Lobos en el reba?o
Desde que los franciscanos establecieron las primeras misiones cristianas en California a fines de 1514, la Iglesia cat¨®lica de los Estados Unidos no hab¨ªa vivido tiempos de tragedia tan desgarradores como los de esta primavera. Lo que empez¨® hace algunos meses como una noticia de octava p¨¢gina en el Boston Globe, destinada a resolverse -as¨ª parec¨ªa- con una r¨¢pida sanci¨®n judicial, se ha convertido en constante t¨ªtulo de portada de los grandes diarios, tema de burlas sangrientas en las tiras c¨®micas y alimento incesante de los programas de entrevistas en la televisi¨®n.
En el origen de la historia hubo un acto de negligencia. A mediados de 1984 lleg¨® a manos del cardenal Bernard Law, arzobispo de Boston, la denuncia de que un sacerdote de su curia, el padre John J. Geoghan, hab¨ªa abusado sexualmente de un monaguillo de 10 a?os. El cardenal retir¨® al padre Geoghan de sus obligaciones mientras lo examinaba un psiquiatra, y mantuvo el caso en secreto a la espera del dictamen. Todo pareci¨® terminar con la absoluci¨®n de Geoghan, en quien el psiquiatra no encontr¨® el menor indicio de peligrosidad. Confiado, el arzobispo lo restituy¨® a su ministerio.
Quince a?os m¨¢s tarde, descubri¨® que todo el proceso adolec¨ªa de torpeza y mala fe. El psiquiatra result¨® un inepto que, a su vez, abusaba de menores. Y el padre Geoghan, animado por la inesperada impunidad, cometi¨® desde 1985 otro centenar de actos de lujuria contra ni?os que no estaban en condiciones de defenderse. Geoghan fue separado de la Iglesia y entregado a la justicia. En febrero lo condenaron a 10 a?os de c¨¢rcel. Pero la extensi¨®n del da?o ya era entonces incontrolable. Desde que el juicio empez¨®, otros cientos de monaguillos, solistas de coros religiosos, estudiantes de catecismo y alumnos de escuela primaria en escuelas cat¨®licas, se declararon v¨ªctimas de abusos sexuales o de acosos que les dejaron atroces cicatrices morales. En unos pocos meses, la Iglesia ha debido pagar mil millones de d¨®lares de indemnizaci¨®n a v¨ªctimas de abusos que recordaron incidentes nefandos de la infancia y aportaron pruebas que los confirmaban. Una suma tal vez mayor fue gastada en arreglos privados para evitar los tribunales y el esc¨¢ndalo.
Lo peor no es la desilusi¨®n y el des¨¢nimo de los feligreses, sino la desconfianza con que algunos buenos sacerdotes tropezar¨¢n en el futuro. En la televisi¨®n o¨ª a uno de ellos, que ofrece camas y sopas gratis a chicos rescatados de la calle, diciendo con aut¨¦ntica consternaci¨®n: 'La mayor¨ªa de estos desamparados no conoci¨® jam¨¢s el afecto. Todos ellos necesitan una caricia, un abrazo. Hasta ahora se los di sin pensarlo dos veces. Ya no podr¨¦ hacerlo m¨¢s'.
Hace apenas tres d¨¦cadas, a pocos se le pasaba por la cabeza que un sacerdote fuera capaz de pervertir a un chico. Si alguien tropezaba con una escena sospechosa en el ¨¢mbito santo de las iglesias y conventos, desconfiaba de sus propios sentidos y ni siquiera se animaba a cont¨¢rsela a los amigos ¨ªntimos. Quienes acusaban a un cura quedaban expuestos a castigos terribles, adem¨¢s de las penas del infierno.
Tampoco era posible discutir esas desviaciones con los dignatarios de la Iglesia. Cuando se presentaban denuncias, nadie sab¨ªa qu¨¦ hac¨ªan con ellas los obispos, porque ninguna sal¨ªa a la luz. Ahora, la situaci¨®n ha llegado a tales extremos que el papa Juan Pablo II, acusado por The New York Times de 'falta de reflejos' y de 'la lentitud propia de un anciano enfermo', reaccion¨® por fin el 20 de marzo, se?alando que 'los pecados de algunos hermanos' arrojan 'sombras de sospecha sobre los sacerdotes que cumplen su ministerio con honestidad'. M¨¢s enf¨¢tica y m¨¢s eficaz fue la r¨¦plica del cardenal Edward M. Egan, arzobispo de Nueva York. En su pastoral del Domingo de Ramos, dijo, con un tono en el que se confund¨ªan la compasi¨®n y el enojo: 'No puede haber duda alguna: el abuso sexual de los ni?os es una abominaci¨®n. Es a la vez ilegal, inmoral, y no voy a tolerarlo'.
La pr¨¦dica de Egan ha puesto a los cat¨®licos de los Estados Unidos en estado de asamblea. Despu¨¦s de las oraciones del Jueves y Viernes Santo, en casi todos los templos hubo reuniones de feligreses exigiendo que se derogue el celibato, una instituci¨®n que tiene mil a?os y que tal vez tarde otros mil en reformarse.
La mayor¨ªa de los cat¨®licos ignora que los sacerdotes y obispos no ten¨ªan prohibido el matrimonio durante los primeros 10 siglos de vida cristiana. Algunos Papas fueron hijos de otros Papas sin que ese linaje afectara la santidad de sus actos. Tal fue el caso de Inocente I (401-417), hijo de Anastasio I, y de Juan XI (931-935), hijo de Sergio III, adem¨¢s de otros ocho pont¨ªfices engendrados por obispos y miembros del bajo clero.
En 1073, Gregorio VII dio vuelta a la historia e impuso el celibato. Uno de sus te¨®logos, Pedro Dami¨¢n, dictamin¨® que el matrimonio de los sacerdotes era her¨¦tico, porque los distra¨ªa del servicio al Se?or y contrariaba el ejemplo de Cristo. Si bien la intenci¨®n del papa Gregorio era restaurar la derruida moral del clero y purificar a la feligres¨ªa con ejemplos de castidad, decenas de historiadores de la Iglesia -incluyendo los m¨¢s piadosos- suponen que la decisi¨®n de imponer el celibato fue tambi¨¦n un medio para evitar que los bienes de los obispos y sacerdotes casados fueran heredados por sus hijos en vez de beneficiar a la Iglesia.
Si la cicatriz es tan visible en un pa¨ªs donde los poderes del Estado se encogen de hombros ante las represalias o ruegos de silencio de la Iglesia, ?cu¨¢nto peores pueden ser las historias en Am¨¦rica Latina, cuyos campesinos, marginales y pobres de esp¨ªritu dependen a veces de manera exclusiva de la caridad, el buen juicio y el poder que tienen p¨¢rrocos y obispos?
Casi no hay var¨®n en Am¨¦rica Latina que haya pasado por un colegio religioso o por una instituci¨®n cat¨®lica sin sufrir el acoso de un cl¨¦rigo o, al menos, la amenaza de un acoso. Aunque la fe no tiene que ver con eso, miles de creyentes han abandonado la Iglesia por la indecencia de unos pocos (ojal¨¢ sean pocos) sacerdotes. Algunos de ellos asumen -es lo peor- una convincente apariencia de bondad. Mario Vargas Llosa cuenta, en El pez en el agua, la desoladora historia del hermano Leoncio, un 'viejito cascarrabias con un rulo saltar¨ªn' que ense?aba en el La Salle de Lima. El escritor ten¨ªa 12 a?os, las clases hab¨ªan terminado, y una tarde de diciembre fue al colegio a buscar las notas. Al salir de la direcci¨®n, el hermano Leoncio le dijo que quer¨ªa 'mostrarle algo' y lo invit¨® a su cuarto. Una vez all¨ª, mientras farfullaba anatemas contra el demonio y el pecado, rescat¨® del ropero unas revistas pornogr¨¢ficas y las despleg¨® ante el futuro novelista, al tiempo que lo acosaba. Vargas Llosa huy¨®, tan desconcertado como furioso.
Acaso a Dios lo tenga sin cuidado la deshonestidad de algunos de sus pastores, porque su gloria est¨¢ m¨¢s all¨¢ de lo que dicen o sienten sobre ¨¦l los seres humanos. Pero sin duda han de atormentarlo los incontables inocentes que, d¨ªa tras d¨ªa, son pervertidos en su nombre por algunos lobos disfrazados de pastores.
Tom¨¢s Eloy Mart¨ªnez es periodista y escritor argentino, ganador del V Premio Alfaguara de Novela con El vuelo de la reina.
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