Vivir, sin ir m¨¢s lejos
Hace pocos meses planteaba, en un art¨ªculo publicado en estas mismas p¨¢ginas (Nuevos tiempos, nuevas ¨¦picas, EL PA?S, 28 de mayo de 2002), un asunto que se me aparec¨ªa en aquel momento como una curiosa paradoja; a saber, el hecho de que la constataci¨®n de ver incumplidas al llegar a la edad adulta las expectativas juveniles s¨®lo provoque un sentimiento de fracaso personal en aquellos que defend¨ªan ideales de un cierto signo (enseguida se intentar¨¢ aclarar lo indeterminado de la expresi¨®n), mientras que a quienes declaraban perseguir objetivos de distinta naturaleza ninguna decepci¨®n parece afectarles. Rebobinando acerca de las razones por las que se me hab¨ªa hecho tan patente la supuesta paradoja, di en recordar la lectura de un di¨¢logo que mantuvieron, con ocasi¨®n del 25? aniversario de la muerte de Franco, destacados personajes de la vida p¨²blica espa?ola (un historiador, un pol¨ªtico y un periodista, entre otros), gentes que se hab¨ªan involucrado activamente bajo el franquismo en la lucha por la democracia. En un momento dado, uno de ellos constat¨® algo que probablemente est¨¦ en el origen de la presente reflexi¨®n: observ¨® en qu¨¦ medida el curso de los acontecimientos posteriores no hab¨ªa dado la raz¨®n a ninguna de las distintas opciones pol¨ªticas que participaron en aquel combate. Lo que termin¨® por ocurrir false¨® en mayor o menor grado casi todas las predicciones y frustr¨® la mayor¨ªa de las esperanzas. Sin embargo, ese desajuste entre lo anhelado y lo obtenido no parec¨ªa estar castigando a todos por un igual. No todos reaccionaban de la misma manera al echar la vista atr¨¢s y evocar la distancia que les separaba de aquellas ¨¦pocas y de sus ideales.
Una primera hip¨®tesis para explicar esta diferencia tal vez todav¨ªa permanezca, en alguna medida, presa de una manera de abordar el sentido del mundo como m¨ªnimo dudosa. Habr¨ªa, seg¨²n dicha manera, proyectos de primera y proyectos de segunda, ideales que efectivamente pretend¨ªan transformar la realidad (se hace dif¨ªcil escribir hoy estas expresiones sin introducir una cierta distancia, siquiera sea gr¨¢fica) y otros que en el fondo, y m¨¢s all¨¢ de ret¨®ricas, apostaban por su mantenimiento. La ventaja de semejante hip¨®tesis es que, de una sola vez, parece poner en su lugar tanto a los proyectos como a sus defensores: explica a un tiempo la presumible bondad de las ideas y la acreditada flaqueza de los individuos. La l¨®gica de la argumentaci¨®n parece clara: ubicar el sentido de la propia vida en la esperanza de la realizaci¨®n de un objetivo que sabemos casi inalcanzable y al que nos sentimos vinculados merced a una experiencia juvenil tan remota como indeleble -tal y como suelen hacer los defensores de los ideales transformadores- constituye con demasiada frecuencia una estrategia para, simult¨¢neamente, declararnos partidarios de lo mejor y justificar, decepci¨®n mediante, nuestra renuncia a seguir luchando por ello.
Del otro lado de la imaginaria frontera, se habr¨ªan ahorrado todo este vaiv¨¦n quienes jam¨¢s se midieron con lo existente, o quienes defend¨ªan fervorosamente unos proyectos que, ahora ha quedado del todo probado, nada impugnaban. Residir¨ªa ah¨ª, siguiendo con esta lectura, la clave para entender el pl¨¢cido discurrir de sus biograf¨ªas. Ellos no tienen un lugar imaginario al que regresar -o que a?orar- porque nunca salieron realmente de donde est¨¢n. No precisan reconciliarse con el mundo porque en ning¨²n momento se sintieron extra?os en ¨¦l. Viven su pasado ciertamente de otra manera que los primeros que coment¨¢bamos, pero transitan tambi¨¦n por una senda perdida, por un camino que no conduce a ninguna parte (aunque esto ¨²ltimo habr¨¢ que dejarlo para otro art¨ªculo).
Demasiado rotundo para ser verdad. Ni las ideas ni las personas (o los grupos generacionales) quedan adecuadamente pensados a trav¨¦s de este esquema, en exceso cohesionador y simplista. Hace unos a?os, Eduardo Haro Tecglen publicaba en las p¨¢ginas de esta misma secci¨®n un art¨ªculo a mi entender extremadamente l¨²cido titulado Una generaci¨®n b¨ªfida, en el que -sin explicitar, pudorosamente, la experiencia personal que subyac¨ªa a sus palabras- observaba c¨®mo la mayor parte de quienes realmente llevaron hasta sus ¨²ltimas consecuencias los principios y las consignas de las revueltas pol¨ªtico-culturales de finales de los sesenta ya no est¨¢n entre nosotros para contarlo precisamente por haber obrado de acuerdo con lo que proclamaban, mientras que quienes, m¨¢s cautos y calculadores, se limitaban a mirar desde la barrera los excesos de sus compa?eros de generaci¨®n, luego, alzando precisamente las banderas de ¨¦stos, se quedaron con el santo y la limosna y, por a?adidura, incluso obtuvieron (y mantuvieron durante bastante tiempo) el poder.
Ambig¨¹edades y equ¨ªvocos en cierto modo an¨¢logos podr¨ªan se?alarse respecto al otro grupo, el de quienes supuestamente se alinean en un proyecto o modelo de sociedad que apuesta en lo b¨¢sico por el mantenimiento de lo existente. Tampoco ¨¦stos conforman un grupo homog¨¦neo y sin fisuras. Bastar¨ªa con se?alar un dato: en sus filas podemos hoy encontrar -si bien desigualmente representados, eso es cierto- j¨®venes cachorros del franquismo y dem¨®cratas moderados en la oposici¨®n durante la dictadura, sin excluir unos cuantos antiguos izquierdistas reconvertidos a nuevos idearios. Atribuir a este grupo una profunda cohesi¨®n interna basada en la voluntad compartida de perpetuar el estado de cosas existente (estado con el que, seg¨²n los hermeneutas m¨¢s duros, todos los miembros se sentir¨ªan comprometidos por ancestrales v¨ªnculos de clase) no deja de constituir una abusiva simplificaci¨®n que parece ignorar casi por completo la realidad de los procesos por los cuales los individuos optan por determinadas concepciones del mundo o de la sociedad. Apenas con otras palabras: perseverar en la dicotom¨ªa entre quienes s¨ª se atreven a defender ideales y valores, y quienes s¨®lo utilizan la esfera de lo p¨²blico como instrumento para alimentar sus intereses particulares, probablemente refuerce mucho la autoestima de quien la enuncia (porque, con toda seguridad, se da por incluido entre los primeros), pero sirve poco para comprender, y sobre todo intervenir en lo que ocurre.
No se trata de desentenderse del pasado, ni de proponer una pol¨ªtica de la memoria inspirada en la figura de la tierra calcinada, sino de advertir de que las referencias a aqu¨¦l -sobre todo las referencias cargadas de moralina hist¨®rica de quienes est¨¢n persuadidos de haber cumplido en su juventud- no pueden sustituir el expl¨ªcito enunciado de lo que se pretende, lo ¨²nico que a fin de cuentas debiera importar. La referencia a lo que hubo es inesquivable, pero da de s¨ª lo que da de s¨ª (cada vez menos, conforme ese pasado se aleja). Frente al empe?o en sustituir el proyecto por la evocaci¨®n, en convertir las ilusiones juveniles en un supery¨® tutelar, acaso hubiera que reivindicar una forma mucho m¨¢s liviana, pero tambi¨¦n mucho m¨¢s activa, de relacionarse con lo que fue. C¨¦sar Aira lo tiene dicho en esa preciosa y sugestiva obrita titulada Cumplea?os: 'De lo que se escribi¨® un d¨ªa hay que reivindicarse al siguiente, no volviendo atr¨¢s a corregir (es in¨²til), sino avanzando, d¨¢ndole sentido a lo que no lo ten¨ªa a fuerza de avanzar'. Y concluye, viniendo a las m¨ªas: 'Parece magia, pero en realidad todo funciona as¨ª; vivir, sin ir m¨¢s lejos'.
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa en la Universidad de Barcelona.
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