Una tarde romana
Giacinto arrastra los pies al andar y de su boca las palabras salen algo confusas. En la puerta de su trattoria, a tres callejuelas del Pante¨®n, hay gente esperando que su en¨¦rgica mujer anuncie que la mesa ya est¨¢ disponible. La mayor¨ªa de los comensales son italianos, m¨¢s algunos turistas atra¨ªdos por la cola o por el soplo de alg¨²n amigo romano. Por ejemplo, nosotros, dos familias catalanas. Cuando pedimos los postres, despu¨¦s de unas excelentes tagliatelle con guisantes, las dem¨¢s mesas ya est¨¢n vac¨ªas, eterna inadaptaci¨®n horaria de los hisp¨¢nicos. En el comedor contiguo, el personal de la casa se ha sentado a comer frente al televisor. Agitaci¨®n y griter¨ªo: la rutina de la pausa despu¨¦s del trabajo se rompe s¨²bitamente. Algo ha ocurrido. Giacinto se acerca con su lento caminar y, sin salir de su inexpresividad senil, nos dice que un avi¨®n se ha estrellado contra una de las torres gemelas de Nueva York. Est¨²pida suficiencia de los machos, los hombres nos lo miramos con escepticismo, al tiempo que las mujeres y los ni?os corren hacia el televisor. Efectivamente, es verdad. 'Un accidente', decimos los varones, es incre¨ªble pero puede ocurrir. No hemos acabado los postres cuando Giacinto, sin inmutarse, nos dice que los aviones ya son dos. Cosa que los varones, apelando a la raz¨®n estad¨ªstica, juzgamos imposible, un desvar¨ªo del anciano, mientras mujeres y ni?os ya han hecho el viaje de ida y vuelta para volver con la informaci¨®n contrastada. Y es verdad.
Los camareros comen estupefactos. La desaz¨®n nos empuja a la calle. El caf¨¦ y los helados ser¨¢n las puertas de un eslalon entre bares y cafeter¨ªas, a la b¨²squeda de un televisor. Cada cual dice la suya: sobre la autor¨ªa, sobre la nueva guerra, sobre la fragilidad del imperio y sobre la tercera guerra mundial, con el factor a?adido de que los romanos son gente dada a las m¨¢s fantasiosas teor¨ªas conspirativas.
La vida sigue -como acostumbra a decir la gente sensata en entierros y otros lutos-, pero la preocupaci¨®n se palpa. En Roma Termini, d¨®nde mi mujer toma el tren, el telefonino es m¨¢s protagonista que nunca. Los pasajeros piden a amigos y familiares que les mantengan constantemente informados. Despu¨¦s, en los vagones, tendr¨¢n que organizarse para no bloquear las comunicaciones con todos los m¨®viles llamando a la vez. A las 18.15, en la plaza de Espa?a el rumor que sube de la ciudad resuena en el silencio. S¨®lo un personaje gastado por el alcohol y la soledad rompe la quietud de las personas y los grupos esparcidos por las escaleras en actitud rumiante, entre la contemplaci¨®n est¨¦tica y la meditaci¨®n desconcertada. A medida que cae la tarde la luz adquiere un tono marcadamente oto?al. Dos j¨®venes en una motocicleta llevan una bandera del Roma. Su guerra es otra. Pero nadie les hace caso. Hoy juegan el Roma y el Real Madrid. Nadie lo dir¨ªa.
Tambi¨¦n en la Fontana de Trevi hay menos bullicio que de costumbre. Pero la gente tira sus monedas: no es el mejor momento para rechazar las invitaciones de la suerte. Y los ni?os, como siempre, se hacen llamar la atenci¨®n porque tratan de trepar por las esculturas de la fuente. La vida activa de la modernidad no deja tregua, y menos en momentos de histeria colectiva. El m¨®vil rompe cualquier intento de hilvanar alg¨²n pensamiento o de dejarse amparar por la solidez del pasado. Y sin embargo, en el desasosiego se agradece como cord¨®n umbilical que une a los amigos y a la familia. Es el miedo a sentirse desubicado. Busco compa?¨ªa: llamo a Paolo Flores. No lo encuentro. Mi hija va y viene entre las sorpresas que el descubrimiento de Roma le provoca y la inquietud que llega por las ondas. I?aki me quiere en su programa a las 20.30.
Poca gente en el Campidolio viendo las ruinas romanas desde su mejor atalaya. La visi¨®n del imperio muerto invita a reflexionar sobre el destino del imperio agredido. Pero la globalizaci¨®n es implacable: Radio Caracol irrumpe en el ¨²nico momento de sosiego -el sosiego que da la larga perspectiva de la historia- de un d¨ªa desconcertante. Desde Bogot¨¢ quieren mi opini¨®n sobre lo que acaba de ocurrir. Lo dejo para m¨¢s tarde. En Campo de Fiori, el recuerdo de Giordano Bruno suena como un eco en el momento en que en Nueva York arde una de las m¨¢s grandes piras de la historia
Frente al Pante¨®n iluminado, memoria pagana que el cristianismo no consigui¨® borrar, se hace de noche mientras comemos una pizza. Suena el m¨®vil otra vez. Es la hora de entrar en directo. ?Qu¨¦ hago yo con mi hija en una trattoria romana hablando para Espa?a cuando Nueva York arde? Intento, quiz¨¢ absurdamente, no quedarme en el t¨®pico del d¨ªa hist¨®rico, de la fecha que marcar¨¢ un antes y un despu¨¦s. Me empe?o en explicar que el r¨ªo fluye desbocado desde hace tiempo. Que lo que hoy ha ocurrido es que ha saltado el dique. Se ha creado un icono universal y en la sociedad de la comunicaci¨®n la imagen es muy decisiva. Me acuerdo de Iv¨¢n de la Nuez: la gran inundaci¨®n ha llegado incluso a Nueva York y es que en 1989, aunque no lo pareciera, el mundo cambi¨® para todos: m¨¢s libre quiz¨¢, m¨¢s inestable y peligroso, tambi¨¦n. Y sobre todo, no hay que minimizar el horror. Porque con tanto an¨¢lisis, con tanta voluntad de objetividad, a menudo acabamos expulsando a las v¨ªctimas de la historia al tiempo que el s¨ªndrome de Estocolmo nos deja fascinados ante los verdugos.
A las cinco de la madrugada el despertador me ha levantado de una noche gobernada por el zapping entre la CNN y la RAI hasta que el sue?o pudo m¨¢s que la repetici¨®n, propia de aquellos momentos en que los hechos visibles ya han sido descritos -y mostrados en la parte que las televisiones americanas consideran correcta- y todav¨ªa no hay informaci¨®n sobre los invisibles. El aeropuerto est¨¢ solitario. Una mujer latinoamericana cargada de maletas se queda varada -y desconsolada- ante el mostrador al anunciarle la azafata que su vuelo est¨¢ cancelado. '?A¨²n no se ha enterado de lo que ha pasado?'. 'Algo o¨ª en la tele', dice la desconcertada se?ora, que a pesar de haber dado varios tumbos por el mundo quiz¨¢ no comprenda muy bien que su suerte, de la que nadie se ha preocupado nunca, pueda depender de lo que ocurre en Nueva York. El vuelo a Barcelona llevar¨¢ dos tercios de pasaje. El control de pasajeros es absolutamente rutinario. Las ¨®rdenes de los nuevos tiempos no han llegado todav¨ªa a Fiumicino. El cielo est¨¢ luminoso, como si la naturaleza se desentendiera de las cuitas de los hombres. Desde casa el seguimiento de los acontecimientos se normaliza. M¨¢s fren¨¦tico quiz¨¢, pero m¨¢s acompa?ado. Y ya se sabe, el hombre es un animal de compa?¨ªa.
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