Entre lo propio y lo l¨²dico
En la sala Kubo del Kursaal donostiarra el pintor Eduardo Arroyo (Madrid, 1937) muestra pinturas, terracotas y piedras. Las obras pict¨®ricas del artista madrile?o siguen movi¨¦ndose en coordenadas punzantes y corrosivas. La iron¨ªa, el humor y el frescor pl¨¢stico por encima de otros postulados.
Ya se sabe que Arroyo se inici¨® en el pop de influencia norteamericana, lo que indica que introdujo en sus pinturas elementos iconogr¨¢ficos tomados de diversas procedencias. Exiliado en Par¨ªs a finales de los a?os cincuenta, sus obras son exultantes y mordaces cr¨ªticas antifranquistas. Se abon¨® a una personal e ¨ªntima marginalidad. Buce¨® en los dominios del claroscuro y, desde ese fondo, empez¨® a verlo todo m¨¢s claro como pintor.
El negro ha sido uno de sus colores preferidos. En lo negro vive la punci¨®n de lo m¨¢s tr¨¢gico, al mismo tiempo que le sirve para introducir su especial contrapunto, como es la parte c¨®mica de cada asunto. El color negro como arma y alma de su peculiar mundo narrativo, sin olvidar la relaci¨®n festiva con los dem¨¢s colores del espectro. Dice mundo narrativo, y dice bien, puesto que Arroyo decidi¨® en su estancia parisina convertirse en escritor. De hecho, ha publicado varios libros y est¨¢ en posesi¨®n del t¨ªtulo de periodista.
En la exposici¨®n de San Sebasti¨¢n aparece Eduardo Arroyo en estado puro. Aun cuando algunas de sus obras est¨¢n fechadas en los a?os 1999, 2000, 2001 y 2002 -y otras en 1994 y 1995-, parece como si la mayor¨ªa de ellas no fueran sino reflexiones sobre el exilio. Se nota que a este devorador de im¨¢genes, como ¨¦l mismo se denomina, le resulta dif¨ªcil desprenderse de la vivencia del exilio.
En las obras ¨²ltimas se advierte la introducci¨®n de pinceladas voluntariamente sinuosas. Aparecen como fondos de tipo tornasolado, cuyos ritmos semejan olas rizosas. Los fondos de los cuadros, en otro tiempo planos, dejan paso a los fondos tornasolados.
Todo el inter¨¦s que suscitan sus pinturas pierde pie cuando se trata de juzgar el valor de algunas -la mayor¨ªa- de sus esculturas. No es suficiente con que a un trozo de piedra le a?ada uno o dos cuernos de plomo para que aquello se convierta en una vaca o un buey o un unicornio. Como no consigue interesarnos que a otros trozos de piedra le a?ada signos de plomo diverso significado, hasta el punto de que esas obras adquieran un valor m¨¢ximo como esculturas.
Imaginariamente parece escucharse la reprimenda que el espacio le infiere a Arroyo, advirti¨¦ndole que no se puede conquistar el espacio con una simple mueca, con un gui?o c¨®mplice, por muy simp¨¢tico que resulte de cara a la primera y superficial mirada. Para ganarse al espacio hay que trabajarlo con m¨¢s talento y pericia.
Por otro lado, en aquellas obras que encajan en lo que pod¨ªamos llamar escultopinturas, ah¨ª lo l¨²dico posee una connotaci¨®n menos ambiciosa. Est¨¢n bajo par¨¢metros que se alejan de la escultura para estar m¨¢s pr¨®ximas al divertimento. Cabe pensar que el propio artista pod¨ªa argumentar en su defensa que el divertimento existe tambi¨¦n en las esculturas. De acuerdo. Sin embargo, en lo que a espacio se refiere, el resultado final es bastante empobrecedor. Queda el divertimento, o sea, como arte no pasa del bibelot.
Pese a estos reparos, dejamos constancia que su obra pict¨®rica nos interesa sobremanera. Lo mismo que sus trabajos gr¨¢ficos o el poder de su mirada a la hora de adentrarse en el mundo de la literatura y la escena
Eduardo Arroyo encontr¨® en Francis Picabia, su maestro ideal, uno de los artistas m¨¢s extra?os y originales del siglo XX.
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