La simplificaci¨®n del mundo
Pese al pudor a ser agoreros, debemos ser bastantes los que intuimos que estamos en v¨ªsperas de tragedias mayores que las ¨²ltimamente habidas. Se anuncian tiempos tempestuosos en los que se nos quiere obligar a hacer inmensas mudanzas en contra de todas las buenas recomendaciones de aquel vasco espa?ol de Loyola, mitad monje y mitad soldado. En Nueva York, en Bali o en Filipinas, en Jerusal¨¦n, en Bagdad o en cualquier otro punto del mundo, se anuncian infinidad de tragedias individuales de gentes que mueren antes de tiempo o ven morir a sus seres queridos, arder sus posesiones y desaparecer el entorno en el que crecieron. Y se perfilan otras colectivas, que pueden liquidar pa¨ªses y dinast¨ªas, pueblos y fronteras, costumbres y memorias. Se est¨¢ gestando una transformaci¨®n general, muy probablemente violenta, de la que, como sucedi¨® tras la Gran Guerra de 1914, puede que emerja una civilizaci¨®n distinta. Al menos en muy amplias regiones del planeta. Muchos van a perder los mundos propios, como ya pas¨® en el siglo pasado. Habr¨¢ quienes, como Stefan Zweig, pero tambi¨¦n como miles de gentilhombres otomanos, campesinas alemanas de Prusia o Bohemia, caudillos cauc¨¢sicos, japoneses imperialistas o indios norteamericanos, prefieran desaparecer persiguiendo a la muerte a su mundo a sobrevivir en uno nuevo desconocido, inasimilable.
Si la guerra que ya est¨¢ casi en marcha no logra frenarse -y nadie tiene fuerza real para frenar a quien parece haberla convertido ya en su Tabla de Mandamientos-, los peor parados pueden no ser los muertos. De ¨¦sos hemos tenido decenas de millones en los ¨²ltimos cien a?os, y todos reposan en cementerios, fosas comunes, grutas c¨¢rsticas o disueltos en los oc¨¦anos. Pero nuestras culturas han estado desde hace milenios bien acostumbradas a asumir la tragedia de la guerra para recomponerse como naciones y sociedades con voluntad de proseguir -con dolor y luto, pero siempre con la ilusi¨®n siquiera de una perspectiva de esperanza- la aventura de la existencia como individuos en colectivos que quieren y saben compartir el miedo y el amor.
Pero hay muchos temores fundados a que la guerra nueva sea tan nueva que sus efectos lo sean m¨¢s que ella misma y nos saquen de la ¨®rbita de las relaciones humanas que han dictado la vida de gentes y pueblos desde que existen. La guerra nueva tiene lo que algunos llaman 'visiones' porque sus consecuencias finales ir¨¢n con seguridad m¨¢s all¨¢ que las intenciones iniciales de quienes la inician. La guerra nueva quiere cambiar el mundo de golpe, rompiendo equilibrios creados durante siglos de intercambio de intereses, sabias mezquindades, doctas normas de relaciones entre enemigos y rivales, medidos respetos a miedos y esperanzas propios y ajenos. La gran campa?a que se anuncia es una gran guerra para forzar la simplificaci¨®n del mundo. Se propone acabar con todas las incomodidades de la adaptaci¨®n entre los hombres, las culturas y las naciones, sus fuerzas y sus intereses, esas incomodidades y fricciones que han sido siempre la fuente inagotable de sabidur¨ªa y sensibilidad de la que hablaba Ivo Andric en su Puente sobre el rio Drina y que se pueden resumir en el t¨¦rmino 'civilizaci¨®n'. Ese objetivo de imponer la armon¨ªa por la fuerza la han tenido otros antes. Siempre fracasaron. Pero las consecuencias de la insensata aventura actual pueden ser tan terribles como irreversibles.
Estamos, al parecer, ante una guerra que tiene un m¨®vil inicial razonablemente nimio y manido como es la liquidaci¨®n de un s¨¢trapa asesino que dirige un pa¨ªs exhausto con un Ej¨¦rcito paup¨¦rrimo y probablemente desleal. Su enemigo es la mayor potencia que jam¨¢s existi¨® en el mundo, con un poder militar superior al que suman los quince siguientes pa¨ªses ricos y armados del mundo. Pero tras esta campa?a leg¨ªtima hay una 'visi¨®n' con objetivos mucho m¨¢s trascendentes, y no s¨®lo para un caudillo tan brutal como pat¨¦tico como el presidente iraqu¨ª ahora 'reelegido' por el 100% de su pueblo en un grotestco desaf¨ªo aritm¨¦tico. La mayor potencia mundial quiere dejar de ser dependiente de opiniones, decisiones e intereses que no sean los propios. En lo que respecta a la principal fuente de energ¨ªa mundial y en mucho m¨¢s.
En la cocina de pensamiento de Washington no s¨®lo ha cuajado ya la idea, se ha impuesto la convicci¨®n, de que, ante los retos del siglo que se abre, necesita disponer con una sola voz, la suya, de los recursos existentes para liquidar de una vez con todas con la l¨®gica milenaria de la negociaci¨®n en los casos de conflictos de intereses. Atr¨¢s quedar¨ªa toda la cultura -occidental y oriental, europea, ¨¢rabe y asi¨¢tica, el propio cuenco de la civilizaci¨®n- del paciente y l¨®gico trasiego de exposici¨®n de voluntades y paulatino acoplamiento de los mismos en un sentido global que honorara a todos, penalizando al tramposo y falto de cordura, pero incorporando toda la suer0te de intereses y emociones de los dem¨¢s, en permanente equilibrio para el mal menor com¨²n.
Todo ese ingente esfuerzo que, desde la China y Mesopotamia, nos ha llegado en milenios con la m¨¢xima m¨¢s f¨¦rtil jam¨¢s habida de que los hombres y sus comunidades tienen diferencias que han de resolver sin que el uso de las armas revierta en perjuicio de todos parece hundirse bajo el desprecio de los m¨¢s poderosos entre los poderosos. Nadie duda de que el uso de las armas supondr¨¢ el fin de Sadam Husein. Pero muchos temen que el uso de las mismas nos suponga a medio o largo plazo el maldito tiro de gracia a todo el mundo culto, occidental u oriental, al pensamiento sofisticado y al universo de emociones y sensibilidades que han hecho del mundo este complej¨ªsimo entramado. Existen hoy serias tentaciones e intenciones de simplificarnos por la fuerza y de forma expeditiva.
Tenemos el derecho a dudar que el camino emprendido, so pretexto de un reordenamiento geoestrat¨¦gico violento de Oriente Pr¨®ximo, que puede extenderse a toda Asia central y afectar mortalmente a Rusia y a Europa, inflamar a la India y dinamitar Asia como si de una discoteca de Bali se tratara, vaya a suponer otra cosa que una hecatombre humanitaria y el final de una cultura de la ley y la sabidur¨ªa que pone coto a los instintos de la arrogancia y la violencia. Una cultura que, recordemos, tuvo grandes valedores en hombres como Thomas Jefferson y George Washington.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.