Mapa
Desde la Central Station de Nueva York, situada entre Lexington y la Calle 42, el suburbano parte hacia todos los destinos, incluyendo alguno que no est¨¢ se?alado en ning¨²n mapa. La Central Station es un lujoso templo de m¨¢rmol y en una de sus naves, bajo lujosas l¨¢mparas, hay un mercado de alimentos, el m¨¢s surtido que haya visitado jam¨¢s, con frutas ex¨®ticas y verduras desconocidas tra¨ªdas de cualquier parte del mundo que al unirse con el aroma de las especias y salazones se constituyen en v¨ªas de la memoria y tambi¨¦n del conocimiento, si los fil¨®sofos sensacionistas no mienten. Es otra forma de viajar en el veh¨ªculo m¨¢s r¨¢pido. Iba a tomar el metro hacia el Museo de Arte Contempor¨¢neo y con el billete en la mano me demor¨¦ ante un puesto de un italiano que entre recipientes de conservas cuyo dise?o nada ten¨ªa que envidiar a ning¨²n frasco de Calvin Klein, exhib¨ªa en un capazo de c¨¢?amo unos pellejos rugosos de color cobre con motas y filamentos de oro. Parec¨ªan monedas romanas antiguas, pero s¨®lo eran tomates secados al sol. Desaparecidos de mi vida desde la ni?ez qued¨¦ extasiado al verlos brotar de pronto en medio de Nueva York. Compr¨¦ medio kilo por cinco d¨®lares. Hab¨ªa decidido visitar la exposici¨®n antol¨®gica de Kieffer y llevando esos tomates secos en una bolsa de papel con ella entr¨¦ en el museo sin que el esc¨¢ner detectara ning¨²n peligro. Kieffer trabaja un expresionismo b¨¦lico de campos asolados, de paredones derruidos y chamuscados por las bombas. Mientras atravesaba salas sucesivas que semejaban lugares de exterminio, tal vez imbuido por la energ¨ªa primaria que brotaba de la bolsa de papel mi pensamiento tom¨® dos v¨ªas contrarias: una me llev¨® al infierno de Auschwitz, seg¨²n los pellejos humanos abrasados que pend¨ªan de las paredes del museo y otra me condujo a aquel para¨ªso que era el desv¨¢n de la casa de mi infancia donde todos los perfumes ol¨ªan terrestres, profundos y naturales. Sentado en un banco, al pie de un cuadro torturado de Kieffer, que era el resultado de un incendio, examin¨¦ escrupulosamente la piel de uno de aquellos tomates secos que como en un denario llevaba grabada en una cara la imagen de una ninfa que bailaba coronada de adelfas y en la otra el rostro de un ni?o para m¨ª ya desconocido. De regreso al hotel, cruzando las tinieblas de Nueva York en el suburbano tuve la sensaci¨®n de que hab¨ªa viajado a uno de esos lugares no se?alados en ning¨²n mapa que seg¨²n Melville son los ¨²nicos lugares verdaderos.
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