El volc¨¢n y su volcana
Realmente ni ella ni yo sab¨ªamos a d¨®nde ¨ªbamos. A las ni?as no se les dan tantas explicaciones, se les dan sus besos. Lo que si nos ofrec¨ªan era un pa¨ªs nuevo, distinto, en que no ¨¦ramos m¨¢s que unas cochinas extranjeras. 'L¨¢rguense a su tierra' -nos dec¨ªan en la calle. Cuando mam¨¢ sal¨ªa, sub¨ªamos a la azotea a rezar por los que se hab¨ªan quedado en la guerra. Entonces las mujeres que descolgaban la ropa del tendedero porque iba a caer la noche nos dec¨ªan: 'Pinches fuere?as ?qu¨¦ hacen aqu¨ª chup¨¢ndole la sangre a nuestro pa¨ªs?'.
Sin embargo, ni ella ni yo nos sent¨ªamos forasteras a pesar de que nos consideraban gabachas. 'Miren, las metecas ¨¦sas comen chile. Ahora segurito se van a zampar un mole de Oaxaca'. Al contrario, quer¨ªamos pertenecer, lo dese¨¢bamos con desesperaci¨®n pero no nos d¨¢bamos cuenta de la gravedad de nuestra angustia hasta que en una poller¨ªa vimos un calendario lascivo de Jes¨²s Helguera en glorioso technicolor: los dos volcanes que presiden la vida del valle de M¨¦xico.
Ixtacihualt muri¨®, quiz¨¢ porque su padre prefiri¨® matarla a entregarla en premio. 'Has ganado, pero de mi hija s¨®lo puedo darte el cad¨¢ver'
A las ancianas las adornamos con alacranes, ara?as, tar¨¢ntulas, v¨ªboras, pira?as, murci¨¦lagos y otras sabandijas porque en eso termina la vida
Quisimos entrar al volc¨¢n para volvernos mexicanas y lo que descubrimos fue una manera distinta de pertenecer. Volc¨¢n nos abraz¨®
La sabidur¨ªa de Juan Cruz hab¨ªa surgido de su contacto con los espacios siderales y le permit¨ªa no s¨®lo analizar, sino prever los fen¨®menos atmosf¨¦ricos
No pas¨® un d¨ªa sin que sinti¨¦ramos que reviv¨ªamos la historia de los primeros amantes que ense?orean con su grandeza el Valle de M¨¦xico
Emocionadas, escuchamos al pollero contarnos la historia de un cacique traicionado que emprendi¨® una guerra a muerte contra el emperador azteca y para ello busc¨® al Popocatepetl. ?l le dijo que s¨ª, a cambio de la Ixtacihuatl, su hija, a qui¨¦n am¨® desde que la vio por primera vez. Ixtacihuatl muri¨®, quiz¨¢ porque su padre prefiri¨® matarla a entregarla en premio. 'Has ganado pero de mi hija s¨®lo puedo darte el cad¨¢ver'. Popocatepetl tom¨® a la princesa en sus brazos y la llev¨® hasta la cima nevada. All¨ª tendi¨® el cuerpo de la amada, cruz¨® sus brazos sobre su pecho como se les hace a todos los muertos y encorvado bajo el peso de su tragedia se arrodill¨® a su lado. Dobl¨® la cabeza y la vel¨® la noche entera. A la ma?ana siguiente ya no eran hombre y mujer sino volc¨¢n y volcana. ?l era capaz de estallar, ella dormir¨ªa de aqu¨ª a la eternidad.
El pollero entr¨® en ¨¦xtasis al contar la leyenda y nosotras decidimos reencarnarla. 'T¨² vas a ser mi volcana' -le dije a ella. 'Vamos a demostrarles a estos se?ores que no somos despreciables por venir de fuera'. Para conseguirlo, fuimos al coraz¨®n de volc¨¢n a preguntarle si ten¨ªamos vocaci¨®n de monta?as. Como respuesta volc¨¢n nos abri¨® la mente. Nos hizo entender que si de algo somos es de la tierra, que el mar se desborda, cubre todo el planeta y se tiende por igual ante todas las ventanas pero que los volcanes son la ¨²nica posibilidad de desahogo de la tierra, a trav¨¦s de ellos suspira y tiene sus cat¨¢rsis.
Despu¨¦s ya no fuimos las mismas. Comprendimos que no pertenec¨ªamos al pa¨ªs de donde hab¨ªamos venido ni tampoco a ¨¦ste. Quisimos entrar al volc¨¢n para volvernos mexicanas y lo que descubrimos fue una manera distinta de pertenecer. Volc¨¢n nos abraz¨®: 'Ustedes son m¨ªas como yo soy de la tierra'. Bajamos al pueblo alucinadas y con un ¨²nico deseo: volvernos monta?as.
?C¨®mo se vuelve uno monta?a? Desde luego no es cosa de un d¨ªa para el otro y hay que ensimismarse; ir cubri¨¦ndose de capas sucesivas, de hojas vivas, de tierra mojada, asentarse sobre el suelo con calma y esperar a que el traje terrestre se adhiera al alma y no resbale o lo deslaven las altas nieves. Los atardeceres ayudan porque el tiempo se detiene, se va aquietando y entonces es m¨¢s f¨¢cil ordenar las ideas. Durante el sue?o cada piso de piedra va subiendo y entonces uno crece hacia arriba.
-Necesitamos un tiempero -me dijo ella.
A los tiemperos, las volcaneras, los chamanes y los graniceros, los volcanes se les revelan en sue?os y les piden lo que quieren; que sahumerio, que flores blancas, que banquete espiritual. Los tiemperos saben cu¨¢les deben ser las alabanzas, de qu¨¦ tama?o la cruz de ocote, d¨®nde est¨¢n las cuevas y los r¨ªos subterr¨¢neos. Fuimos a Chalco y a Cholula, a Atlixco y a Tlamacas y ya cuando est¨¢bamos desalentadas de tanto rechazo y tanta desconfianza, apareci¨® Juan Cruz. Era un tiempero, un conocedor del tiempo, un granicero que se comunicaba con las nubes y les hablaba de t¨². Viv¨ªa al comp¨¢s de la V¨ªa L¨¢ctea y segu¨ªa los acontecimientos del mundo desde lo alto. La sabidur¨ªa de Juan Cruz hab¨ªa surgido de su contacto con los espacios siderales y le permit¨ªa no s¨®lo analizar sino prever los fen¨®menos atmosf¨¦ricos. Con s¨®lo ver el horizonte, sentenciaba: 'Va a llover' y se desataba la tormenta. 'La naturaleza es mi familia, con ella me cas¨¦ y en ella quiero morir' -nos dijo y a partir de ¨¦se momento ella no dej¨® de consultarlo.
Juan Cruz me hizo sufrir porque estoy segura de que se enamor¨® de ella. Desde el primer momento, en su jacal le dirigi¨® sus respuestas a ella, la mir¨® a ella, la escuch¨® a ella. Yo era un estorbo a pesar de que el me convirti¨® en la cargadora y cuando sal¨ªamos a buscar las mazorcas del ma¨ªz m¨¢s tierno, los hongos, las ra¨ªces, las flores felices, el me las pon¨ªa en los brazos porque era la m¨¢s fuerte. Ellos dos se correteaban en la milpa, retozaban, yo nunca pude desaparecer y los segu¨ªa cargada con lo que iba a ser la ofrenda. O¨ªa sus risas entre las varas altas y una vez los cach¨¦ tirados en el musgo ella boca arriba y ¨¦l encima de ella ri¨¦ndole en la cara. Solt¨¦ la ofrenda. Ninguno de los dos se inmut¨® al verme, siguieron riendo, como que iban a meterse uno dentro del otro y la verdad a ella nunca la hab¨ªa visto m¨¢s entregada. A ¨¦l, habr¨ªa podido yo matarlo.
Fueron muchos los preparativos, conocimos la vida de los pueblos que se apelotonan en la falda de los volcanes y nos unimos a las ofrendas de los graniceros y tiemperos. Juan Cruz, el m¨¢s alerta de todos los campesinos nos advirti¨® que el Popocatepetl, monte alto que humea, tiene mal genio y es bien rencoroso. A veces amanece enojado y se sacude a aquellos que se le suben encima. Soplan vientos amargos, giran las borrascas de nieve sobre las cordilleras ¨¢speras y se vienen abajo los alpinistas como moscas y ¨¦l mismo los sepulta en las grietas de su enorme cuerpo. Cuando Juan Cruz dec¨ªa eso si me miraba a los ojos como envi¨¢ndome al abismo. El ya me hab¨ªa condenado.
Acostumbradas a la nieve y al fr¨ªo de los largos inviernos europeos, supimos abrirnos paso en la neblina, llegar hasta su punta, acariciarla una y otra vez, rendirle el tributo de nuestro ascenso y dejarle la ofrenda que preparamos con cuidado: ma¨ªz negro, cempasuchitl, piloncillo, tortillas, cacahuate, fruta en una cazuela de barro nuevecita, pescados con agua para llamar a la lluvia, mole de camar¨®n que tambi¨¦n atrae a la lluvia y la hace interminable, una botella de aguardiente as¨ª como cigarros Alas y cuatro cervezas a los puntos cardinales, todo ello acomodado sobre un mantel bordado m¨¢s blanco que la nieve.
Era un hombre extra?o ¨¦se Juan Cruz y no nos soltaba ni a sol ni a sombra. Por m¨ª lo habr¨ªa mandado al carajo o me habr¨ªa medido con ¨¦l pero ella amanec¨ªa pronunciando su nombre. 'Hay que preguntarle a Juan Cruz'. 'No podemos lanzarnos si no le decimos a Juan Cruz'. 'Juan Cruz me dijo que ¨¦l nos acompa?ar¨ªa'. Alguna vez aventur¨¦ que lo dej¨¢ramos, que ya no lo aguantaba y ella me mir¨® con estupor. 'Nos va a caer la maldici¨®n'. '?Cu¨¢l maldici¨®n?'. 'La de la monta?a'.
Juan Cruz fue qui¨¦n nos dijo que si quer¨ªamos pertenecer di¨¦ramos funciones de El volc¨¢n y su volcana de pueblo en pueblo. Con ¨¦sa obra, siempre ser¨ªamos bien recibidas. Ella aplaudi¨® y de sus manos sal¨ªan mil rel¨¢mpagos cristalinos. Entonces me dio miedo. ?Ser¨ªa que los graniceros le hab¨ªan pasado sus poderes?
De nuestras representaciones la que m¨¢s gustaba era la de los dos campesinos -ella y yo, con nuestros sarapes- que llegaban a la capital y preguntaban sorprendidos: 'Pues ?d¨®nde est¨¢n los volcanes? ?Qu¨¦ ya se los llevaron?'. Era una obra ecol¨®gica un poco ingenua. Denunci¨¢bamos la contaminaci¨®n. Nuestros personajes cre¨ªan que los volcanes hab¨ªan salido de viaje o los hab¨ªan escondido a prop¨®sito para castigarlos porque sus ofrendas no hab¨ªan sido suficientes. Para ellos, los volcanes eran personas que no siempre est¨¢n en su lugar. A veces salen y se visitan unos a otros, van a saludar al Pico de Orizaba, al Nevado de Toluca, al Ajusco, al Paricut¨ªn, a la Malinche y hasta el cerro del Chapul¨ªn que es un montoncito de nada. Cuando yo ve¨ªa entre el p¨²blico a alg¨²n extranjero, a alg¨²n gringo despistado, viajaba a¨²n m¨¢s lejos -el Popo que era yo y la Ixta que era ella- y la tomaba de la mano para ir a saludar al Etna, al Vesuvio, abrazar a los Pirineos y las dos regres¨¢bamos encorvadas por el peso de ese gran vuelo, ten¨ªamos el mal de monta?a y todos aplaud¨ªan con emoci¨®n. Juan Cruz s¨®lo asist¨ªa de vez en cuando a las funciones pero nos controlaba a trav¨¦s de ella. Se alejaba s¨®lo para darse a desear. Ella preguntaba a otros tiemperos si lo hab¨ªan visto, c¨®mo estaba, qu¨¦ les hab¨ªa dicho. '?Mencion¨® mi nombre?' y al hacer esa pregunta se le hac¨ªa en el rostro un rictus de dolor que a m¨ª me lastimaba.
Tambi¨¦n, por consejos de Juan Cuz, hicimos tareas propias de nuestro sexo. 'No olviden que son mujeres' y bordamos manteles con flores, fundas de almohadas, s¨¢banas blancas y pa?uelos de llorar. Blusas, faldas, tapados, cinchos. Estrellas y flores en forma de astros para las se?oritas que ¨¦ramos, cempasuchiles amarillos y encendidos como el sol a mediod¨ªa para exaltar la f¨¦rtil madurez de las casadas, estrellas rojas para las viudas que as¨ª alertan al caminante. Con hilos verdes morados y negros cubrimos el cuerpo de las mujeres de la calle y a las solteronas les pusimos muchos p¨¢jaros deseando que las picaran hasta encontrar su agujerito. Hicimos alguna aportaci¨®n novedosa al a?adir letras sueltas sin significado en medio de los p¨¢jaros porque llegamos a la conclusi¨®n de que las solteras como mujeres no sirvieron para nada. A las ancianas, las adornamos como nos orient¨® Juan Cruz, con alacranes, ara?as, tar¨¢ntulas, v¨ªboras, pira?as, murci¨¦lagos y otras sabandijas porque en eso termina la vida.
No pas¨® un d¨ªa sin que sinti¨¦ramos que reviv¨ªamos la historia de los primeros amantes que ense?orean con su grandeza el Valle de M¨¦xico. Una dorm¨ªa y la otra contemplaba, una pasaba la noche en vigilia y la otra so?aba la historia universal. Nosotras dos ¨¦ramos como el cerebro del delf¨ªn, uno de cuyos hemisferios siempre est¨¢ despierto. Decidimos representar la leyenda frente a p¨²blicos de diversa ¨ªndole y nos hicimos llamar La Popo y el Ixta. En medio de las risas nos atrev¨ªmos a llamar amor a lo que nos un¨ªa.
Ixta era la que contaba la leyenda. Cerraba los ojos y acostada en el suelo empezaba a relatar un sue?o que a todos fascinaba. Era la mujer blanca y su blancura se extend¨ªa hasta los oyentes que se apretaban en torno a ella porque no quer¨ªan perder una sola palabra. Arrodillada a su lado, tambi¨¦n yo escuchaba en medio del silencio. Era un silencio extra?o, no de calma sino de expectaci¨®n. Todos esperaban que sucediera algo y yo tambi¨¦n pero no sab¨ªa qu¨¦. La quietud de mi compa?era m¨¢s que inspirar paz, era presagio de guerra.
Descalza, daba una impresi¨®n general de descuido. Un halo de luz incandescente rodeaba sus facciones, su cabello largo y enmara?ado, sus manos, de u?as no muy limpias que instintivamente cruzaba sobre su pecho quiz¨¢ para contener la emoci¨®n de su voz, la intenci¨®n de sus palabras. Era fina, delicada y sin embargo tuve un leve sentimiento del que despu¨¦s me arrepent¨ª: de repugnancia ante su belleza. En cambio mis facciones son demasiado marcadas para poder considerarme hermosa. A lo ¨²nico que podr¨ªa yo aspirar es a la fuerza. 'Tiene car¨¢cter'- me otorgar¨ªan o a lo m¨¢s me har¨ªan el favor de considerarme expresiva.
Una noche despu¨¦s de la representaci¨®n en una generosa cantina que ostentaba el nombre de 'Sal¨®n para familias', a ella le dijeron 'ex¨®tica' (claro, por extranjera) y entonces, para reivindicarnos, se puso a bailar mejor que cualquiera de las profesionales. Cuando la vi a la mitad del escenario, con su cuerpo que iba cubri¨¦ndose de sudor y su pelo deshecho me lanc¨¦ sobre ella y por primera vez, frente a un p¨²blico estupefacto, juntamos nuestras bocas. Redimimos a la leyenda. ?Cu¨¢l mujer muerta ni que ocho cuartos? ?Cu¨¢l hombre encorvado bajo el peso de su tragedia? ?ramos un par de mujeres prendidas, despiertas, ganosas, calientes, cachondas y muy ch¨¦veres. El p¨²blico, c¨®mplice, aplaud¨ªa nuestro amor, y todo era miel sobre hojuelas porque nos ve¨ªan como diosas venidas de lejos para abrirles las puertas de la percepci¨®n.
De pronto, en pleno baile se apareci¨® el mism¨ªsimo demonio con el nombre de Juan Cruz. Nos separ¨®. Sac¨® una soga de la bolsa de su saco de gamuza y la puso en torno al cuello de Ixta. La jal¨® y la arrastr¨® con tanta fuerza que la mat¨®.
-?Has asesinado a nuestra so?adora inm¨®vil! -grit¨® la multitud mientras se abalanzaba contra ¨¦l.
Aunque era ¨¢gil e intent¨® escapar, los golpes lo dejaron sin resuello como a los gallos de pelea. Clav¨® el pico y perdi¨® la cresta. Yo me arrodill¨¦ junto al cad¨¢ver de mi amada y all¨ª me qued¨¦ como una piedra.
Sola, descubr¨ª que no hab¨ªa entendido sino muy poco de los signos del volc¨¢n. Ahora que estaba completamente sola, comprob¨¦ lo que tanto tem¨ªa: Juan Cruz era el volc¨¢n. Devoraba a sus victimas y desde un principio puso sus ojos y sus incendios en ella. Condenado a darle vida al Popo y a la Ixta, no pod¨ªa sino renovar la leyenda. Por eso supo que ella hab¨ªa venido a M¨¦xico a morir y que a ¨¦l le tocar¨ªa encenizarla. El volc¨¢n ya no pod¨ªa retener su lava y ten¨ªa que dejarla correr. As¨ª como estallaban sus fuegos interiores, as¨ª como aventaba piedras, as¨ª destrozaba vidas reviviendo una y otra vez el nacimiento del universo. Pero esto lo s¨¦ hasta hoy que cuento la historia, o, deber¨ªa decir, que la historia quiere salir del fondo del cr¨¢ter y ser contada por m¨ª.
Elena Poniatowska
Naci¨® en Par¨ªs el 19 de mayo de 1932. Desde 1942 vive en M¨¦xico. Periodista, escritora, defensora de causas sociales, Poniatowska es una de las intelectuales m¨¢s activas de M¨¦xico. Cronista del terremoto del 85 y del conflicto de Chiapas, sigue compaginando su labor period¨ªstica con la literaria. Es doctora 'honoris causa' por las universidades de Sinaloa, Toluca, Columbia (Nueva York), Florida (Miami) y Manhattan (Nueva York). Ha obtenido el Premio Alfaguara 2001 por 'La piel del cielo'.
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