Garabatos
Acababan de estrenar uno de los nuevos autobuses tur¨ªsticos de Madrid. Estaba limpio e impecable con su tono mandarina reluciente dando la nota de color en la Gran V¨ªa. Se detuvo en la parada entre Callao y la Red de San Luis para a recoger a una pareja de japoneses y tres se?oras de configuraci¨®n n¨®rdica. En cuanto subieron el veh¨ªculo reemprendi¨® la marcha y fue en ese momento cuando, de s¨²bito, surgieron por detr¨¢s dos chicos de unos quince o diecis¨¦is a?os.
Por la forma en que se acercaron parec¨ªa que fueran a colgarse del pescante, sin embargo, el objetivo de los chavales no era realizar una visita tur¨ªstica de polizones. Cuando ambos se hallaban a dos palmos de la trasera sacaron del bolsillo unos aerosoles y con la prepotencia de quien empu?a un arma gal¨¢ctica estamparon su firma en la piel met¨¢lica del veh¨ªculo hasta entonces impoluto. Los dos mocosos abandonaron la escena del crimen con la satisfacci¨®n y los aires de grandeza propios de quien acaba de conquistar el Eve-rest. Eran las doce del mediod¨ªa y aunque la Gran V¨ªa estaba repleta de gente, ni un transe¨²nte les dirigi¨® una sola palabra de recriminaci¨®n. Me he tomado la molestia de preguntar en un taller de chapa lo que costar¨¢ devolverle a esa trasera a su estado original y no baja, seg¨²n dicen , de las cuarenta mil. Ocho mil duros cuesta el que dos ni?atos se diviertan con estas haza?as.
Semanas antes de producirse la escena tuve la oportunidad de presenciar otra a¨²n m¨¢s sangrante. Un joven algo m¨¢s crecidito se paraba frente a la fachada reci¨¦n restaurada de un emblem¨¢tico edificio del centro de Madrid. Ni un solo adem¨¢n de nerviosismo, ni un solo gesto de premura en su proceder. Como si el muy imb¨¦cil hubiera recibido el encargo de la Real Academia de Artes de San Fernando sac¨® de la mochila el rotulador gigante y en menos de un minuto dej¨® la pared de m¨¢rmol emborronada de signos inteligibles. Con la misma tranquilidad que ejecut¨® su obra, el tipo recogi¨® la herramienta y se march¨®. Aunque era un tirillas, tampoco en esta ocasi¨®n hubo nadie que se atreviera siquiera a llamarle la atenci¨®n.
Una jornada entera estuvieron trabajando dos operarios en el intento de limpiar aquella pared. Pero, ni las lanzas de agua a presi¨®n ni los ¨¢cidos que emplearon consiguieron borrar del todo los garabatos que el decorador espont¨¢neo hab¨ªa inscrito sobre el m¨¢rmol en los sesenta segundos de inspiraci¨®n. Como los chicos del autob¨²s y este ¨²ltimo de la fachada hay cientos pululando por Madrid pintarrajeando todo lo que encuentran. Ellos son en gran medida los culpables de que la ciudad est¨¦ hecha un asco. No hay en la capital una sola valla, un portal ni una pared que no haya recibido la visita de estos elementos. Entre los de su clase tienen a gala ser los primeros en pintar sobre los edificios nuevos o reci¨¦n rehabilitados. De la misma forma establecen una gran competencia por ocupar con sus rotuladores y aerosoles aquellos espacios que m¨¢s se ven.
Al margen de los efectos demoledores en t¨¦rminos est¨¦ticos, esta gracia nos cuesta cientos de millones de pesetas a los ciudadanos que aspiramos a vivir en una ciudad presentable. Un da?o que no guarda proporci¨®n alguna con el castigo ni las medidas represoras que se aplican contra quienes lo causan. Ciertos papanatismos culturales han terminado por extender la idea de que en el graffiti hay un punto de expresi¨®n art¨ªstica que merece la pena considerar. No dudo de que se manifieste ese m¨¦rito en alg¨²n caso muy excepcional, pero por cada uno que muestre un rasgo art¨ªstico en sus garabatos hay mil pintamonas arruinando la imagen de Madrid.
Semejante desproporci¨®n certifica la necesidad de tomar iniciativas que pongan coto a la acci¨®n de los grafiteros. En primer lugar resulta indispensable acabar con la permisividad reinante. La pasividad de las autoridades es tal que ahora mismo ni les rega?an y no existe siquiera un dispositivo de prevenci¨®n o vigilancia para cazarles. Por muchos y eficaces que sean los esfuerzos de la Concejal¨ªa de Limpieza, as¨ª es imposible lavar la cara de la ciudad. No se trata de meter a nadie en la c¨¢rcel por pintar las paredes, pero s¨ª al menos obligarles a que limpien lo que ensucien o paguen el coste de la limpieza. Un escarmiento para que la pr¨®xima vez pinten en la pared de su casa.
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