C¨®mo desprenderse de esos libros de m¨¢s
Encontr¨¦ uno de mis sapos perdidos momificado en la biblioteca, detr¨¢s de un ejemplar polvoriento de El suicidio, de Durkheim. El hallazgo me conmovi¨® y llegu¨¦ a la conclusi¨®n de que tengo demasiados libros.
Hace tiempo que me lo viene diciendo la mujer de la limpieza: 'Tanta lectura le va a secar el seso, est¨¢ perdiendo su juventud'. Yo creo que me lo dice para fastidiar, porque le irrita que deje por ah¨ª los calcetines y la tar¨¢ntula disecada que me regal¨® mi madre. Y porque le molest¨® que en vez de turrones y cava por Navidad le obsequiase con una edici¨®n de Piloto de Stukas, de Hans U. Rudel -el audaz piloto que perdi¨® ambas piernas y sigui¨® volando contra los rusos-, como fina insinuaci¨®n para que manejara con m¨¢s cuidado los electrodom¨¦sticos.
Forzados a eliminar libros de casa, la decisi¨®n de seleccionar a los condenados es angustiosa. Pero se trata de una lucha por el espacio vital
De todas formas, la estremecedora muerte de Yamamoto, el sapo, y el derrumbe parcial de la secci¨®n de egiptolog¨ªa me hicieron tomar cartas en el asunto y, aprovechando que el verano es tiempo de cambios, entrar a saco, cual lasquenete b¨¢varo, en la biblioteca. Dispuesto a eliminar una buena parte de mis fondos, rebusqu¨¦ furioso entre los anaqueles, revolv¨ª tomos y lomos levantando nubes de polvo, explor¨¦ los libros de la tercera fila por primera vez en a?os y me introduje en secciones y temas olvidados. ?Qu¨¦ gran expedici¨®n del esp¨ªritu! Despu¨¦s de cinco horas de buceo de papel, sucio, magullado, exhausto y al borde de las l¨¢grimas por la emoci¨®n de tanto reencuentro (?Dios, es cierto, yo hab¨ªa le¨ªdo a Toynbee!), observ¨¦ mi magro bot¨ªn. Eran seis libros que desechar, entre ellos una edici¨®n no ilustrada del Kamasutra, una visi¨®n marxista de las Cruzadas, Pantale¨®n y las visitadoras y un cat¨¢logo del Kuntsmuseum de Basilea. As¨ª no ¨ªbamos a ning¨²n sitio. Durante unos d¨ªas me dediqu¨¦ a interrogar sutilmente a los conocidos para ver c¨®mo afrontaban ellos el problema de la superpoblaci¨®n libresca. Ning¨²n m¨¦todo me pareci¨® m¨¢s sorprendente que el del colega Enric Gonz¨¢lez, sintetizado en la notable m¨¢xima 'uno entra, uno sale'. Bien, pero yo ten¨ªa que sacar muchos. Record¨¦ entonces la rigurosa manera de penalizar a las legiones del emperador Macrino: diezm¨¢ndolas. Hice de tripas coraz¨®n, me ech¨¦ al hombro la escoba como si fuese unas fasces de lictor y comenc¨¦ a contar. Cada 10 libros sacaba uno, destinado al sacrificio. Dado que el primer recuento cay¨® sobre un volumen con lo mejor de Lawrence de Arabia (The essencial T. E. Lawrence, 1957), pas¨¦ de todo y seleccion¨¦ el siguiente, Pierda el miedo al avi¨®n, t¨¦cnicas sencillas para vencer la aerofobia (1994), que no me ha servido de nada. Hecha la ley, hecha la trampa. Le toc¨® luego al Diario ¨ªntimo de Kierkegaard, y me alegr¨¦. Pero entonces lo abr¨ª para leer algo al azar como despedida y sali¨®: 'Es preciso que sondee a fondo mi melancol¨ªa'. Decid¨ª cambiarlo por Paradox¨®grafos griegos, pero al abrirlo le¨ª: 'El miembro sexual de la comadreja es huesudo', y ya no puede dejarlo. Opt¨¦, pues, por la novela de un contempor¨¢neo, pero el muy listo me la hab¨ªa dedicado. Sopes¨¦ el siguiente volumen: vaya, nunca sabes cu¨¢ndo vas a necesitar una biograf¨ªa de Patton.
No se me da bien contar, porque es raro que si extraes un libro de cada 10 y tienes m¨¢s de tres mil, te salgan al final s¨®lo 20. De esos 20 indult¨¦ la antolog¨ªa de poetas de Botsuana y busqu¨¦ desesperadamente d¨®nde esconder los dem¨¢s por casa. Pero ya tengo los atlas haciendo de contrapeso en varios lugares y se me ha prohibido llevar libros a las estanter¨ªas de las ni?as desde que una canguro extrajo de entre los cuentos Sacrificios humanos, de Davies, y les ley¨® que Schweinfurt llamaba a los mangbetus del Congo 'la gente que no ten¨ªa tumbas' no porque no enterraran a sus muertos, sino porque se los com¨ªan. Ahora ya no hay quien las contente con Andersen.
Las posibilidades de colocar determinados t¨ªtulos en casas de la familia tambi¨¦n estaba agotada desde que mi padre se satur¨® de ciencia-ficci¨®n y mi cu?ado navegante descubri¨® que yo le regalaba los libros de Patrick O'Brian s¨®lo para recuperarlos cada vez que me apetec¨ªa leerlos.
?Diablos, ten¨ªa que ser m¨¢s duro! Al fin y al cabo, me jugaba mi juventud. Me revest¨ª de intransigencia talib¨¢n y logr¨¦ por fin una buena pila de libros. Los empaquet¨¦ sin atreverme a mirarlos, con la mala conciencia de Abraham preparando a Isaac. Ahora ten¨ªa el problema de ad¨®nde llevarlos. Regalarlos a alguien conocido estaba descartado: ?y si mis libros le proporcionaban alguna buena idea? ?Qu¨¦ horror! Abandonarlos en la calle me parec¨ªa tambi¨¦n siniestro: ?qu¨¦ mano atrapar¨ªa mi Manual del hipnotizador o acariciar¨ªa mis huellas sobre La arboleda perdida?
Entonces me vino a la cabeza una ocurrencia brillante. La asociaci¨®n de jubilados de mi barrio dispone de una estupenda sede en una casa f¨¢cilmente controlable desde mis ventanas. Yo pod¨ªa ver perfectamente sus estanter¨ªas vac¨ªas. Cargu¨¦ mis libros y se los llev¨¦. Estuvieron encantados, aunque al abrir los paquetes pusieron una cara rara ante Sexualidad t¨¢ntrica, Paisajes de Rodas y La gu¨ªa del observador de ballenas en Hawai. En fin, no todo iban a ser best sellers.
La soluci¨®n no ha podido ser m¨¢s perfecta: con los prism¨¢ticos sigo d¨ªa a d¨ªa el estado de mi biblioteca anexa, avizorando emocionado c¨®mo tal o cual anciano se embarca en la lectura de Los ¨²ltimos d¨ªas del puente de Remagen o Aprenda usted mismo urdu. Pasan las semanas y yo les suministro y les suministro.
Y me estremezco de placer pensando c¨®mo ser¨¢, dentro de unos a?os, el reencuentro.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.