La eficacia del 'se'
Se marcha, en todo el ancho mundo, con paso no firme, pero s¨ª decidido, por la senda de la eficacia, no s¨®lo econ¨®mica, pero s¨ª construida sobre patrones econ¨®micos. Y, por ello y para ello, se eliminan cuantos obst¨¢culos puedan dificultar el camino hacia una m¨¢s racional asignaci¨®n de recursos, algo cuya capacidad para hacer pan, aunque no siempre para distribuirlo y menos a¨²n para gustarlo, est¨¢ fuera de toda duda. En primer lugar, las cuestiones de escala. Una eficacia cuantitativamente medida requiere grandes dimensiones y por ello se precisa acabar con las barreras del tiempo y el espacio que, si persisten tenazmente aferradas a la mente cual b¨¢rbaros prejuicios, pueden ser superadas merced a los progresos de la tecnolog¨ªa. Despu¨¦s, con las regulaciones que aspiran a tutelar valores ajenos al puro criterio de la eficiencia. Y, tras ellas, con las instituciones que supeditan la mera autonom¨ªa de la voluntad y las estipulaciones que de ella surgen a criterios pretendidamente m¨¢s estables y aun superiores. Por ¨²ltimo, las diferencias de todo tipo que ocultan la pluralidad de intereses, de pr¨¢cticas, de creencias y de valores; en dos palabras, de culturas e identidades que distorsionan, tanto en lo econ¨®mico como en lo pol¨ªtico, la transparencia del ¨¢mbito, ll¨¢mese o no mercado, que requiere el imperativo de la eficacia. En resumen, cuanto est¨¢ m¨¢s all¨¢ de la oferta y la demanda.
Queda en pie, cual vestigio de edades ya remotas, el Estado, en su tiempo, sin duda, util¨ªsimo artefacto para extirpar la violencia dom¨¦stica y articular mercados nacionales, que alg¨²n ingenuo lleg¨® a calificar de obra de arte, pero que ya no responde a las exigencias de la eficacia e, incluso, resulta desde este supremo criterio, disfuncional.
Disfuncional porque, por mucho que se privatice y desregule, contin¨²a empe?ado en monopolizar la producci¨®n y prestaci¨®n de determinados bienes p¨²blicos. Al menos, la seguridad interior y exterior que tan lucrativa puede ser en manos privadas, y todo eso que la funci¨®n p¨²blica mal gestiona con criterios ajenos a la eficacia como es la neutralidad o el servicio al inter¨¦s general. ?Hay, acaso, un inter¨¦s superior al ajuste autom¨¢tico del inter¨¦s de todos? Incluso, merced al accidente hist¨®rico que fue el Estado social, hoy en v¨ªas de superaci¨®n, algunos se empe?an en reservar al Estado cosas tales como la educaci¨®n, la salud y la previsi¨®n social con claro menoscabo de la competencia.
Disfuncional porque, el Estado, aun despose¨ªdo paulatinamente de sus tareas gestoras, tiene pretensiones de seguir interviniendo en la vida social, ya como regulador del mercado, ya como estratega en la competencia econ¨®mica, cultural y pol¨ªtica global, y todo ello supone trabas a la eficacia al introducir criterios ajenos a la misma, como es la justicia material en la distribuci¨®n de bienes -la palabra que hac¨ªa temblar a Hayek-, las excepciones culturales, la salvaguarda de identidades pol¨ªticas, revestidas de vetustos prejuicios como la dignidad o el honor colectivos.
Disfuncional, sobre todo, porque, en el marco de los Estados, se ha desarrollado o puede llegar a desarrollarse una opini¨®n p¨²blica y unas fuerzas pol¨ªticas democr¨¢ticas, instrumentos de la ciudadan¨ªa para imponer criterios que no siempre se ajustan a los imperativos de la eficacia. Hay ciudadanos tan ciegos e ignaros como para no querer apretarse el cintur¨®n cuando as¨ª lo exige la correcta estabilidad de determinadas macromagnitudes, las m¨¢s de las veces di¨¢fanas como agua clara, o que pretenden mantener su identidad ya sea en la moneda, en la producci¨®n agraria, en el volumen de la circulaci¨®n rodada o en la lengua, cosas todas de ayer. Y su presi¨®n demag¨®gica puede entorpecer los imperativos de la historia bien conocidos por quienes los conocen. Sabido es que eso de la democracia est¨¢ muy bien como invento para legitimar la gobernancia, pero siempre que no dificulte la verdadera funci¨®n de ¨¦sta, el asegurar la eficacia. Ya sab¨ªamos distinguir entre libertad y libertinaje y estamos a punto de diferenciar igualdad de igualdaje. ?No confundamos democracia y demagogia!
No ha faltado quien crea que la soluci¨®n est¨¢ en sustituir los Estados, tal como los conocemos, por estructuras hiperestatales de amplitud y nivel continental o, incluso, planetario. Pero, aparte de menudas dificultades t¨¦cnicas, debidas en gran medida, a los at¨¢vicos prejuicios del pueblo bajo, todo hace temer que si tales hiperestados llegaran a existir, con cuerpos pol¨ªticos tras ellos, capaces de vida democr¨¢tica, los inconvenientes resultantes ser¨ªan los mismos: af¨¢n gestor de ciertos servicios, intencionalidad estrat¨¦gica, presi¨®n demag¨®gica... Lo que sobra es el Estado mismo, como instancia pol¨ªtica, democr¨¢ticamente regida y voluntad de poder al servicio de su pueblo. Por ello lo mejor es acabar con ¨¦l y, en tanto no desaparece y deja paso a la pura administraci¨®n de las cosas por una mano invisible, m¨¢s vale vaciarlo. ?C¨®mo?
Primero, poniendo las parcelas m¨¢s importantes de la otrora llamada cosa p¨²blica, fuera del alcance de la presi¨®n demag¨®gica. Para ello est¨¢n las llamadas administraciones independientes. ?Es importante la pol¨ªtica monetaria? Pues encomi¨¦ndese a un Banco Central Independiente que no responda ante instancia pol¨ªtica alguna y si se consigue que, por su car¨¢cter supranacional tampoco lo contrapese una opini¨®n p¨²blica, tanto mejor. ?Y por qu¨¦ no hacer otro tanto con la pol¨ªtica presupuestaria, cuyo control bien sabido es que hist¨®rica y l¨®gicamente aparece unido al de la pol¨ªtica monetaria? Lo mismo ocurre en sectores tan sensibles como la pol¨ªtica energ¨¦tica o el mercado de valores y cabe plantearse, una vez comprobado 'emp¨ªricamente' la excelencia del sistema, por qu¨¦ no hacer otro tanto con la polic¨ªa o las fuerzas armadas. ?Que los electores voten y los Parlamentos debatan -sin quitar demasiado tiempo a la eficiencia ministerial-, pero que no juegen con las cosas de comer!
Segundo, privatizando cuanto haya que privatizar, comenzando, claro est¨¢, por lo que sea m¨¢s rentable, pero con la disposici¨®n, incluso, a hacer rentable lo que no parec¨ªa tal. ?Qui¨¦n pod¨ªa imaginar que iba a serlo la seguridad p¨²blica, cuando el Estado, durante siglos, desde la Santa Hermandad hasta la Polic¨ªa Nacional ha invertido millones a fondo perdido -y debiera haber invertido m¨¢s- en garantizar el monopolio de la fuerza y despu¨¦s han surgido como ping¨¹e negocio las compa?¨ªas de seguridad privadas? Privatizando los servicios p¨²blicos, desde la seguridad social a las comunicaciones, cuyo control se disuelve en un mercado financiero global, no cabe duda de que al viejo Leviat¨¢n estatal se le han limado, ?qu¨¦ digo?, arrancado las u?as. El temor a que, paralelamente, un an¨®nimo Beemoth desarrolle garras mucho m¨¢s temibles, es irrelevante, porque la lectura y meditaci¨®n de Hobbes no se incluye entre los vigentes criterios de eficacia.
Tercero y m¨¢s definitivo, es preciso acabar con los cuerpos pol¨ªticos, esos ¨¢mbitos en que la vida democr¨¢tica, con todas sus dificultades, resulta posible y la voluntad popular llega a ser decisiva e incluso puede reaccionar en defensa de su identidad y de las instituciones que la representan. Para ello hay tres v¨ªas concurrentes. La primera es hipertrofiar la apertura de la sociedad -un valor en s¨ª muy precioso y que m¨¢s all¨¢ de ciertos l¨ªmites puede ser tan pat¨®geno como el desarrollo cancer¨ªgeno de cualquier v¨ªscera- hasta hacerla una sociedad abstracta, esto es, ajena a cualquier grupo humano concreto en la que s¨®lo se dan relaciones funcionales, pero no cordiales. En la que se intercambia, pero no se comparte, un peligro que ya se?alara el liberal Popper. La segunda es demonizar cualquier reivindicaci¨®n identitaria y la misma noci¨®n de derechos colectivos. Y eso se hace en nombre de los derechos individuales, por m¨¢s que la mayor¨ªa de ¨¦stos -reli-gi¨®n, educaci¨®n, lengua, expresi¨®n, participaci¨®n ciudada-na-, s¨®lo se puedan dar en el horizonte de aqu¨¦llos. E incluso en nombre de esos mismos derechos, despreciados cuando de da?os colaterales se trata, se erosiona cuando no se niega la soberan¨ªa e independencia de los Estados, ¨²nico freno hasta ahora inventado a la arbitrariedad del m¨¢s fuerte. Tercero, disolviendo el cuerpo pol¨ªtico, cargado de afectos nacionales, en una cascada de instituciones cada vez m¨¢s virtualmente eficaces hacia arriba y cada vez m¨¢s cercanas al ciudadano hacia abajo, como si la verdadera cercan¨ªa fuera m¨¢s espacial que afectiva, como si el vivir-con los otros hasta vivir e, incluso, morir para los otros, propio de lo pol¨ªtico, fuera cosa de vecinos y no de conciudadanos. A eso se llama subsidiaridad.
As¨ª se puede ser eficaz del todo. Ya no habr¨¢ un 'nosotros' que exija, reivindique, resista y, menos a¨²n, decida. El impersonal 'se' -la forma inaut¨¦ntica por excelencia en la que cada uno se disuelve en la banalidad mediocre y pierde su identidad y responsabi-lidad- decidir¨¢ lo que convenga.
Miguel Herrero de Mi?¨®n es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Pol¨ªticas.
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