EL ESP?RITU DE MALALAI
Liberadas del r¨¦gimen talib¨¢n, las afganas se debaten entre el peso de una tradici¨®n que las confina al hogar y la rebeld¨ªa que encarna Malalai, su Agustina de Arag¨®n. Del lugar que las mujeres ocupen en la sociedad depende m¨¢s que de ning¨²n otro aspecto el tipo de pa¨ªs en que va a convertirse Afganist¨¢n.
A su edad, las afganas somos ya viejas', me confiesa Shiringul. Y eso que me he quitado un par de a?os por respeto. Ella ha cumplido pocos m¨¢s que yo y parece mi madre. '?En su pa¨ªs tambi¨¦n prefieren tener ni?os que ni?as?', pregunta mientras me mira desde unos ojos trist¨ªsimos que contradicen su amplia sonrisa. Shiringul ha tenido siete hijas. Una desgracia en una sociedad en la que los varones deciden hasta el nombre de sus mujeres cuando se casan. 'S¨ª, en mi tiempo era as¨ª, pero mi marido no me lo cambi¨® porque le gustaba Shiringul; ahora ya no se hace', concede. Sus palabras reflejan unos valores patriarcales y at¨¢vicos que los talibanes llevaron a su paroxismo encerrando a las mujeres en casa, por ley .
Roya: 'He decidido que ya no compro otro 'burka'; cuando ¨¦ste se rompa, saldr¨¦ a cara descubierta'
Latifa Mirad: 'Nos hemos quitado el 'burka', pero seguimos teniendo muchos problemas'
'Eran una panda de salvajes incultos', les describe esta mujer religiosa y tolerante. Ella no recibi¨® en su d¨ªa una educaci¨®n completa, pero todas sus hijas han estudiado y, durante el r¨¦gimen de los seminaristas, tuvieron profesores particulares. Shiringul, que como la mayor¨ªa de las mujeres de su generaci¨®n siempre llev¨® el burka para salir a la calle y nunca cuestion¨® su subordinaci¨®n al marido, ha seguido casando a sus hijas como a ella la casaron sus padres: sin consultarles. Y sin embargo, su fortaleza y empuje al frente de la familia (el padre se ha refugiado en la jardiner¨ªa desde que la guerra le dejara sin trabajo) les han dado un modelo lejos de la sumisi¨®n y la complacencia que pod¨ªa esperarse.
Su hija Roya ha heredado el esp¨ªritu de Malalai, la hero¨ªna que encarna la tradici¨®n de desaf¨ªo de las afganas. Esta Agustina de Arag¨®n afgana ret¨® a su marido a morir combatiendo frente los ingleses en la segunda guerra angloafgana a finales del siglo XIX. Roya, una miniaturista vocacional que ha vuelto a sus estudios de pintura en la universidad, reta a los funcionarios inoperantes, a los vendedores listillos del bazar y a cualquiera que intente arrinconarla, desde debajo de su burka agujereado. 'He decidido que ya no voy a comprarme otro; cuando ¨¦ste se acabe, saldr¨¦ a la calle a cara descubierta', anuncia decidida. Y es que en su ciudad, Herat, las autoridades locales no propician el cambio. 'Ni siquiera hay una presentadora en la televisi¨®n', se queja Roya, 'estamos peor que en Kandahar'.
Como ocurr¨ªa en la etapa talib¨¢n, all¨ª donde las costumbres son m¨¢s relajadas se imponen con m¨¢s fuerza leyes restrictivas. En Kandahar, la cuna de los seminaristas isl¨¢micos, las ONG tienen dificultades para reclutar personal femenino. En la vecina provincia de Helmand, ni lo intentan. Durante mi visita a Lashkar Gah, su capital, varios hombres quedan impresionados por el dominio del dar¨ª de la traductora que me acompa?a. Farida les explica que es originaria de Herat. '?Ah!', asienten y, cambiando al pastu, el otro idioma oficial, que asumen que ella desconoce, comentan entre ellos: 'F¨ªjate a qu¨¦ grado de perversi¨®n han llegado las mujeres de Herat'. La perversi¨®n consiste en que Fariba no utiliza el burka y viaja cubierta a la iran¨ª, con un tupido guardapolvo de color verde oliva hasta los pies y un pa?uelo en la cabeza.
Con el desalojo de los talibanes, las afganas han podido volver a la escuela, al trabajo y a la calle sin escolta masculina. Sin embargo, los avances que se exhiben en Kabul llegan muy atemperados al resto de Afganist¨¢n. Y es que el punto de partida era tambi¨¦n diferente en provincias. En realidad, la ola liberal que se vivi¨® en la capital a principios de los a?os sesenta nunca lleg¨® muy lejos. Apenas un 10% de los afganos son capaces de leer y escribir en las zonas rurales, y ese porcentaje se reduce significativamente en el caso de las mujeres. 'Eso es lo verdaderamente grave y no el burka en el que tanto se fijan ustedes las occidentales', me espeta Zubaida.
Zubaida no es precisamente una mujer resignada. Casada y con cuatro hijos (tres ni?os y una ni?a), fue una de las dos ¨²nicas mujeres que siguieron trabajando en Kandahar durante el r¨¦gimen talib¨¢n. Y Kandahar era el feudo de esa milicia de extremistas isl¨¢micos. 'Me encargaba de las ¨¢reas rurales remotas para el PMA [el Programa Mundial de Alimentos, de la ONU]', rememora como si hiciera un siglo de eso. Su atrevimiento le vali¨® varias amenazas a su marido (que la acompa?aba como ch¨®fer) y ser confinada un mes en casa en el a?o 2000 tras la denuncia de un compa?ero de oficina. Ahora se ocupa del reparto de comida a los refugiados y no tiene que esconderse.
En cuanto abandonamos Kandahar, Zubaida se quita el burka y lo sustituye por un simple pa?uelo de cabeza negro. En la ciudad la conocen y teme por su familia. Esa misma presi¨®n social, dif¨ªcilmente perceptible por una extranjera, le impide enviar a su hija a la escuela. 'He contratado una profesora para que le ense?e en casa porque de momento no conf¨ªo en la situaci¨®n como para enviarla al colegio', explica ante mi sorpresa. Por eso intenta que ahora la destinen a Kabul, una ciudad grande donde no la conozcan tanto y pueda pasar m¨¢s inadvertida, una ciudad donde pueda mandar a su hija a la escuela y quitarse el burka sin llamar la atenci¨®n.
No es un caso aislado en Kandahar, donde resulta dif¨ªcil ver a ni?as de uniforme yendo o volviendo de clase. S¨®lo un 9% de las peque?as en edad escolar est¨¢n matriculadas en las provincias del Sur (frente al 45% en Kabul). 'Si mis hermanas fueran a la escuela, los vecinos nos llamar¨ªan de todo', admite Qadratullah, un joven relativamente instruido que se declara a favor de que las mujeres estudien. 'Es mejor para ellas', asegura. Pero el peso de la tradici¨®n se impone. 'Las personas educadas env¨ªan a sus hijas a la escuela, pero yo vengo de un medio sin mucha educaci¨®n', justifica. As¨ª que Qadratullah, que logr¨® completar el bachillerato y aprender un ingl¨¦s m¨¢s que decente, ha optado por ense?ar a sus hermanas en casa.
'Es una decisi¨®n de cada familia', defiende Naquibullah, el segundo hombre m¨¢s poderoso de Kandahar despu¨¦s del gobernador Gul Agh¨¢ Shirzai. El cl¨¦rigo Naquibullah, que renunci¨® a luchar por la ciudad para evitar un nuevo ba?o de sangre tras la expulsi¨®n de los talibanes, controla el aparato militar a trav¨¦s de sus comandantes. 'Hay muchas maestras y muchas ni?as que van a la escuela; como en la ¨¦poca del rey, vuelve a haber libertad para ello. Ahora bien, si no quieren ir, no es un problema', asegura convencido de que la educaci¨®n es, como la guerra, una elecci¨®n.
En Kabul nadie se atreve a defender que ir al colegio sea optativo, pero falta una acci¨®n m¨¢s decidida en ese sentido. El tira y afloja que el presidente Hamid Karzai mantiene con los gobernadores provinciales, verdaderos amos y se?ores en sus respectivas ¨¢reas de influencia, eclipsa este asunto. Y sin embargo, el estatuto de la mujer revela como ning¨²n otro asunto el tipo de pa¨ªs que los afganos quieren tener. En el trasfondo se halla tambi¨¦n el debate sobre el papel del islam en el Estado porque es la religi¨®n el argumento que utilizan los m¨¢s reaccionarios para limitar su emancipaci¨®n.
'El islam no da a la mujer el derecho de ser presidente', se apresur¨® a proclamar Abdul Rahman Qarizada, uno de los delegados a la Loya Jirga (Gran Asamblea) del pasado junio, cuando Masuda Jalal se atrevi¨® a competir con Karzai por la jefatura del Estado. En la calle, su intento no provoc¨® aspavientos y muchos aplaudieron su valent¨ªa a¨²n conscientes de sus escasas posibilidades. Masuda no propon¨ªa ninguna revoluci¨®n en su programa. Al contrario, siempre cubierta, insist¨ªa en el islam y sus valores. Pero su mera candidatura puso de relieve las diferencias e incluso contradicciones entre lo que los afganos entienden por islam.
'No he fracasado, he ganado. No me he convertido en presidente, pero si en un s¨ªmbolo para las mujeres afganas', respondi¨® satisfecha a quienes, como Qarizada, se alegraban de que no resultara elegida. 'Las mujeres deben poder hacer todo en Afganist¨¢n, no s¨®lo quedarse en casa', defiende Masuda mientras sopesa si va a cambiar su empleo en una agencia de la ONU por la pol¨ªtica. 'Tiene que haber mujeres en todos los ¨¢mbitos de la sociedad, trabajando codo con codo con los hombres, en el marco de la cultura isl¨¢mica', admite por su parte el nuevo presidente, atrapado entre su voluntad modernizadora y su conocimiento del conservadurismo que impera en el pa¨ªs.
Tal como evidenci¨® la Loya Jirga, un peque?o pero activo grupo de mujeres desea un Estado laico que no imponga el velo o leyes patriarcales, pero muchas otras se muestran a favor de un r¨¦gimen religioso y aseguran que es m¨¢s efectivo luchar por los derechos de la mujer en el marco isl¨¢mico. En ese foro, las islamistas, a las que apoyan los ex muyahid¨ªn que controlan el actual Gobierno, obtuvieron la delantera. Las activistas laicas o musulmanas moderadas fueron descalificadas con una sola palabra: comunistas, todo un insulto en un pa¨ªs que culpa de su fracaso a la antigua Uni¨®n Sovi¨¦tica.
Muchos afganos han olvidado que el esp¨ªritu de Malalai es anterior a la influencia sovi¨¦tica. Un siglo despu¨¦s de que aquella hero¨ªna hiciera justicia a la valent¨ªa de las afganas, fueron una vez m¨¢s las mujeres las que plantaron cara al invasor. Las revueltas estudiantiles contra los sovi¨¦ticos partieron en gran medida de las escuelas femeninas. Las chicas lanzaban sus velos a los soldados afganos, a los que acusaban de falta de hombr¨ªa por su apoyo al ocupante. Treinta de los 50 estudiantes que cayeron bajo las balas en abril de 1980 eran chicas. Varios cientos fueron encarceladas por su rebeld¨ªa.
Pero Malalai y las manifestantes antisovi¨¦ticas se movilizaron en defensa de su pa¨ªs, no reivindicaban nada para ellas. Tal como recuerda la antrop¨®loga Nancy H. Dupr¨¦e, 'las mujeres afganas han recibido sus derechos. No han luchado por su causa (...) Un Gobierno y un Parlamento dominado por hombres aprobaron la Constituci¨®n que les garantizaba esos derechos. Una sociedad dominada por hombres se los arrebat¨® despu¨¦s'. Ahora tienen una oportunidad de recuperarlos. Y han empezado a hacerlo volviendo a los trabajos de los que les expulsaron los talibanes y dejando o¨ªr su voz en la Loya Jirga.
De forma muy significativa, la primera escultura que se est¨¢ esculpiendo en Afganist¨¢n tras el cambio de r¨¦gimen se titula Mujer afgana. 'Constituye un s¨ªmbolo de los problemas que tuvimos durante el r¨¦gimen anterior', explica Mohamed Adlam Farhad, director del proyecto y decano de la Facultad de Bellas Artes, antes de recordar que con los enturbantados no estaban permitidas ni la escultura ni la pintura figurativas. 'S¨®lo paisajes y caligraf¨ªa isl¨¢mica', precisa.
'Trabaj¨¢bamos de forma secreta en casa', confiesa Latifa Mirad, una de las profesoras del centro, ante su carboncillo Madre con ni?o. Tambi¨¦n es un s¨ªmbolo, pero de las dificultades actuales. 'Nos hemos quitado el burka, pero seguimos teniendo muchos problemas', constata Mirad. 'No hay guarder¨ªas y las madres con hijos peque?os, como yo, tenemos que hacer un gran esfuerzo para mantener el inter¨¦s en nuestros trabajos'. Esta profesora, que ense?¨® pintura durante 14 a?os antes de que los talibanes la confinaran en el hogar, lleva ahora varios meses sin cobrar su sueldo. 'Necesitamos la ayuda del Gobierno porque no podemos comprar telas y pinturas', concluye.
Pero para muchas mujeres no es una vocaci¨®n. 'Nos guste o no, tenemos que trabajar [fuera del hogar]', explica Nasifa, una madre de familia viuda que desde hace seis a?os mantiene a sus cinco hijos gracias a su empleo en una de las panader¨ªas patrocinadas por el PMA. 'No tengo educaci¨®n, por eso no he encontrado un trabajo mejor', confiesa realista. '?se ha sido el gran error de este pa¨ªs, por eso quiero que mis hijos estudien'. 'Tambi¨¦n las ni?as', precisa, 'las mujeres somos igualmente inteligentes, pero no hemos tenido oportunidades'.
En las bodas afganas, el novio ve por primera vez la cara de su prometida a trav¨¦s de un espejo. A partir de ahora, los afganos van a tener que acostumbrarse a mirar a sus mujeres frente a frente. Antes de despedirnos, Shiringul me conf¨ªa una importante decisi¨®n que ha tomado con su marido. 'A las dos hijas que nos quedan en casa vamos a consultarles antes de casarlas. Ahora ya no hay temor de que puedan llev¨¢rselas los talibanes'. Roya, de momento, ya ha dicho no a un pretendiente que rondaba a su padre. 'Quiero acabar mis estudios', justifica.
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