero lo hizo, y eso basta; de acuerdo con las reglas de juego que me leg¨®, no cabe ni el juicio, ni la cr¨ªtica, ni el reproche, porque cada cual es libre de llevar su vida hacia donde le plazca. Puede que esos cambios fuesen el resultado de una carrera hacia delante que una persona de tanto amor propio como mi padre no pod¨ªa detener, so pena de aceptar que se hab¨ªa equivocado. Puede que, muy al contrario, fuera esa vida la que quiso vivir de veras y hasta las ¨²ltimas consecuencias, porque mi padre no hac¨ªa nunca nada a medias. Puede que influyese, qui¨¦n sabe, el que Camilo Jos¨¦ Cela estuvo muy cerca de morir en el a?o 1988 y entendi¨® que se le regalaba una nueva oportunidad para ser vivida con todas sus consecuencias.
A vida o muerte
En la primavera del a?o anterior al Premio Nobel, mientras Fernando Corugedo, Emiliano Piedra y mi padre discut¨ªan en la casa de La Bonanova c¨®mo adaptar El Quijote a la televisi¨®n, CJC se sinti¨® enfermo. De ah¨ª pas¨® al quir¨®fano casi de inmediato, luego de que Jos¨¦ Caubet, uno de sus amigos m¨¢s ¨ªntimos, consultase con Alfonso Ballesteros -amigo tambi¨¦n y m¨¦dico de cabecera, en el sentido m¨¢s estricto del t¨¦rmino, de la familia- y el cirujano Miguel Llobera -?habr¨¢ que repetir que se trataba de un amigo m¨¢s de los que quedaron por el camino en los a?os oscuros?-, cu¨¢les eran las miasmas que le rondaban por las entra?as a mi padre. Los s¨ªntomas eran p¨¦simos. El doctor Llobera me lo solt¨® de sopet¨®n y sin disfraz alguno en el vest¨ªbulo de la casa de La Bonanova, lejos del cuarto desde el que mis padres pod¨ªan o¨ªrle: 'Todo apunta al c¨¢ncer'.
Una primera operaci¨®n rebaj¨® -aleluya- el diagn¨®stico al de divert¨ªculos intestinales. Pero mi padre no se recuperaba; muy al contrario, los dolores, la fiebre y el malestar iban en aumento.
En el oto?o de ese mismo a?o, creo recordar que fue en noviembre, la enfermedad hab¨ªa llegado tan lejos que mi padre se puso en manos de otro de los amigos de siempre, Jos¨¦ Luis Barros, el cirujano que le hab¨ªa disputado nada menos que al marqu¨¦s de Villaverde, el yerno de Franco, un cargo muy prestigioso. (...).
Cuando Barros examin¨® a mi padre se qued¨® preocupad¨ªsimo. La operaci¨®n era imprescindible, pero ten¨ªa que hacerse estando CJC en unas condiciones de salud p¨¦simas y sin tiempo disponible para recuperarlo. En la v¨ªspera, Jos¨¦ Luis Barros me pidi¨® que fuera a verle a su casa. Me recibi¨® con una elegant¨ªsima chaqueta de lana de cachemira (era todo un se?or que no pod¨ªa borrar el gesto de angustia de su cara). Me llev¨® a su biblioteca y all¨ª, al amparo de los libros, me lo dijo sin m¨¢s pre¨¢mbulos.
-Lo m¨¢s probable es que tu padre no salga vivo del quir¨®fano.
?Qu¨¦ cabe replicar cuando uno oye algo as¨ª? Mi reacci¨®n fue est¨²pida. Dije que no, que deb¨ªa haber alg¨²n error, que eso no pod¨ªa ser posible, que mi padre era toda una fuerza de la naturaleza. Jos¨¦ Luis me mir¨® con l¨¢stima.
-Sus pulmones est¨¢n casi inutilizados. Menos mal que le hice una radiograf¨ªa de t¨®rax. Es un disparate operarle, pero no podemos perder ni un solo d¨ªa m¨¢s porque el riesgo de peritonitis es muy alto. Es muy posible que se muera de todas formas.
No me atrev¨ª a dec¨ªrselo a mi madre, que se hab¨ªa trasladado conmigo hasta Madrid para estar con CJC en los momentos m¨¢s dif¨ªciles, pero tampoco era cosa de ocultarle lo que parec¨ªa inevitable. Opt¨¦ por echar mano de mi ¨¦poca de ingeniero y acudir a los n¨²meros, que todo lo confunden. Le dije que hab¨ªa unas probabilidades del 50% de que se salvase. (...)
Barros me pidi¨® que no me moviese de la puerta del quir¨®fano mientras operaba a mi padre, que entr¨® all¨ª con la cara de un color gris ceniza jam¨¢s visto antes en quien era todo empuje, todo vida. Cosa de una hora m¨¢s tarde el cirujano me pas¨® un bote de vidrio metido dentro de una bolsa de pl¨¢stico. Conten¨ªa una muestra del tejido enfermo del intestino de mi padre. En la cl¨ªnica de la calle de Juan Bravo no dispon¨ªan de los medios precisos para analizarlo y yo ten¨ªa que cruzar Madrid hasta un hospital m¨¢s grande en busca de un departamento con laboratorios capaces de lograr un diagn¨®stico r¨¢pido. Mi padre iba a permanecer con el vientre abierto en la mesa de operaciones entre tanto.
Es una pesadilla que vuelve a veces: el recuerdo de mis prisas angustiadas recorriendo Madrid en una noche de lluvia, la imposibilidad de encontrar un aparcamiento a mano, la llegada a la sala de urgencias en la que, a cada instante, acud¨ªa una ambulancia -un navajazo, un accidente de tr¨¢fico, una sobredosis- y donde nadie sab¨ªa darme raz¨®n del m¨¦dico que yo buscaba. Result¨® estar en el departamento de necrolog¨ªa. ?Vaya augurio! Media hora m¨¢s tarde, con la noticia magn¨ªfica de que no hab¨ªa tumor alguno en la muestra, me result¨® dificil¨ªsimo dar con un tel¨¦fono, y al toparme con ¨¦l represent¨¦ toda la secuencia de la histeria: los duros no entraban, la l¨ªnea no sonaba, los dedos no acertaban a marcar el n¨²mero escrito en el papel, que apenas ve¨ªa en la penumbra. Pero la moneda en el aire hab¨ªa ca¨ªdo del lado de la absoluci¨®n, al menos moment¨¢nea.
Tara heredada
No me arrepiento de mis nervios y de mi poca serenidad en aquella noche. No puedo: se trata tambi¨¦n de una tara heredada. Cuando en los a?os cincuenta, ya en Mallorca, mi madre sufri¨® un colapso que la llev¨® al borde del cementerio, la reacci¨®n de CJC fue la de encerrarse bajo llave en el enorme cuarto de ba?o de la casa de Jos¨¦ Villalonga y ponerse all¨ª a dar vueltas, una tras otra, mientras Charo yac¨ªa en el suelo de su cuarto.
Tras la operaci¨®n a cara o cruz de CJC sigui¨® a lo largo de semanas la recuperaci¨®n del enfermo, con su cuerpo machacado por dos operaciones en pocos meses y unos pulmones apenas capaces de oxigenar la sangre. Jos¨¦ Luis Barros fue, una vez m¨¢s, claro y terminante.
-El riesgo contin¨²a. (...)
Ah¨ª me qued¨¦, pues, de enfermero a la fuerza con el enfermo peor que pueda imaginarse. Todos los d¨ªas, por la ma?ana y por la tarde, levantaba a mi padre de su cama a la fuerza, casi a golpes, mientras ¨¦l me insultaba con toda la riqueza que su excelente castellano le permit¨ªa. Los enormes dolores que le produc¨ªa el caminar no le apagaban la voz. Se lamentaba de haberme engendrado, de que yo no estuviese ejerciendo de ingeniero en Siberia, de haberse dejado olvidada su bayoneta en Palma... (...)
Mi madre no estuvo de continuo junto a la cama de convaleciente de mi padre. Se retiraba todos los d¨ªas durante un rato para que ocupase su lugar otra persona. Despu¨¦s, al ser CJC dado de alta, mi madre volvi¨® a La Bonanova sola, en silencio y sin una palabra de reproche. Jam¨¢s sali¨® de su boca ning¨²n juicio adverso ni el m¨¢s m¨ªnimo signo de condena. Los muchos golpes que siguieron los vivi¨® callada, guard¨¢ndose para s¨ª sus pensamientos de los m¨¢s de cuarenta a?os de su vida con CJC. S¨®lo en una ocasi¨®n, bajo el acoso de un miserable que se col¨® en su casa porque un idiota -yo- le dej¨® pasar bajo la promesa de que s¨®lo quer¨ªa saludar a quien era una antigua amiga suya, salieron a la luz unas palabras en las que mi madre se permiti¨® bajar la guardia, confesando o quiz¨¢ imaginando que las infidelidades fueron en su matrimonio lugar com¨²n. Por una vez le gan¨® el orgullo de mujer abandonada.
Despu¨¦s, el silencio. Silencio de ella al que debo yo hacer justicia ahora con mi propia mudez. Los a?os oscuros deben permanecer as¨ª, en la penumbra en que se mantuvieron hasta el d¨ªa 17 de enero de 2002, el d¨ªa en que cumpl¨ªa yo cincuenta y seis a?os. El d¨ªa en que se muri¨® mi padre.
(...) La tarde anterior, mi t¨ªo Jorge y mi t¨ªa Maruxa me hab¨ªan advertido ya acerca de que la muerte de mi padre era inminente, pero no es posible estar preparado para recibir una noticia as¨ª. La necesidad de agarrarse a la esperanza nos hab¨ªa llevado a Jorge y a m¨ª a tramar un plan de rocambolesca conspiraci¨®n: en cuanto mi padre se recuperase un poco, lo bastante como para recobrar la consciencia, Jorge iba a colar a mi hija Camila en su habitaci¨®n. Dec¨ªa mi t¨ªo que nadie habr¨ªa de reconocerla; seguro que lograba llevarla hasta delante de su abuelo. No hubo tiempo. Horas despu¨¦s de tramar el plan, mi padre dec¨ªa basta.
El entierro
El ata¨²d no es de madera de boj, pero pesa como si lo fuese, como si hubiera de hundirse hasta el fondo en las aguas de la mar terrible de la Costa de la Muerte. M¨¢s de una vez, en el trayecto que va desde el altar de la colegiata de Iria Flavia hasta el cementerio, al pie del olivo donde mi padre eligi¨® yacer para siempre, las fuerzas flaquean, aunque en el ¨²ltimo momento un ¨¢ngel acude arrimando el hombro para ahuyentar la cat¨¢strofe.
El orvallo cae empapando tumbas, losas, ¨¢rboles y gentes con la mansedumbre que le sirve de tel¨®n de fondo a la Mazurca para dos muertos. Dicen que hab¨ªa ministros all¨ª, aunque yo apenas los viese. Uno de ellos -no era Federico Trillo, ni tampoco Pilar del Castillo- o quiz¨¢ uno de sus acompa?antes refunfu?a porque teme que la caladura se vuelva pulmon¨ªa al cabo. Pero eso no le preocupa a las gentes del pueblo de Padr¨®n, mudas y quietas, que llevan horas de pie bajo la lluvia para darle el ¨²ltimo adi¨®s a CJC, al ni?o aquel que sali¨® de Iria con muy pocos a?os y a su vuelta llevaba el zurr¨®n lleno de premios y los estantes repletos de las ediciones de sus libros (...).
La luz perdida todo el d¨ªa entre la neblina desaparece con el ¨²ltimo sol, que m¨¢s all¨¢ de los campos besa el horizonte al mismo ritmo en que el ata¨²d entra en la tumba. De pronto, el sacerdote que ha oficiado el funeral, el padre Xos¨¦ Isorna, detiene a los sepultureros. Hay un clavel blanco, solitario, abandonado sobre la caja mortuoria. El sacerdote lo coge, nos mira, viene hacia m¨ª, me abraza y me lo da. (...)
Aquella tarde estaban en Iria amigos muy cercanos -Miquel Roca, Lloren? Huguet, Margalida Gili, venidos desde Palma; Paco Mart¨ªnez y su mujer, Ester, de Madrid; Salvador Maresca, de Barcelona, que ayudaron a Gis¨¨le, mi mujer, a mantenerme firme en los momentos m¨¢s dif¨ªciles de todos. (...). El intento de impedirme que entrase, primero, en la fundaci¨®n CJC, y luego, en la iglesia. La ausencia de mi nombre entre las etiquetas que indicaban los lugares asignados a la familia. El sofoco de la jefa de protocolo reclam¨¢ndome que me fuese de all¨ª, que yo no figuraba en la lista. La firmeza de Gis¨¨le al decir que de ah¨ª no me mov¨ªa nadie. (...).
En los d¨ªas que siguieron a su muerte fueron muchos los que me pidieron que hiciese una semblanza de mi padre. Este libro renovado es una buena respuesta. Si hubiera que resumirlo, a t¨ªtulo de conclusi¨®n, cabr¨ªa decir que hubo diversos Camilo Jos¨¦ Cela metidos en el cuerpo de uno ¨²nico, distintos Cela ocultos bajo un mismo ropaje. De mi padre se ha dicho que era altivo y humilde, desconsiderado y atento, cruel y tierno, agresivo y pac¨ªfico. Todos esos CJC existieron con certeza y costar¨ªa mucho trabajo separarlos, porque no existe prisma alguno capaz de descomponer la naturaleza humana en sus colores elementales. Para m¨ª, sin embargo, hubo un solo Camilo Jos¨¦ Cela: mi padre. Lo fue en los momentos buenos y en los malos, en los d¨ªas de euforia y en los de la mayor amargura, cuando est¨¢bamos juntos y cuando nos separamos. En cierto modo, el Camilo Jos¨¦ Cela que yo conoc¨ªa, aqu¨¦l con el que conviv¨ª durante m¨¢s de cuarenta a?os, muri¨® en la mesa de operaciones; Jos¨¦ Luis Barros no pudo salvarle. El que qued¨® vivo se transform¨® hasta perder en apariencia todo lo de aquel vagabundo pobre y sucio que se pate¨® Castilla entera, y el Pirineo, y las tierras andaluzas, y los montes de Galicia, para dar fe de unas gentes sencillas y entra?ables, de unos hombres, unas mujeres y unos ni?os que se convirtieron, lo quisieran o no, en sus personajes.
Es oportuna una semblanza final, un remate apto para lectores perezosos. Pero, ?qu¨¦ puedes decir de tu padre muerto, cuando son selvas enteras de tinta, de papel, de celuloide, las que se acumularon desde la ma?ana aquella en que Camilo Jos¨¦ Cela pas¨® a la historia de forma definitiva esta vez? En Oficio de tinieblas, la novela que escribi¨® mi padre sepultado dentro de un caj¨®n de tela negra que le ocultaba cuanta imagen existiese a su alcance, puede leerse una m¨®nada estremecedora, la que lleva el n¨²mero 538. En ella dice Camilo Jos¨¦ Cela lo que sigue: 'No aplaudas la resplandecedora turba de los sepultureros borrachos de ginebra en su desfile bien ensayado / no a?adas resplandor al resplandor ni sumes turbiedad a la turbiedad / la historia no empieza a una se?al como las carreras de caballos'. (...)
Hagamos acto de fe -Camilo Jos¨¦ Cela fue un escritor que sobrevivir¨¢ a las cenizas de los fastos-, de esperanza -a CJC le leer¨¢n a lo largo de varios de los siglos venideros- y de caridad -ninguno de los lectores de entonces tendr¨¢ por qu¨¦ cargar con el personaje artificioso, con el mu?eco irreconocible en que lo convirtieron, con firme voluntad y prop¨®sitos nada ocultos, aqu¨¦llos a los que los dioses (conf¨ªo) habr¨¢n cegado ya. (...)
Cuarenta a?os m¨¢s tarde al vagabundo lo corona el rey de Suecia con los laureles m¨¢s preciados que existen en el mundo de la literatura. No lleva ya la mochila, ni la boina, ni la bota a la cintura. Ha desaparecido la bayoneta rescatada de las trincheras de la guerra civil y tambi¨¦n la bolsa con el pedernal y la yesca para encender los pitillos liados a mano. Ni atisbo queda de las botas aquellas de las siete leguas que cruzaron Espa?a toda, desde los Pirineos a las costas cercanas a ?frica. Miremos con cuidado las fotograf¨ªas, s¨®lo aparece en ellas un leve detalle de inconformismo: la pajarita negra all¨ª donde el protocolo impone una blanca. Pero ni siquiera eso es signo de desaf¨ªo; supone s¨®lo el testimonio del privilegio porque la Real Academia Espa?ola concede la bula de la corbata enlutada. ?Es pese a todo el mismo escritor de siempre? Cuando buscas la respuesta a una pregunta as¨ª se debe mirar a los ojos. Yo, en aquel instante, lo intent¨¦, pero no pude encontrarlos.
Los premios avanzan. El Pr¨ªncipe de Asturias. El Cervantes. Incluso alguno de aquellos a los que el vagabundo de siempre no alud¨ªa si no era con el desprecio colgado de sus palabras. ?Qu¨¦ sorpresa! ?Puede cambiar tanto un hombre? ?Tan grandes llegan a ser sus vaivenes? ?Tan estremecedora la vuelta del rev¨¦s de sus ropajes?
La fe se agota. Intentemos con la esperanza.
El inmortal
Quiere el t¨®pico que los escritores sean inmortales en la medida en que se eternizan por medio de sus p¨¢ginas. Apostemos, pues, por ese signo esperanzador de un futuro cierto. ?Cu¨¢les son los libros de Camilo Jos¨¦ Cela que no habr¨¢n de morir nunca? ?Los del vagabundo o los amparados bajo el escudo nobiliario? ?Los que se escribieron en las ¨¦pocas de estrecheces o los que derivaron del Premio Nobel? ?Los que sal¨ªan de los caminos y los bosques o los que fueron goteando desde las entra?as de la jaula de oro, cerrada a cal y canto con unos barrotes que dejaban fuera a sus amigos de anta?o? Se admiten apuestas, aunque ni el mayor tah¨²r del mundo se atrever¨ªa a aceptarlas sin que se le cayera la cara de verg¨¹enza. Apostar es, en ese terreno, como dispararle a un pajarillo detenido en el suelo porque se ha quebrado un ala.
? Temas de Hoy.
![Camilo Jos¨¦ Cela Conde, ante el f¨¦retro de su padre, en la capilla ardiente que se instal¨® en la cl¨ªnica Centro de Madrid.](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/KOI3UC4L32TDVITTAWCFI45OM4.jpg?auth=6da2b395e9b2eed8fb44f10b310a0e2d609b8d47e675418a8bd58c6efa0970d1&width=414)
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