La Costa de la Utop¨ªa
La noci¨®n de intelligentsia naci¨® en Rusia, en el siglo XIX, para designar a una generaci¨®n de intelectuales comprometidos con la modernizaci¨®n de su pa¨ªs y convencidos de que ella se llevar¨ªa a cabo a trav¨¦s de ciertas ideas provenientes de la filosof¨ªa, la literatura y la historia que, as¨ª como hab¨ªan sacado a Europa occidental del oscurantismo, el despotismo y el atraso, en Rusia pondr¨ªan fin a la servidumbre del campesinado, el autoritarismo de los zares y la falta de justicia y libertad. Dos libros, entre otros, han descrito la odisea intelectual y las vidas tr¨¢gico-heroicas de la intelligentsia rusa decimon¨®nica, Russian Thinkers, de Isa¨ªas Berlin, y The Romantic Exiles, de E. H. Carr, y es una suerte para el teatro contempor¨¢neo que el dramaturgo ingl¨¦s Tom Stoppard los leyera, pues de este encuentro ha resultado la trilog¨ªa ¨¦pica La Costa de la Utop¨ªa (nueve horas de duraci¨®n y m¨¢s de cuarenta personajes), que se representa ahora en el National Theatre, de Londres, en una soberbia puesta en escena de Trevor Nunn.
Todas las obras de Stoppard, adem¨¢s de una fiesta de la iron¨ªa y la destreza, son un despliegue de la inteligencia, algo que a los espectadores ingleses, distintos en esto de los franceses, provoca siempre incomodidad. En la tierra de Shakespeare, exhibir demasiada lucidez intelectual y preocupaci¨®n por las ideas es tenido por una falta de educaci¨®n. Pero al autor de Jumpers y Travesties se lo perdonan, pues Stoppard compensa esas desviaciones con un humor incandescente, una iron¨ªa serpentina y juegos de ingenio y de palabra que parecen quitar reciedumbre y fuego a las preocupaciones morales y pol¨ªticas que asoman en todas sus obras. S¨®lo parecen, porque, en verdad, no hay hoy en Europa un dramaturgo que haya dado al teatro de ideas -expresi¨®n discutible, pues sugiere que se trata de un teatro desencarnado y sin vida- el vigor y la audacia con que, en cada una de sus obras, lo enriquece Stoppard.
Y en ninguna otra de manera tan ambiciosa como en este carrusel por el que desfilan, con sus sue?os mesi¨¢nicos y sus aventuras rom¨¢nticas, sus pol¨¦micas y enemistades, sus tragedias familiares y fracasos pol¨ªticos, ante el tel¨®n de fondo de la mir¨ªada de campesinos de las estepas embrutecidos por la explotaci¨®n, los campos siberianos donde se pudren en vida los disidentes y la apolillada corte imperial, ese pu?ado de intelectuales que aprenden alem¨¢n y franc¨¦s como si en ello les fuera la vida, leen ¨¢vidamente y pasan las noches en blanco discutiendo a Kant y a Fichte, a Hegel y a Schelling y hasta en las lacrimosas novelas de George Sand (cuando esquivan la censura del Zar) creen encontrar los explosivos que los ayudar¨¢n a dinamitar esa ciudadela de anacronismo autoritario y supersticioso en que se hallan confinados y a hacer de Rusia una sociedad moderna y libre.
Los h¨¦roes de la primera obra del tr¨ªptico, Viaje, son un joven arist¨®crata, Mija¨ªl Bakunin, harto del Ej¨¦rcito donde lo ha metido su padre, hambriento de lecturas y de acci¨®n, simp¨¢tico, brillante, inescrupuloso y de una temeridad ilimitada, cuyas proezas por el momento s¨®lo tienen por escenario los salones elegantes de San Petesburgo y la finca familiar de Premukhino (de quinientos siervos) y un cr¨ªtico literario, el humilde e iluminado Vissarion Belinski, para quien el camino de la salvaci¨®n rusa pasa, no por la civilizada Europa Occidental como sostienen sus amigos, sino por la literatura que los escritores rusos, siguiendo el ejemplo de Pushkin y de Gogol, deber¨¢n crear en el futuro, inspir¨¢ndose en las crudas realidades rurales y urbanas de su propia sociedad. El personaje de Belinski que ha compuesto Stoppard es fascinante: sobreviviendo a duras penas a la miseria, los pulmones ro¨ªdos por la tuberculosis, sus art¨ªculos y ensayos circulando con dificultades sobrehumanas debido a la censura que una tras otra cierra las publicaciones que los imprimen, su fe en la fuerza revolucionaria de la literatura para cambiar la vida y mejorar a los seres humanos es contagiosa y lo convierte en el centro de la atenci¨®n y de la pol¨¦mica en todos los lugares donde comparece, con sus atuendos miserables y su palabra centellante, su integridad y su inocencia a flor de piel y las feroces diatribas con que pulveriza todo aquello que odia: la frivolidad y el acomodo, las trampas intelectuales y la autocomplacencia. De una manera dif¨ªcil de explicar, sentimos que sin esa ¨¦lite de lectores educados por las ideas de un Belinski en torno al poder revulsivo de la literatura sobre el esp¨ªritu y la historia, dif¨ªcilmente hubieran sido posibles no s¨®lo Gogol y Pushkin; tambi¨¦n un Ch¨¦jov, un Dostoyevski, un Tolstoi.
Si en Viaje la tensi¨®n del debate entre los intelectuales rusos separa a los europe¨ªstas tipo Bakunin, Turgeniev y Nikolai Ogarev de los eslavistas como Belinski, en las dos obras siguientes, Naufragio y Salvamento, la pol¨¦mica es todav¨ªa m¨¢s ¨¢spera e ir¨¢ creando un abismo que se ahondar¨¢ a lo largo del siglo, entre revolucionarios y reformistas, o, tal vez, m¨¢s justamente, entre los grandes utopistas tipo Mija¨ªl Bakunin y Karl Marx -a¨²n no enemigos-, seguros de que la historia tiene unas leyes inexorables que ellos han descubierto y que conducir¨¢n a la humanidad, luego del cataclismo final entre las clases adversarias o entre el poder y sus v¨ªctimas, al Para¨ªso -donde la historia cesar¨¢- y los moderados o gradualistas como Alexander Herzen e Ivan Turgeniev, para quienes la historia no est¨¢ escrita ni tiene leyes, y por eso el progreso real, el ¨²nico posible, es el parcial y progresivo, el que se construye a diario, a veces con retrocesos y siempre con zig-zags, mediante consensos, pactos, acuerdos, concesiones y un esp¨ªritu pragm¨¢tico y realista que antepone los seres de carne y hueso, los de aqu¨ª y de ahora, a las grandes categor¨ªas abstractas, empezando por la insidiosa de la 'humanidad futura' con la que los fan¨¢ticos justifican los cr¨ªmenes pol¨ªticos.
El h¨¦roe de estos dos otros frescos del tr¨ªtptico que forman La Costa de la Utop¨ªa es Alexander Herzen, a quien los libros de historia recuerdan como el fundador del 'populismo socialista' ruso, expresi¨®n que se presta a las mayores confusiones, pues la palabra 'populista' es hoy sin¨®nimo de demagogia e irresponsabilidad, en tanto que Herzen (1812-1870) encarn¨® exactamente lo contrario. Socialista s¨ª lo fue, pero no en el sentido que tuvo la palabra en el siglo XIX, sin¨®nima de revolucionario, sino, de manera anticipatoria, en el que adquirir¨ªa s¨®lo cien a?os m¨¢s tarde, cuando, diferenci¨¢ndose cada vez m¨¢s del comunismo, se identificar¨ªa con la cultura democr¨¢tica y optar¨ªa por la v¨ªa electoral, el pluralismo y, en nuestros d¨ªas, por la econom¨ªa de mercado. Eso es lo que fue Herzen: un socialista liberal, en una ¨¦poca en que ambos t¨¦rminos parec¨ªan repelerse con todas sus fuerzas, como encarnizados
enemigos. ?l, sin embargo, se empe?¨®, contra la correcci¨®n pol¨ªtica entronizada en su tiempo, a sabiendas de que su empe?o era poco menos que una quimera y que lo har¨ªa v¨ªctima de los peores malentendidos e injusticias, en defender aquella opci¨®n que rechazaban con el mismo desprecio Marx, Bakunin, los nihilistas, y todas las variedades y matices de la utop¨ªa: la de una reforma que, desde un primer momento, salvaguardara la libertad de los individuos concretos, que preservar¨ªa no s¨®lo los contenidos sino tambi¨¦n las formas de la legalidad (pues de otro modo la justicia ser¨ªa un mero simulacro) y que no aceptar¨ªa jam¨¢s el sacrificio sangriento de la generaci¨®n presente en nombre de una supuesta felicidad futura ni la suspensi¨®n de los valores democr¨¢ticos en raz¨®n de una inverificable eficacia.
Con Herzen, Bakunin, Turgeniev y otros exiliados rusos, La Costa de la Utop¨ªa sale de Rusia y viaja por Alemania, Francia, Suiza, Italia, Inglaterra, compartiendo con aquellos las ilusiones con que viven el estallido de las revoluciones burguesas de 1848 y la frustraci¨®n que les provoca su fracaso y el triunfo de la contrarrevoluci¨®n que a varios de ellos, como a Bakunin, los llevar¨ªa a peregrinar por las mazmorras pol¨ªticas de media Europa, hasta terminar en Siberia, de donde vemos al anarquista evadirse a?os despu¨¦s, y, luego de recorrer medio mundo, arribar a Londres a casa de su amigo Herzen, con el esp¨ªritu incombustible, ?y pidiendo ostras!
Descrita de esta manera sucinta podr¨ªa parecer que la obra de Stoppard no sale del plano ideol¨®gico y pol¨ªtico. Nada de eso. Uno de sus mayores aciertos es la continua rotaci¨®n de la historia de los debates de ideas y los grandes asuntos p¨²blicos, a la vida privada de los personajes, incluso a los dominios m¨¢s secretos de la intimidad de algunos de ellos, de manera que el espectador nunca tiene la impresi¨®n de que los protagonistas sean meros testaferros abstractos de las ideas que defienden, sino, en todo momento, individuos de carne y hueso viviendo un problema personal. El Herzen de Stoppard, inspirado tanto en el hist¨®rico como en el que recrearon Isa¨ªas Berlin y E. H. Carr, quedar¨¢ como uno de los m¨¢s seductores y delicados personajes del teatro de nuestros d¨ªas, una figura cuya finura y sensibilidad de h¨¦roe chejoviano se agiganta sin embargo por la firmeza de sus convicciones, su vocaci¨®n de servicio p¨²blico y su generosidad sin l¨ªmites para abrir su bolsa y su hogar a todos los disidentes y exiliados, incluidos sus peores adversarios. La grandeza de Herzen no se debe s¨®lo a su lucidez, a su valent¨ªa para oponerse a la violencia como instrumento de acci¨®n pol¨ªtica, a sus esfuerzos para mantener vivo el di¨¢logo con quienes discrepa. Tambi¨¦n, a la entereza con que supo afrontar las terribles desgracias familiares que jalonaron su vida -el enga?o de que lo hizo v¨ªctima su mujer, con un exiliado pol¨ªtico al que ¨¦l ayudaba, la muerte de su madre y de su hijo en un naufragio, la desaparici¨®n temprana de Natalie, la terrible sensaci¨®n de desperdicio y de fracaso que lo atorment¨® todos los a?os del interminable exilio- y que nunca consiguieron erosionar su fe en la causa que defend¨ªa ni la esperanza de que, pese a todas las evidencias en contrario de la historia inmediata, Rusia ver¨ªa llegar un d¨ªa la hora de la libertad.
El teatro es un arte de composici¨®n y de colaboraciones m¨²ltiples. El texto dram¨¢tico m¨¢s admirable -¨¦ste lo es, como pocos de los ¨²ltimos a?os- puede quedar convertido en una birria por culpa de un montaje torpe y unos actores inadecuados. La puesta en escena de Trevor Nunn, los decorados y vestuario de William Dudley, y la actuaci¨®n del elenco (sobre todo las de Stephen Dillane en el papel de Herzen y de Will Keen en el de Belinski) son tan ricos y sacan tanto partido de La Costa de la Utop¨ªa que las nueve horas del espect¨¢culo literalmente pasan como un fuego fatuo. El embeleso y la hechicer¨ªa son tan poderosos que, despu¨¦s de vivir la experiencia, cuesta trabajo decidir d¨®nde est¨¢ uno, cu¨¢l es la verdadera realidad que pisa, si la del Londres lluvioso en cuyo cielo pesta?ean unos irreales avisos fluorescentes y una muchedumbre de fantasmas con paraguas y sin caras se pasea a las orillas de un T¨¢mesis invisible, o la atronadora y fascinante que martillea a¨²n en la memoria -en los o¨ªdos y las pesta?as-, de esos seres soliviantados por la urgencia de cambiar la historia que sue?an, discuten, sufren, pelean y deliran en un mundo exultante donde las pasiones y las ideas tienen furia, m¨²sica y color. ?C¨®mo no dar la raz¨®n a Vissarion Belinski y aullar con ¨¦l que la literatura es la expresi¨®n m¨¢s sobresaliente de la vida, su mejor valedora?.
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