La d¨¦cada de las oportunidades
Las simetr¨ªas son c¨®modas para la memoria, y es probable que en el futuro se recuerde la d¨¦cada transcurrida entre la guerra del Golfo de 1991 y los ataques del 11 de septiembre, con el aliciente adicional de que en ambos casos, tras una impresionante oleada inicial de popularidad, el presidente Bush de turno haya debido hacer frente a una importante erosi¨®n de su credibilidad a causa del mal comportamiento de la econom¨ªa. Los actuales augurios para los republicanos, en las elecciones del pr¨®ximo noviembre, son m¨¢s bien negativos, si bien George W., a diferencia de su padre, tiene la tranquilidad de no estarse jugando la reelecci¨®n.
Pero esta d¨¦cada merecer¨ªa ser recordada, adem¨¢s, por haber representado el apogeo de las ideas que se hab¨ªan extendido por el mundo en la d¨¦cada anterior, bajo el influjo de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Ha sido la verdadera d¨¦cada de las oportunidades, un tiempo en el que emprendedores, ahorradores e inversores han podido obtener fabulosas ganancias gracias al vertiginoso auge de las bolsas, a las expectativas surgidas en torno a las empresas de y para Internet y a las nuevas posibilidades de inversi¨®n en los pa¨ªses en desarrollo (los famosos mercados emergentes). En Estados Unidos, adem¨¢s, la mayor parte de esos a?os de espectacular prosperidad fueron gestionados por un Gobierno dem¨®crata cauteloso y pragm¨¢tico que logr¨® acumular un notable super¨¢vit presupuestario a la vez que reduc¨ªa la pobreza y la dependencia de los subsidios p¨²blicos.
El ejemplo de la nueva econom¨ªa norteamericana dio verosimilitud a la promesa de un modelo distinto de crecimiento en el que la prosperidad llegar¨ªa a extenderse a todo el mundo gracias a un proceso de globalizaci¨®n econ¨®mica. El aspecto m¨¢s criticado de esa globalizaci¨®n, la liberalizaci¨®n comercial, es quiz¨¢ el que m¨¢s trabas encuentra y el que a la larga podr¨ªa tener consecuencias m¨¢s positivas. En cambio, encubierto por el universal repudio contra los movimientos especulativos de capital, ha pasado m¨¢s desapercibido un aspecto que ahora se revela como de calado m¨¢s profundo: la generalizaci¨®n del modelo anglosaj¨®n de financiaci¨®n y gesti¨®n empresarial. Frente a las empresas financiadas por los grandes bancos -el modelo renano de capitalismo-, la dependencia inmediata respecto a la Bolsa, menos respetuosa frente a consideraciones sobre la viabilidad o la rentabilidad a largo plazo. De lo que se trataba era de crear valor para los accionistas, de hacer subir a cualquier coste el precio de las acciones: todo lo dem¨¢s era ineficiencia.
Esa misma l¨®gica legitimaba la liberalizaci¨®n de los movimientos de capital: se trataba de garantizar que los emprendedores y los inversores pudieran hacer coincidir sus metas sin que las fronteras fueran un obst¨¢culo. Un empresario tailand¨¦s encontrar¨ªa el cr¨¦dito que necesitaba si su empresa ofrec¨ªa las adecuadas perspectivas de rentabilidad a los inversores de Nueva York o de cualquier otro lugar: las barreras internacionales eran simples fuentes de ineficiencia. En 1997 se comenz¨® a ver que las cosas era un poco m¨¢s complicadas y que los bancos nacionales que actuaban como intermediarios para el cr¨¦dito internacional pod¨ªan hacer un uso poco juicioso de los ahorros ajenos: la crisis de Asia fue un serio aviso de que no era tan f¨¢cil lograr que el mundo real funcionara de acuerdo a ideas demasiado simples.
Despu¨¦s, en el a?o 2000, la desaparici¨®n de la fe burs¨¢til en las nuevas tecnolog¨ªas dio un serio golpe a las grandes expectativas creadas por las empresas de Internet e inici¨® el largo calvario de las empresas de telecomunicaciones. Se descubri¨® algo casi evidente: que la sobrevaloraci¨®n de las acciones -impulsadas por las expectativas nada racionales de los inversores- hab¨ªa llevado a las empresas a realizar compras e inversiones de un excesivo riesgo, por lo que la menor duda sobre el futuro de estas empresas, con la consiguiente ca¨ªda de su cotizaci¨®n, pod¨ªa llevarlas a una bancarrota financiera que nunca se habr¨ªa producido si no se hubiera desatado previamente la euforia de los inversores.
La imagen de 2002, sin embargo, es la que puede resultar m¨¢s perdurable: el presidente Bush anuncia a Wall Street duras reglamentaciones mientras la Bolsa se viene abajo por las continuas revelaciones de fraudes contables para presentar falsas rentabilidades -con la complicidad de las propias empresas auditoras-, y de consultores que recomendaban a los inversores las acciones de empresas en las que ellos mismos no cre¨ªan, pero en las que ten¨ªan intereses. Lo que est¨¢ en duda no es el principio de crear valor para los accionistas, por supuesto, sino la posibilidad de confiar en que los empresarios confesar¨¢n de forma voluntaria los malos resultados de sus empresas, aunque hacerlo, si lo ¨²nico que cuenta es la rentabilidad inmediata, suponga la quiebra o la p¨¦rdida de la carrera de la competencia.
Es evidente que la crisis de confianza en Wall Street no es s¨®lo consecuencia de las malas pr¨¢cticas de algunos pocos gestores, esas manzanas podridas de las que habl¨® al comienzo George W. Bush. Fue un clima colectivo sobre las oportunidades y los peligros creados por la exuberancia irracional de los mercados lo que dio origen a las malas pr¨¢cticas una vez que comenz¨® a venirse abajo la euforia. Fueron las reglas de juego, seg¨²n las cuales s¨®lo contaba el valor de las acciones, lo que llev¨® a olvidar cualquier responsabilidad ante los clientes, ante los trabajadores y, finalmente, ante los propios accionistas.
Se puede decir que todo es mucho m¨¢s complejo y, por supuesto, que no es f¨¢cil pensar en una vuelta atr¨¢s. Pero la idea de que la alta rentabilidad inmediata es el mejor y ¨²nico motor de la empresa capitalista ha llevado a la actual ausencia de inversiones en los pa¨ªses en desarrollo, a un endeudamiento agobiante de las empresas de telecomunicaciones y de las nuevas tecnolog¨ªas de la informaci¨®n -de cuyo futuro depende la modernizaci¨®n de la sociedad y la econom¨ªa- y ahora al colapso de las bolsas y a un futuro (inmediato) no muy prometedor para la econom¨ªa mundial. Sin duda, hace falta una mejor regulaci¨®n de las pr¨¢cticas empresariales, pero quiz¨¢ sea comprensible y perdonable una cierta nostalgia del anticuado modelo renano de capitalismo.
Ludolfo Paramio es profesor de investigaci¨®n en la Unidad de Pol¨ªticas Comparadas del CSIC.
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