La explanada del absurdo
Otro hombre levant¨® la mano, otra pregunta se presentaba, El Se?or habl¨® a Mois¨¦s y le dijo, El extranjero que reside con vosotros ser¨¢ tratado como uno de vuestros compatriotas y lo amar¨¢s como a ti mismo, porque tambi¨¦n vosotros fuisteis extranjeros en tierras de Egipto, eso dijo el Se?or a Mois¨¦s. No acab¨®, porque el escriba, animado por su primera victoria, lo interrumpi¨® con iron¨ªa, Supongo que no es tu idea preguntarme por qu¨¦ no tratamos nosotros a los romanos como compatriotas, dado que son extranjeros, Te lo preguntar¨ªa si los romanos nos tratasen a nosotros como compatriotas suyos, sin preocuparnos, ni nosotros ni ellos, de otras leyes y otros dioses, Tambi¨¦n t¨² vienes aqu¨ª a provocar la ira del Se?or con interpretaciones diab¨®licas de su palabra, interrumpi¨® el escriba, No, s¨®lo quiero que me digas si de verdad piensas que cumplimos la palabra santa cuando los extranjeros lo sean, no con relaci¨®n a la tierra donde vivimos, sino a la religi¨®n que profesamos, A qui¨¦n te refieres en particular. A algunos hoy, a muchos en el pasado, quiz¨¢ a muchos m¨¢s ma?ana. S¨¦ claro, por favor, que no puedo perder el tiempo con enigmas ni par¨¢bolas, Cuando vinimos de Egipto, viv¨ªan en la tierra que llamamos Israel otras naciones a las que tuvimos que combatir. En aquellos d¨ªas los extranjeros ¨¦ramos nosotros, y el Se?or nos dio orden de que mat¨¢semos y aniquil¨¢semos a quienes se opon¨ªan a su voluntad, La tierra nos fue prometida, pero ten¨ªa que ser conquistada, no la compramos, ni nos fue ofrecida, Y hoy est¨¢ bajo un dominio extranjero que estamos soportando, la tierra que hab¨ªamos hecho nuestra dej¨® de serlo, La idea de Israel mora eternamente en el esp¨ªritu del Se?or, por eso dondequiera que est¨¦ su pueblo, reunido o disperso, ah¨ª estar¨¢ la Israel terrenal, De ah¨ª se deduce, supongo, que en todas partes donde estemos nosotros, los jud¨ªos, siempre los otros hombres ser¨¢n extranjeros, A los ojos del Se?or, sin duda, Pero el extranjero que viva con nosotros ser¨¢, seg¨²n la palabra del Se?or, nuestro compatriota y debemos amarlo como a nosotros mismos porque fuimos extranjeros en Egipto, El Se?or lo dijo, Concluyo, entonces, que el extranjero a quien debemos amar es aquel que, viviendo entre nosotros, no sea tan poderoso que nos oprima, como ocurre, en los tiempos de hoy, con los romanos, Concluyes bien, Pues ahora vas a decirme, seg¨²n lo que tus luces te aconsejen, si lleg¨¢ramos un d¨ªa nosotros a ser poderosos, permitir¨¢ el Se?or que oprimamos a los extranjeros a quienes el mismo Se?or mand¨® amar, Israel no podr¨¢ querer sino lo que el Se?or quiere, y el Se?or, por el hecho de haber elegido a este pueblo, querr¨¢ todo cuanto sea bueno para Israel, Aunque sea no amar a quien se deber¨ªa amar, S¨ª, si esa fuera finalmente su voluntad, De Israel o del Se?or, De ambos, porque son uno, No violar¨¢s el derecho del extranjero, palabra del Se?or, Cuando el extranjero lo tenga y se lo reconozcamos, dijo el escriba.
Exigen las convenciones que rigen la falsa modestia literaria que el escritor realice un acto de contrici¨®n y se disculpe ante el lector cada vez que, bien para apoyar su argumentaci¨®n o por reconocerse incapaz de enunciar con mayor precisi¨®n algo que ya expres¨® con anterioridad, decide caer en la tentaci¨®n de citarse a s¨ª mismo. Igualmente, ha de pedir disculpa si dicha cita fuese demasiado larga, aunque, en tal caso, resulte indiferente que el pasaje transcrito sea de su propia autor¨ªa o provenga de la pluma de un colega. Por tanto, en acatamiento a tales convenciones empiezo por pedir doblemente perd¨®n al lector: primero, por haberme copiado y, en segundo lugar, por hacerlo extensamente. La larga introducci¨®n anteriormente incluida (y que excede de una p¨¢gina...) forma parte de un cap¨ªtulo de mi novela El Evangelio seg¨²n Jesucristo, obra que pretend¨ªa describir, como su t¨ªtulo promet¨ªa, otra 'vida' de Jes¨²s, de las m¨¢s de 600 que en los ¨²ltimos 200 a?os fueron publicadas... ?Qu¨¦ se narra en ese cap¨ªtulo? Que tras descubrir que hab¨ªa sido el ¨²nico en escapar a la matanza de los ni?os de Bel¨¦n, el primog¨¦nito de Jos¨¦ y Mar¨ªa, a la edad de 13 a?os, abandona la casa paterna y se dirige al Templo con el objetivo de preguntar a los ancianos sobre el sentido de la responsabilidad y el alcance de la culpa, en particular si es inevitable que el hijo est¨¦ condenado a heredar por siempre jam¨¢s la culpa de los padres, culpa que, en el caso que nos interesa, consist¨ªa en un delito de omisi¨®n cometido por Jos¨¦, por cuanto que, pese a haber sido advertido a tiempo por el ¨¢ngel de que los soldados ir¨ªan a Bel¨¦n para matar, no le pas¨® por la cabeza avisar a los vecinos del peligro que amenazaba a sus hijos, toda vez que el malvado Herodes, al no poder, obviamente, identificar al ni?o que, seg¨²n los Reyes Magos, estaba destinado a ser el rey de Israel, forzosamente ordenar¨ªa que eliminasen a todos los ni?os, ¨²nico modo de asegurarse de que en el futuro nadie le disputar¨ªa el trono. (A prop¨®sito, obs¨¦rvese, si profundizamos un poco en tal delicado asunto, que a la luz del mero sentido com¨²n, era totalmente imposible que Jes¨²s pudiese ser asesinado en Bel¨¦n. Un minuto de reflexi¨®n hubiese bastado para comprender que Dios nunca enviar¨ªa a su ¨²nico hijo a salvar a la impenitente humanidad para verlo morir asesinado a los pocos d¨ªas o semanas en una oscura aldea palestina, cuando el ni?o a¨²n no hab¨ªa podido articular la primera s¨ªlaba de su mensaje redentor...). Despu¨¦s de que el hombre que hab¨ªa realizado la pregunta, vencido aunque no convencido, se hubiera retirado del debate, Jes¨²s termin¨® por interrogar al escriba pero, dado que la respuesta que le fue dada no es indispensable para la materia ni para las intenciones de esta reflexi¨®n, prefiero dejarla en suspenso, si bien precisamente las culpas y responsabilidades que se derivan de nuestra existencia, tanto las directas como las indirectas, tanto las asumidas como las ocultas, son, como sabemos, una presencia constante en todos nuestros actos y palabras.
Hablemos de im¨¢genes inolvidables. Guardo en la memoria, por ejemplo, el primer sapo que vi, el pelaje suave del ala de un murci¨¦lago, una cobra que muda su piel, las ramas de una haya movidas por el viento a la luz de la luna, un valle verde cerca de Vinhais, en el norte de mi pa¨ªs, el rostro de una gitana, una puesta de sol en Lanzarote, la puerta que Miguel ?ngel realiz¨® para la Biblioteca de Lorenzo de M¨¦dicis, un Descenso de la Cruz de Antonio de Crestalcone, el t¨ªmpano de Moissac, un retrato de Rembrandt, la nieve en la cordillera andina, las monta?as de Machu Picchu... Como cualquier otra persona, guardo en la memoria otras muchas im¨¢genes bellas o conmovedoras, pero tambi¨¦n algunas horribles, algunas repugnantes, algunas insoportables. Tomo aqu¨ª dos de ellas y dejo al criterio del lector decidir en cu¨¢l de esos grupos, o si en todos ellos, las quiere incluir. La primera imagen muestra a un soldado martilleando la mano derecha de un hombre que otros dos soldados inmovilizan. El soldado es israel¨ª, el hombre a quien le est¨¢ partiendo los huesos es un palestino que hab¨ªa sido descubierto lanzando piedras. La segunda imagen muestra una cabe za vista desde detr¨¢s y dos manos que empu?an y alzan en el aire, una de ellas el Cor¨¢n y la otra un fusil autom¨¢tico. Estas manos y esta cabeza son de un palestino. No tengo ninguna imagen de manos hebreas levantando un rollo de la Tor¨¢, pero los fusiles lo remplazan, ya que las armas del ej¨¦rcito israel¨ª son disparadas en nombre de la Tor¨¢, como tambi¨¦n en su nombre se aplastaron huesos de palestinos durante la primera Intifada. Y huelga decir que el fusil palestino dispar¨®, dispara y disparar¨¢ en nombre del Cor¨¢n.
No importa que el Se?or recomendara a Mois¨¦s: 'El extranjero que reside con vosotros ser¨¢ tratado como uno de vuestros compatriotas y lo amar¨¢s como a ti mismo, porque tambi¨¦n vosotros fuisteis extranjeros en tierras de Egipto'; no importa que el hombre preguntase: 'S¨®lo quiero que me digas si de verdad piensas que cumplimos la palabra santa cuando los extranjeros lo sean, no con relaci¨®n a la tierra donde vivimos, sino a la religi¨®n que profesamos'; no importa que ¨¦l le recordara la palabra imperativa de su Se?or: 'No violar¨¢s el derecho del extranjero', siempre hubo y habr¨¢ un pol¨ªtico, un militar o un escriba dispuesto a darle la implacable respuesta: 'Cuando el extranjero lo tenga y se lo reconozcamos'. Para los sucesivos gobiernos de Israel, para la mayor¨ªa de la poblaci¨®n israel¨ª, probablemente para la mayor parte de los jud¨ªos del mundo y tambi¨¦n para los muchos pa¨ªses de la comunidad internacional que, en la pr¨¢ctica, por razones evidentes u oscuras, est¨¢n comprometidos con la pol¨ªtica xen¨®foba de Israel, todo ocurre como si los palestinos no tuvieran ni el simple derecho a existir personal o colectivamente. La condici¨®n extrema de extranjero en su propia tierra a la que desde hace muchos a?os se encuentra reducido el pueblo palestino no bast¨® para que le fuera reconocido ese derecho que Jehov¨¢ especific¨® expresamente a Mois¨¦s: 'Lo amar¨¢s como a ti mismo'. El hombre ten¨ªa alguna raz¨®n cuando dijo: 'Concluyo, entonces, que el extranjero a quien debemos amar es aquel que, viviendo entre nosotros, no sea tan poderoso que nos oprima'. Creo que es de esto de lo que se trata realmente. Palestinos e israel¨ªes han nacido, vivido y perecido sobre un pedazo de tierra que es, para todos ellos, no s¨®lo la realidad de un presente y la posibilidad de un futuro, sino tambi¨¦n algo que denominar¨¦ el espacio inalienable de un pasado: la metralla con la que se est¨¢n exterminando levanta del mismo suelo el polvo que pisaron los antepasados de los unos y de los otros (incluyendo a aquellos que desde Abraham tuvieron en com¨²n...), pero eso, hasta la fecha, no liber¨® a ninguno de ellos de la voluntad irreprimible de oprimir y del terror igualmente irreprimible a ser oprimido. Los lazos que hist¨®ricamente los manten¨ªan y mantienen atados al prejuicio, a la venganza y al odio, fueron y siguen siendo mortalmente moldeados y templados por las respectivas religiones en su m¨¢s fan¨¢tica expresi¨®n. La intransigencia religiosa no es seguramente la menor de las causas del interminable conflicto que opone, generaci¨®n tras generaci¨®n, a israel¨ªes y palestinos. Ciudad a la que, desde hace miles de a?os, se le da el apelativo de Santa o Sagrada y que un d¨ªa, inevitablemente, cuando del paso del hombre por el planeta s¨®lo queden escombros y desolaci¨®n, ser¨¢ equiparada al m¨¢s an¨®nimo de los muros derrumbados, Jerusal¨¦n nunca fue, parad¨®jicamente, un lugar de paz. O, a fin de cuentas, tal vez no sea tan parad¨®jico. Ha llegado la hora de reconocer que las religiones, todas y cada una de ellas, jam¨¢s servir¨¢n para reconciliar a los mismos seres humanos que las inventaron, sino que, por el contrario, fueron y contin¨²an siendo fuente de intolerancia, ra¨ªces de coacci¨®n, m¨¢quinas de sufrimiento y tortura, motores permanentemente engrasados de genocidios. Fue Tertuliano quien dijo: 'Creo porque es absurdo'. En vista de los actuales acontecimientos en Palestina y de otros a este tenor en el resto del mundo, no pienso que sea abusar del sentido de la particular¨ªsima relaci¨®n entre causa y efecto establecida por aquella afirmaci¨®n dejar a la consideraci¨®n del lector la idea de que en materia de creencia en el absurdo todav¨ªa no hemos salido del tercer siglo de la era cristiana...
La explanada que el adolescente Jes¨²s atraves¨® para acceder a las escaleras del Templo no es la mencionada en el t¨ªtulo de este art¨ªculo. La explanada del absurdo (ese absurdo que parece ser, seg¨²n Tertuliano, condici¨®n de la creencia) es la Explanada de las Mezquitas, uno de los lugares santos del islam en Jerusal¨¦n, en la cual se encuentran tambi¨¦n los restos del antiguo templo de David, sobre el cual los sectores ortodoxos hebreos pretenden construir un nuevo santuario y establecer un Estado teocr¨¢tico jud¨ªo. La deliberada provocaci¨®n de Ariel Sharon al visitar la Explanada de las Mezquitas, con el prop¨®sito de reivindicar el lugar en nombre del juda¨ªsmo, acrecent¨® en la obstinada lucha del pueblo palestino por su independencia un elemento de exacerbaci¨®n religiosa que m¨¢s tarde se convirti¨® en insurrecci¨®n generalizada. Es la nueva Intifada, m¨¢s de 2.000 muertos y un n¨²mero incalculable de heridos hasta ahora. Unas paredes levantadas a las que dieron el nombre de mezquita de Omar, unas piedras viejas a las que llamaron templo de David, es todo lo que bast¨® para que en nombre de Dios (pero, ?qu¨¦ Dios? ?Habr¨¢ un Dios para los jud¨ªos y otro Dios para los palestinos? Dios, de existir, ?no ser¨¢ forzosamente ¨²nico? ?Continuar¨¢ Dios siendo Dios si se extingue la especie humana? Y si contin¨²a, ?para qu¨¦ contin¨²a? ?Para qui¨¦n?), repito, ?bastar¨¢n esas paredes y esas piedras, surgidas, como todo, del principio del mundo, para que a ojos de Dios todos los cr¨ªmenes se vuelvan leg¨ªtimos, y no s¨®lo leg¨ªtimos sino justos, y no s¨®lo justos sino imperativos? Si la raz¨®n y la fe sirven para esto, ?no ser¨ªa mejor que todos enloqueci¨¦ramos?
Digan lo que digan los te¨®logos, matar en nombre de Dios siempre ser¨¢ hacer de Dios un asesino. Digan lo que digan los te¨®logos, ning¨²n Dios que se respetase consentir¨ªa que un ser humano perdiese la vida por ¨¦l. Digan lo que digan los pol¨ªticos, los militares, los doctores de los templos. Y los escribas.
Jos¨¦ Saramago es escritor portugu¨¦s, Premio Nobel de Literatura 1998.
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