Recuerdos de Chillida
El autor recuerda que el escultor acud¨ªa sin falta a las primeras concentraciones pacifistas minoritarias en San Sebasti¨¢n.
A las primeras concentraciones donostiarras que convocaba Gesto por la Paz tras cada muerte en la absurda sangr¨ªa vasca sol¨ªa asistir bastante poca gente. Un pu?ado de abnegados entusiastas reunidos en la Plaza Guip¨²zcoa, a las ocho de la tarde. Una pancarta pidiendo paz, un cuarto de hora de silencio y al final un redoble de aplausos. Estos plantones eran algo ins¨®lito entonces, en aquella era remota y desolada (?hace cu¨¢nto: doce o quince a?os?). Entre nosotros nos conoc¨ªamos casi todos, pero hab¨ªa pocas caras famosas para el observador exterior. La gente popular no ten¨ªa claro qu¨¦ ganar¨ªa asom¨¢ndose por all¨ª (lo que se pod¨ªa perder era m¨¢s evidente, pues los grupos de hostigadores que a menudo ten¨ªamos enfrente dejaban poco lugar a dudas); y la gente fina, sutil, la crema de la intelectualidad, recela firmemente de ese tipo de ingenuas demostraciones en la v¨ªa p¨²blica. Ni con unos ni con otros, las cosas siempre son m¨¢s complejas... Adem¨¢s ellos est¨¢n demasiado ocupados escribiendo, meditando, componiendo, pintando, filmando sus obras maestras. ?Que salgan a la calle los jubilados y las amas de casa!
Me aferro al recuerdo de Eduardo, su bello perfil en aquellas tardes de rebeld¨ªa
Entre aquellos ciudadanos donostiarras de la primera hora, el m¨¢s c¨¦lebre sin duda era Eduardo Chillida. Entre los dem¨¢s, como cualquiera de los dem¨¢s. Erguida con sencillez su hermosa cabeza, tan fieramente humana. Y a su lado Pilar, claro: siempre con Pilar. A?os despu¨¦s nos toc¨® llevar juntos, con muchos m¨¢s, la pancarta en una manifestaci¨®n para exigir la libertad de un secuestrado (creo que era Julio Iglesias Zamora), una marcha
que acab¨® en el reci¨¦n inaugurado estadio de Amara, abarrotado de p¨²blico. Mientras atraves¨¢bamos lentamente el recinto hacia el improvisado escenario donde se leer¨ªa el comunicado final del acto, le coment¨¦ que ¨¦l no pod¨ªa comprender la emoci¨®n que yo sent¨ªa en ese momento. ?Claro que s¨ª, hombre -me dijo- tanta gente aqu¨ª, las voces de aliento y de protesta, etc...! 'No', le contest¨¦, 'no es eso. Es que t¨² adem¨¢s de escultor has sido futbolista y yo es la primera vez que piso un campo de f¨²tbol'...
Luego una importante editorial suiza decidi¨® publicar un volumen de gran lujo, una joya bibliogr¨¢fica ilustrada por Eduardo y con textos de Cioran. Como Chillida no le conoc¨ªa, Cioran ten¨ªa miedo de que no aceptase el encargo, que a ¨¦l le ven¨ªa muy bien porque atravesaba una de sus cr¨®nicas apreturas econ¨®micas. Cuado ya todo estaba felizmente convenido y en marcha, un grupo de ¨¢cratas art¨ªsticos pintarraje¨® el Peine de los Vientos, una de las piezas m¨¢s queridas por Eduardo, adorn¨¢ndolo con citas anti-establishment tremebundas entre las que hab¨ªa varias de Cioran. No deja de ser conmovedora la pasi¨®n de muchos anarcos por Cioran, quien era un conservador desesperado que consideraba no ya a los enemigos radicales de los establecido sino a cualquier modesto sociadem¨®crata como dementes o falsarios: ten¨ªa en general poqu¨ªsima simpat¨ªa por cualquiera que creyese posible cambiar algo en el mundo para mejor... salvo quiz¨¢ en Ruman¨ªa. El caso es que Chillida se enfad¨® bastante -o a Cioran le contaron que se hab¨ªa enfadado- y mi amigo rumano, demasiado rumano, me pidi¨® que interviniese para aclararle que ¨¦l no ten¨ªa nada que ver con la profanaci¨®n. Al final todo se arregl¨®, el libro se hizo y result¨® muy bien. Yo pude nada m¨¢s echarle un vistazo en casa de Cioran, porque su precio resultaba francamente prohibitivo... Adem¨¢s ven¨ªa a ser un poco demasiado voluminoso para mis gustos bibliogr¨¢ficamente minimalistas.
?ltimamente me cruz¨¦ varias veces con Eduardo Chillida, durante mis paseos yendo o volviendo del Peine de los Vientos, que ¨¦l tambi¨¦n hac¨ªa de vez en cuando. La atroz enfermedad le iba minando poco a poco. A veces charl¨¢bamos normalmente y otras me saludaba con suma cortes¨ªa, como si no me recordase: '?Viene usted mucho por aqu¨ª? ?Le gusta San Sebasti¨¢n?'. Todos estamos hechos de fr¨¢gil y enga?osa memoria, de irreparable olvido. Antes de que todo lo dem¨¢s se borre, me aferro al recuerdo de Eduardo en la plaza Guip¨²zcoa, aquellas tardes de rebeld¨ªa, entre la gente y con la gente. Alto y piadoso su bello perfil, trabajado por el esfuerzo, por el empe?o, por la b¨²squeda de formas: el artista en la plaza p¨²blica, convertido ¨¦l mismo en obra de arte civil.
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