Im¨¢genes
San Agust¨ªn defendi¨® que Dios se encontraba en el interior de cada hombre, como si cada uno de nosotros fuese su dep¨®sito, y m¨¢s de diez siglos despu¨¦s Santa Teresa confes¨® que lo buscaba a trav¨¦s de las ollas de la cocina. El cristianismo triunf¨® sobre la religi¨®n pagana porque opuso un dios ¨ªntimo, de c¨¢mara, amistoso y cercano, a las graves deidades oficiales que se rodeaban de sahumerios en los templos: era un credo en el que el interior primaba sobre el exterior, en que el alma gobernaba a ese d¨ªscolo compa?ero llamado cuerpo. Aqu¨ª, en Andaluc¨ªa, a pesar de lo at¨¢vico de la introducci¨®n de las creencias, el cristianismo no ha dejado de tener un sabor peculiar y heterodoxo, m¨¢s pr¨®ximo a la idolatr¨ªa que a esa serena meditaci¨®n privada que desemboc¨® en el luteranismo. Escribo estas reflexiones teniendo en cuenta los sucesos de esta madrug¨¢, de todas las madrug¨¢s, y pregunt¨¢ndome c¨®mo es posible que en el breve espacio del centro hist¨®rico de Sevilla se hacinen hasta diez veces m¨¢s de los habitantes tolerados por el urbanismo. Esa histeria colectiva, esos corrimientos de masas, la asfixia, la violencia, la ansiedad se avienen a duras penas con la fe callada del que repasa el Evangelio en casa tratando de traducir el significado del mensaje de Jes¨²s. Todos sabemos de sobra que la mayor¨ªa de los penitentes que procesionan en las cofrad¨ªas no asisten a misa m¨¢s que dos o tres domingos al a?o, y que una gran cantidad de ellos ni siquiera est¨¢n al tanto de los dogmas de la religi¨®n que dicen profesar. Aqu¨ª en Sevilla, parad¨®jicamente, se celebra mucho m¨¢s la muerte del Salvador que su resurrecci¨®n, que constituye el verdadero misterio de la liturgia, y el mal sabor se olvida pronto: mientras el Cristo muerto pasea por la catedral, una cuadrilla de laboriosos alba?iles coloca los andamios de la portada de la feria.
No quiero discutir la sinceridad de la fe de mis mayores; s¨ª creo que contemplarla desde la ¨®ptica con que se observa de modo habitual a otras manifestaciones del cristianismo puede presentar una imagen err¨®nea. El Sur es demasiado fragante, s¨®lido, caluroso y sensual para confiar en abstracciones que fabricaron los hombres de los desiertos: aqu¨ª Dios posee tres dimensiones, una forma f¨ªsica, un rostro, y puede moverse entre las multitudes. De alg¨²n modo oscuro, el poder de los cristos y las v¨ªrgenes depende de las muchedumbres que acuden a adorarlos, igual que el ¨¦xito de una estrella del pop necesita a las masas que asisten a sus conciertos; el espect¨¢culo precisa de espectadores y la madrug¨¢ es mejor cuanto m¨¢s estrecha. Muy esclarecedoramente, estos dioses de Andaluc¨ªa llevan el nombre de im¨¢genes: ese es su distintivo esencial, el de ser vistos, palpados y besados, el de ser introducidos en las carteras para poder recurrir a su efigie ante cualquier adversidad, el de circular por la ciudad resta?ando enfermedades y tristezas con la sola fuerza de su silueta corporal. No hay nada m¨¢s all¨¢. La potencia divina se agota en la talla de madera, dimana de ella, y a diferentes tallas diferentes poderes. Una vez que las im¨¢genes desaparecen de la calle, la tragedia de que eran protagonistas se desvanece tambi¨¦n; y ah¨ª est¨¢n las casetas de la feria para refrescarse del sol antes de volver a casa.
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