Pablo

La m¨¢s reciente novela del escritor argentino Pablo de Santis relata c¨®mo el cal¨ªgrafo Dalessius recurre a su arte para ganarse la confianza de un amo receloso: traza sobre un charco palabras invertidas que luego imprime en papel de seda con s¨®lo depositar el pliego sobre la pel¨ªcula de agua. El resultado es de una fragilidad que mueve al amo a atenuar su respiraci¨®n con el fin de que un golpe de aire m¨¢s violento de la cuenta no arruine el prodigio. A cada momento, la delicadeza del soporte puede deshacer la obra de Dalessius; del mismo modo, uno teme que la prosa de De Santis se desvanezca, se diluya, acabe por borrarse por completo como los signos en el agua. Cada tarde recorro los peri¨®dicos, escucho los noticiarios radiof¨®nicos y engullo telediarios preocupado por la situaci¨®n de Argentina, ese pa¨ªs que tantas veces he fatigado desde el sill¨®n de la salita o la mesilla de noche, y busco a De Santis entre las fotograf¨ªas y los reportajes de desastres. Tal vez espero que su rostro enjuto me dedique un saludo desde el otro lado que tranquilice a este desconocido que lo busca con desasosiego corrobor¨¢ndole que contin¨²a vivo, que la incertidumbre y las penurias no le impiden seguir armando esas novelas que me hacen contener el aliento.

De Santis no escribe de crisis, de identidad nacional ni de decadencia de Occidente: sus protagonistas son detectives ocres que recorren museos llenos de relojes y esqueletos, bibliotecarios que se lanzan a redactar una enciclopedia de su propia vida, traductores que luchan contra una lengua malvada que nadie puede emplear si no quiere comprometer el universo. Contemplo mi televisor y me pregunto qu¨¦ lugar existe entre su cat¨¢logo de atrocidades para esas nimiedades que nos dan la vida, la belleza, el humor, el encanto, y hasta cu¨¢ndo podr¨¢ resistir la imaginaci¨®n de De Santis el acoso de esa realidad descort¨¦s y ego¨ªsta con la que comparte almohada. No se me ocurre m¨¢s que apagar el televisor, como si ese gesto frenase las calamidades que esconde: como si mi mano, pobre bobo, les impidiera alcanzar el jard¨ªn donde las novelas que amo deben seguir creciendo.