Los pueblos
El madrile?o siente una imperiosa inclinaci¨®n hacia los pueblos, quiz¨¢ porque todos procedamos, en la nuestra o en anteriores generaciones, de alg¨²n lugar remoto. O pr¨®ximo, porque no hace mucho el prototipo del paleto, el isidro en los madriles, sol¨ªa ser el habitante de las inmediaciones. Ven¨ªan en burro o en el corto de Guadalajara. Una de las pocas posibilidades de ver mundo era, para los mozos, hacer el servicio militar. Hoy ya no hay lugare?os, es decir, gente hincada en la tierra de la que sal¨ªa s¨®lo para hundirse definitivamente en ella un metro o metro y medio. La tierra, que engull¨ªa y diger¨ªa a sus muertos, apenas recibe, generalmente esparcidas por la superficie, las cenizas. Hasta el m¨¢s raqu¨ªtico caser¨ªo llega la televisi¨®n y est¨¢ en el per¨ªmetro acogedor de una discoteca. En otras edades el individuo iba precedido de la doble interrogante: ?de d¨®nde eres, de qui¨¦n eres? Hoy eso no le importa a nadie, ya no somos hijos de algo.
Sin embargo nos tira el pueblo, cualquier pueblo, donde muchos intentan rescatar, sin saberlo, el origen que les acerca a la sombra del ¨¢rbol, al agua que corre, al silencio que a veces nos visita. Pero el pueblo, queri¨¦ndolo o no, se pirra por ser ciudadano e invierte el recorrido: ahora en todas partes desean que vaya el forastero, que se quede el turista, aunque sea una, dos, cuatro semanas. El traje regional, aquellas prendas que s¨®lo se vest¨ªan en la boda, la fiesta de la patrona o para ser enterrados, se vuelven disfraces dise?ados para cuando vaya la televisi¨®n.
Se extinguen las villas y las aldeas a las que, en ocasiones, destruye la autopista, que va diluyendo las viejas carreteras comarcales. La urgente reivindicaci¨®n es el letrero de Obras P¨²blicas, la fe de vida, el DNI de los lugares, aunque no siempre est¨¦n colocados en el sitio m¨¢s adecuado para orientaci¨®n del p¨²blico. Es un fallo que afecta a casi todas las comunidades.
Despu¨¦s, la proclamaci¨®n de aquellos carcomidos ladrillos que un d¨ªa fueron muros de una secundaria fortaleza, a cuyo recato sol¨ªa holgar el mocer¨ªo; la puesta en solfa de alguna jota o seguidilla que retransmite, de cuando en cuando, la emisora subsidiaria de una gran cadena; y el guiso puesto a punto en el t¨ªpico mes¨®n, regido por un argelino o un catal¨¢n. La apoteosis llega cuando se instala, en las afueras, el cartel que encamina hacia el centro urbano. La provincia de Madrid est¨¢ ya salpicada de villorrios rescatados, nuevas urbanizaciones que pronto ser¨¢n ayuntamientos aut¨®nomos, donde sus habitantes, la mayor¨ªa procedentes de la capital, rehacen, al menos los fines de semana, la a?orada existencia pueblerina. Pero el censo local disminuye, los ni?os nacen en los hospitales pr¨®ximos; sospecho que los oficios de partera o comadrona est¨¢n en v¨ªas de total extinci¨®n. Eran el concurso indispensable para cambiar un ni?o por otro, nada m¨¢s llegados, que tantas p¨¢ginas de literatura lacrim¨®gena han producido. Hoy, el cambalache, voluntario o no, lo lleva a cabo el ordenador. M¨¢s as¨¦ptico, sin duda.
Los j¨®venes que saltan al circo de la vida, aunque no lo hayan conocido y apenas sabido por sus mayores, tienen el instinto del espacio abierto y procuran huir de la estrecha rutina de la colmena. Aparte de que el precio de los pisos, en venta o en alquiler, est¨¢ fuera de su alcance. Prefieren la cotidiana penalidad de los atascos en la autopista y sentirse casi libres por la noche y los s¨¢bados y domingos. Ignoran que el futuro est¨¢ amenazado por otras vecindades indeseadas o innumerables, y que el caser¨ªo extramuros, el burgo recoleto pronto ser¨¢ arrabal inc¨®modo donde se habr¨¢n multiplicado los impuestos y diversificado los mun¨ªcipes.
Lo que hoy es elitista zona residencial en la parte derecha de la Castellana, fueron colonias de casitas econ¨®micas. El viejo Hip¨®dromo estaba donde ahora se alza El Corte Ingl¨¦s, el extrarradio de Madrid, hace poco m¨¢s de 60 a?os. Esta ciudad no ha crecido en las orillas de su r¨ªo que, por modesto que sea el Manzanares, se ha intentado agrandar, con embalses previos y el sue?o de hacerlo navegable. Imagino que ha sido el prejuicio de los barrios bajos, los m¨¢s cercanos a la ribera, donde ten¨ªa su asiento el pueblo llano. Entre otras cosas, nos perdemos la contemplaci¨®n de los puentes, la siller¨ªa barroca del de Toledo, los hermosos perfiles del de Segovia que, probablemente, no han visto jam¨¢s muchos habitantes. Los puentes de Madrid se merecen una gran v¨ªa fluvial, uno de esos r¨ªos que antes de llegar a la mar, son el vivir.
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