El volc¨¢n bajo la hierba
Abundan ¨²ltimamente, y no es queja, las antolog¨ªas y las traducciones de Emily Dickinson, la eremita de Amherst. Recibo la de Lorenzo Oliv¨¢n en Pre-textos, bajo el t¨ªtulo de La soledad sonora. Esos poemas se leen y se releen con un estremecimiento, si uno no es de piedra p¨®mez. Como sus p¨¢jaros lejanos, los versos de la Dickinson revelan 'apenas un leve matiz / un oscilar de remos, una dicha, / para hundirse despu¨¦s en la distancia'. Todo esto, sin remisi¨®n, me trae recuerdos de mi paso por Amherst, muchos a?os atr¨¢s, de esa casa de la poetisa que mi memoria hab¨ªa fijado en madera blanca para resultar ser -lo compruebo ahora- de ladrillo rojo. Eso forma parte de una historia que ya he contado (en el dietario reciente Les hores fecundes). Es curioso, en todo caso, que Natalia Ginzburg rememorara hace poco, en este mismo peri¨®dico, una visita a esa morada, con unas sensaciones muy parecidas a las m¨ªas. Entonces Ginzburg no conoc¨ªa la l¨ªrica concentrada de aquel genio interior, y su paso por el que fue el centro de su mundo la dej¨® poco menos que indiferente. S¨®lo m¨¢s tarde, con la llave de acceso a uno de los conjuntos po¨¦ticos m¨¢s singulares de las letras occidentales modernas se le abri¨® tambi¨¦n el significado de aquel edificio simple, ese lugar que sorprende precisamente por la ausencia de ninguna caracter¨ªstica destacable. Tambi¨¦n sus contempor¨¢neos debieron orillar a la triste Emily cuando pasaban a su lado para ir a la iglesia o al colmado, ignorando que estaban en presencia de un talento absolutamente excepcional. Apenas un siglo despu¨¦s de su muerte, nuestro mundo -y nuestro mundillo literario- son esencialmente diferentes de lo que fue y de lo que represent¨® Emily Dickinson. En palabras de Ginzburg: '?Qui¨¦n, de entre nosotros, si fuera poeta, se resignar¨ªa a una oscura existencia de solterona de pueblo? Har¨ªa, al menos, alg¨²n intento de fuga. Ella no. ?Qui¨¦n aceptar¨ªa hoy la prisi¨®n familiar de por vida, la angustia de una existencia tan tranquila y, al mismo tiempo, tan miserable? (...) Ni en sue?os nos pasar¨ªamos la vida escribiendo versos sin imprimirlos; tal es la avidez que sentimos por publicar todo aquello que escribimos. No por af¨¢n de gloria, sino siempre con la secreta esperanza de que alguien escuche nuestra voz desde el ¨²ltimo rinc¨®n del universo y nos conteste. Y es posible que, si la Dickinson pasara por nuestro lado, no la reconoci¨¦ramos. ?C¨®mo reconocer el genio y la grandeza en una solterona vestida de blanco que sale a pasear con su perro? Nos parecer¨ªa extravagante, y a nosotros no nos gusta la extravagancia, nos gusta la locura'.
Es posible, sin embargo, que haya una relaci¨®n directa entre la vida de ermita?a que llev¨® Emily Dickinson y su fascinante mundo po¨¦tico, un cosmos interior cuya sintaxis anuncia el desquiciamiento de nuestra ¨¦poca. Son versos con extra?as fronteras con el aforismo, por un lado, y el haik¨², por otro. Pero del primero se aparta por una carga voluntaria de irracionalismo, y al segundo lo aleja -sin perderlo de vista- quiz¨¢ una secreta voluntad parad¨®jica. Hay algo de delicadeza oriental en estos poemas de Nueva Inglaterra, pero sobre todo se trata de un altar dedicado al anti¨¦xito en el pa¨ªs que se aprestaba a alumbrar la moral del podio.
No sirve de nada decirlo, pero aquella casa de Amherst es lo contrario de la mansi¨®n cat¨®dica del Gran Hermano. Por eso su propietaria sigue pareci¨¦ndonos maravillosamente extravagante, cuando esper¨¢bamos que se tratara, en suma, de una pobre loca.
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