Riesgos de la sabidur¨ªa
Hace unas semanas, un escritor chino-franc¨¦s, Fran?ois Cheng, fue elegido miembro de la Academia Francesa, y los teleinformativos caracterizaron el acontecimiento con las siguientes palabras: 'Un sabio entra a la Academia'. Meritorio especialista de la pintura, la caligraf¨ªa y la poes¨ªa china, Fran?ois Cheng presenta, es verdad, un aspecto venerable (es delgado, lleva un bigote achinado y sus gestos son lentos y medidos), pero el t¨ªtulo de sabio que le otorga la televisi¨®n proviene de un automatismo asociativo que atribuye a cada oriental, sobre todo si es un letrado, una sabidur¨ªa obligatoria. Sin querer atentar para nada contra la respetabilidad intelectual de Fran?ois Cheng, que es aut¨¦ntica, es l¨ªcito sin embargo preguntarse si, por los tiempos que corren, aspirar a ser miembro de la Academia es verdaderamente un signo de sabidur¨ªa.
En la agitada vida de los fil¨®sofos de la antig¨¹edad cl¨¢sica y aun en nuestros d¨ªas, la sabidur¨ªa es un don escaso
A veces, se huele a la legua al que pretende ser un sabio y no es m¨¢s que un perverso
Como lo demuestra el libro del historiador italiano Luciano Canfora, Una profesi¨®n peligrosa, traducido al castellano por Edgardo Dobry y publicado por Anagrama en su colecci¨®n Argumentos, en la agitada vida de los fil¨®sofos de la antig¨¹edad cl¨¢sica y aun en nuestros d¨ªas, la sabidur¨ªa es un don escaso. No confundamos sabidur¨ªa con saber; a diferencia del castellano o del portugu¨¦s, el idioma franc¨¦s distingue savant (o el hombre de ciencia o el que sabe mucho sobre algo) y sage (el que ha alcanzado, a trav¨¦s de sus actos y de sus pensamientos, una especie de armon¨ªa moral y mental que le otorga la inefable capacidad de sustraerse de las contingencias del mundo). Es evidente que si el saber ha venido ocupando un lugar central y cada vez m¨¢s grande en la historia humana, la sabidur¨ªa, en cambio, ha estado siempre relegada y mantenida a distancia por el poder pol¨ªtico. Y si es imprescindible para la sabidur¨ªa dominar un vasto saber, aunque sea para aprender a olvidarlo, el saber, en cambio, no desemboca necesariamente en la sabidur¨ªa. El saber, lo que nunca lo puso totalmente fuera de peligro, ha llegado a ser coadyuvante de la opresi¨®n; la sabidur¨ªa, por su solo existir, su constante cuestionamiento. Canfora cita un pasaje de Di¨®genes Laercio, donde dice que un tal Metrodoro se alej¨® de Epicuro, 'quiz¨¢ porque lo abrumaba la incorruptible honradez del maestro'.
El libro de Canfora relata varios
ejemplos de una misma situaci¨®n: el eterno conflicto entre el saber y la sabidur¨ªa por un lado y el poder pol¨ªtico por el otro. El suicidio de S¨®crates, acusado de corromper a la juventud con sus ideas sobre la religi¨®n; los peligrosos fiascos de Plat¨®n en sus tres intentos de mejorar a los tiranos de Siracusa; los problemas de Arist¨®teles, macedonio de origen, con los atenienses que lo acusaban, tal vez con raz¨®n, de espionaje por cuenta de Filipo de Macedonia; la vida errante de Jenofonte, de quien Canfora sostiene que su exilio interminable tuvo como causa el haber cometido una masacre tan terrible que no pudo obtener ninguna amnist¨ªa. Los juicios por impiedad eran f¨¢ciles de montar en Atenas seg¨²n Canfora: 'Constitu¨ªan la v¨ªa principal para poner bajo sospecha y liquidar a los intelectuales indeseables, que no pod¨ªan ser perseguidos por ninguna actividad pol¨ªtica evidente. As¨ª hab¨ªa sucedido con S¨®crates, y probablemente tambi¨¦n con Anax¨¢goras' (quien, a pesar de su amistad con Pericles, debi¨® huir de Atenas para salvar su vida).
El caso de Arist¨®teles merece ser expuesto con cierto detalle: hijo del m¨¦dico oficial de los reyes macedonios, Arist¨®teles lleg¨® a Atenas a los 17 a?os para estudiar en la Academia, la escuela de Plat¨®n, donde permaneci¨® dos d¨¦cadas, a pesar de que las relaciones con su maestro no eran perfectas. Ciertas fuentes incluso afirman que Plat¨®n, mucho m¨¢s viejo que su disc¨ªpulo, criticaba en ¨¦l hasta la manera de cortarse el pelo y de vestirse (lo cual tal vez era un modo de insinuar que se trataba de un extranjero), y que, de tan competitivas, sus relaciones acabaron en una definitiva ruptura. M¨¢s o menos en el momento de la muerte de Plat¨®n, los conflictos pol¨ªticos entre atenienses y macedonios pusieron en peligro la vida de Arist¨®teles, que tuvo que buscar refugio en Atarneo, en Asia Menor, gobernada por Hermias, un aliado de Filipo de Macedonia. La guerra entre Filipo y los atenienses era inminente, y despu¨¦s de la batalla de Queronea que impuso a los macedonios, Arist¨®teles volvi¨® a su patria para convertirse en preceptor de Alejandro Magno. El general de 20 a?os, que venci¨® a los persas, viejos enemigos de Grecia, a pesar de haber sido educado por el fil¨®sofo m¨¢s eminente de su tiempo, cay¨® en la misma trampa en que cayeron tantos pretendidos soldados de la civilizaci¨®n: termin¨® adoptando la supuesta barbarie de los vencidos. Como algunos j¨®venes oficiales de su corte, entre los que estaba el historiador Cal¨ªstenes, indignados, se sublevaron, la represi¨®n de Alejandro, seg¨²n cuenta Canfora, fue feroz, ensa?¨¢ndose especialmente con Cal¨ªstenes: 'Fue horriblemente mutilado, exhibido en una jaula y finalmente despedazado por un le¨®n'.
Ahora bien, Cal¨ªstenes, sobrino de Arist¨®teles, era un poco el representante del fil¨®sofo en la corte de Alejandro, el v¨ªnculo viviente que lo un¨ªa al emperador, de modo que el episodio marc¨® la ruptura definitiva. Seg¨²n Canfora, en una carta que se descubri¨® mucho m¨¢s tarde, en pleno furor al descubrir la conjura, Alejandro, sin nombrarlo directamente, afirma que Arist¨®teles ha sido el instigador. Pero lo m¨¢s sorprendente es que algunas fuentes pretenden que de la muerte repentina del emperador, generalmente atribuida a un envenenamiento, Arist¨®teles tambi¨¦n parece ser el principal responsable: 'Una tradici¨®n que perdur¨® a lo largo de los siglos atribuye a Arist¨®teles la iniciativa de envenenar a Alejandro. Plinio el Viejo da por verdadera esta versi¨®n de los hechos. Plutarco tambi¨¦n le da mucho cr¨¦dito'. Pens¨¢ndolo bien, esta hip¨®tesis es s¨®lo sorprendente a medias, ya que tambi¨¦n circulan versiones, a las que da cr¨¦dito Di¨®genes Laercio, de que Arist¨®teles, que se hab¨ªa alejado, prudente, de Atenas, por en¨¦sima vez, tambi¨¦n muri¨® envenado, no se sabe bien si por los atenienses, por ser macedonio, o por los macedonios, para vengar la muerte de Alejandro. (Tambi¨¦n existe la sospecha de que a Descartes no fue el aire glacial de Suecia lo que lo mat¨®, sino el veneno subrepticio del Vaticano, administrado por el sacerdote que le estaba dando la extremaunci¨®n).
Canfora cita tambi¨¦n el caso del poeta Lucrecio, que en Roma, en el primer siglo antes de Cristo, en su extenso poema De rerum natura (De la naturaleza de las cosas) puso en verso la doctrina atomista de Dem¨®crito y Epicuro, y que, a pesar de su amistad con Cicer¨®n, llev¨® una vida misteriosa y oscura, de la que han llegado hasta nosotros detalles contradictorios y a menudo fantasiosos. Canfora sostiene que ese ostracismo es debido a la mala reputaci¨®n de que gozaba el poema, ya que en ¨¦l se negaba la existencia de los dioses y se describ¨ªa la actividad sexual en t¨¦rminos demasiado crudos, lo que curiosamente tambi¨¦n molestaba en Roma y no ¨²nicamente al cristianismo que recoger¨ªa m¨¢s tarde, interpret¨¢ndola a su manera, la herencia de la antig¨¹edad cl¨¢sica. Los problemas de los fil¨®sofos con el poder pol¨ªtico persisten en la actualidad: en 1935, Husserl afirmaba: 'Los conservadores y los fil¨®sofos mantienen una guerra abierta, y est¨¢ claro que la batalla tendr¨¢ lugar en la esfera pol¨ªtica... Ya desde los inicios de la filosof¨ªa se desencadenaron las persecuciones. Los hombres que consagran su vida a las ideas son dejados al margen de la sociedad'. Al a?o siguiente, los nazis lo hicieron echar de la universidad.
Adem¨¢s de ser amen¨ªsima, la
lectura de Una profesi¨®n peligrosa, nos disuade, si nos quedaba todav¨ªa alguna duda, de seguir creyendo en la antig¨¹edad cl¨¢sica como un periodo en el que la filosof¨ªa y la ciencia, la sabidur¨ªa y el saber, ocupaban el centro de la sociedad incitando a los ciudadanos a regirse por sus principios. Era m¨¢s bien lo contrario, lo mismo que en un Oriente estereotipado, puramente ideol¨®gico, al margen de la confusi¨®n humana, en el que m¨¢s de un conflicto de nuestro perturbado Occidente pretende encontrar alivio. El libro de Canfora tiene tambi¨¦n un encanto adicional: el de contar las peripecias de los textos de Arist¨®teles, que, como es sabido, los ¨¢rabes los fueron a rescatar a Siria y a Alejandr¨ªa a partir del siglo VIII o IX, adonde hab¨ªan llegado a trav¨¦s de extraordinarias vicisitudes que Canfora explica en met¨®dicos fragmentos retrospectivos, que llegan casi hasta el momento mismo en que, durante sus clases, las palabras sal¨ªan de entre los labios del fil¨®sofo.
Si, como lo demuestra este libro, la sabidur¨ªa es escasa, es innegable que, en todo tiempo y lugar, muchos creen poseerla y m¨¢s numerosos son todav¨ªa los que, por variadas razones, se empe?an en simularla. La Rochefoucauld escribi¨® que la gravedad del cuerpo y del semblante suele ser ¨²til para esconder las lacras del alma. Pero la eficacia de esa astucia es relativa. A veces, se huele a la legua al que pretende ser un sabio y no es m¨¢s que un perverso.
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