Diario de difuntos
El d¨ªa de difuntos demanda un ejercicio de memoria, porque los muertos s¨®lo viven mientras seguimos hablando con ellos. Este a?o, el primero tras la hecatombe del 11 de septiembre, ha segado su cosecha habitual de biograf¨ªas cumplidas y demediadas, ha clausurado un haz de trayectos vitales con estruendo o en silencio, y ha interrumpido el itinerario en el mundo de personajes que han alterado el curso de la arquitectura a trav¨¦s de las instituciones o del arte. As¨ª, pocas vidas habr¨¢n quedado tan hermosamente cerradas como la de Pierre Vago, fundador de la Uni¨®n Internacional de Arquitectos, que muri¨® a los 92 a?os tras una biograf¨ªa esmaltada de peripecias; y pocas tan tristemente cercenadas como la de Yorgos Simeoforidis, animador de los premios Europan, cuyo coraz¨®n se par¨® a los 46 a?os durante uno de sus frecuentes viajes. Tambi¨¦n pocas ejecutorias tan justa y copiosamente celebradas como la de Pedro Casariego, que muri¨® unos d¨ªas antes de inaugurarse una exposici¨®n sobre su trabajo; y pocas tan deplorablemente ignoradas como la de Jos¨¦ Luis Garc¨ªa Fern¨¢ndez, que desapareci¨® dejando tras de s¨ª una formidable labor de investigaci¨®n de la arquitectura y el urbanismo hisp¨¢nico. Por ¨²ltimo, pocas figuras tan influyentes en la institucionalizaci¨®n de la cultura como J. Carter Brown, que transform¨® los museos contempor¨¢neos y presidi¨® el jurado del Premio Pritzker hasta su muerte prematura; y pocas tan determinantes en la exploraci¨®n de la materia y el espacio como Eduardo Chillida, que construy¨® con el pensamiento y la mano las arquitecturas esenciales resumidas en Zabalaga, un testamento en el paisaje que felizmente pudo llegar a completar.
Para algunos, la vigencia de los artistas se limita al momento al que alumbran un lenguaje, pero la mirada de Chillida anima a creer en la belleza intemporal
Al final no existe supervivencia m¨¢s valiosa que la del afecto en la memoria
Cosmopolita, vitalista y pol¨ªglota, Pierre Vago pas¨® la infancia en su Budapest natal y la adolescencia en Roma, convirti¨¦ndose en franc¨¦s de adopci¨®n tras sus estudios de arquitectura en Par¨ªs, donde fue sucesivamente alumno de Auguste Perret, redactor jefe de L'Architecture d'Aujourd'hui, miembro de la Resistencia, fundador en 1948 de la UIA y arquitecto singular de iglesias con estructuras nervadas de hormig¨®n. Titul¨® su autobiograf¨ªa Una vida intensa, y cuando le conoc¨ª en 1988 conservaba ¨ªntegra la energ¨ªa afable y la curiosidad inquisitiva del pol¨ªtico e intelectual que puso sus muchos talentos al servicio de la dimensi¨®n p¨²blica y el compromiso social de la arquitectura. Como a Fran?oise Choay, que nos acompa?aba en aquellas jornadas sevillanas, le apasionaba la pasi¨®n, y ¨¦se sea quiz¨¢ su mejor epitafio.
Tambi¨¦n cr¨ªtico, periodista y
trotamundos, el arquitecto griego Yorgos Simeoforidis estudi¨® en Florencia, en Filadelfia y en Londres para convertirse en un europeo errante, organizador de concursos y editor espor¨¢dico en Atenas, profesor en Viena, Barcelona, Delft o Mil¨¢n, y activo promotor de los premios Europan para los j¨®venes arquitectos del continente. Nos encontr¨¢bamos de tarde en vez por las encrucijadas de este espacio europeo que hab¨ªa convertido en su domicilio plural, y compartimos numerosas sesiones en el Instituto Berlage cuando todav¨ªa estaba alojado en el extraordinario orfanato de Aldo van Eyck en Amsterdam. Yorgos hab¨ªa sustituido recientemente a Ignasi de Sol¨¤-Morales como profesor en la escuela suiza de Mendrisio, y en ese lugar habr¨ªa de morir; como su predecesor, de un ataque al coraz¨®n y lejos de casa.
Admir¨¦ la obra de Pedro Casariego desde el d¨ªa lejano en que Alejandro de la Sota nos llev¨® a visitar el edificio Centro, acaso el mejor proyecto de los innumerables que realiz¨® en Madrid con su socio Genaro Alas; los entonces estudiantes conoc¨ªamos ya el icono transparente de la f¨¢brica Monky, y el rigor moderno de aquel despacho tan profesional habr¨ªa de servir como una referencia adusta. Pedro era sin embargo de car¨¢cter dulce, y en su posterior tr¨¢nsito por las aulas dej¨® en la Escuela de Arquitectura de Madrid una huella de amable elegancia. Profesor indeciso, nunca me impresion¨® tanto como en los d¨ªas que siguieron a la tr¨¢gica muerte de su hijo escritor, un abismo de dolor que se esforzaba en transmutar en serena despedida. Ahora es el momento de la suya, tras una vida f¨¦rtil y laboriosa que lo mantuvo activo hasta su t¨¦rmino.
Siempre pens¨¦ que alg¨²n d¨ªa se reconocer¨ªan los m¨¦ritos de Jos¨¦ Luis Garc¨ªa Fern¨¢ndez, pero cuando supe de su muerte muchas semanas despu¨¦s de producirse comprend¨ª lo infundado de mi esperanza. Dibujante excepcional y trabajador obsesivo, inventari¨® el patrimonio urbano espa?ol con un ingente trabajo de campo que cristalizaba en documentos gr¨¢ficos de emocionante belleza y precisi¨®n, y que lo llevaron a convertirse en un singular investigador de la arquitectura popular y de la historia urbana de la Pen¨ªnsula. A mediados de los a?os ochenta edit¨¦ su monumental La plaza en la ciudad, y el trato frecuente de aquella etapa me hizo descubrir la dimensi¨®n minuciosa y oce¨¢nica de su exploraci¨®n compulsiva, que en buena parte ha quedado in¨¦dita, y que desde luego merecer¨ªa ahora el apoyo diligente de una instituci¨®n m¨¢s interesada en el contenido genuino que en el ruido medi¨¢tico.
Aristocr¨¢tico y populista, J. Carter Brown ser¨¢ sobre todo recordado como el director de la National Gallery de Washington que, con la ampliaci¨®n de I.M. Pei y las grandes exposiciones monogr¨¢ficas, convirti¨® el museo en un referente de la arquitectura de autor y el turismo de masas; pero su ¨ªntima conexi¨®n con las ¨¦lites del poder y el dinero, y su prestigio como 'ministro oficioso de cultura' de Estados Unidos, le permitieron tambi¨¦n hacer del Premio Pritzker el m¨¢s codiciado galard¨®n de la arquitectura. Le conoc¨ª, por medio de Carlos Jim¨¦nez, en la ¨²ltima ceremonia del premio a la que pudo asistir, y durante nuestra cena juntos me instruy¨® sobre el urbanismo de Washington y acerca del pol¨¦mico monumento que entonces promov¨ªa en el Mall para conmemorar la II Guerra Mundial, 'la mayor epopeya de la historia humana'; su leucemia estaba ya avanzada, pero en su conversaci¨®n esmaltada de proyectos no hab¨ªa trazas de melancol¨ªa.
M¨¢s arquitecto que la mayor¨ªa de nosotros, Eduardo Chillida concluy¨® su casa-museo en Hernani antes de que la muerte intelectual y la biol¨®gica clausuraran su trayecto, un itinerario tan consistente que re¨²ne el final con el principio, permitiendo rellenar las lagunas del relato como si toda su obra fuese simult¨¢nea. Hay quienes piensan que la vigencia de los artistas se limita al momento en que alumbran un lenguaje, pero la prodigiosa perfecci¨®n de la mirada de Chillida y la naturalidad sin esfuerzo aparente con la que alcanza la proporci¨®n impecable y el equilibrio exacto animan a creer en la belleza intemporal. Tuve el privilegio de conocerle a trav¨¦s de su amigo el arquitecto donostiarra Luis Pe?a Ganchegui, y el escultor abri¨® generosamente las puertas del Chillida-Leku en construcci¨®n a un grupo de estudiantes que escuchaban con veneraci¨®n sus explicaciones metaf¨ªsicas y l¨ªricas sobre la materialidad del espacio; no es dif¨ªcil entender por qu¨¦ los arquitectos han sentido su desaparici¨®n como propia.
En el caleidoscopio de estas
seis biograf¨ªas percibimos la fugacidad imprecisa de las huellas en el tiempo, y la equ¨ªvoca perspectiva de las jerarqu¨ªas del aprecio. Destacada en la primera p¨¢gina de The New York Times, la muerte de Carter Brown pas¨® casi desapercibida en Espa?a; por contra, el homenaje clamoroso con que nuestro pa¨ªs ha despedido a Chillida contrasta con el silencio de revistas como The Economist, que sin embargo dos semanas despu¨¦s dedicaba su p¨¢gina de obituarios al empresario taurino Manolo Chopera. Al final no existe supervivencia m¨¢s valiosa que la del afecto en la memoria, ese tiempo desvanecido que Proust nos ense?¨® a buscar en los sabores y en los lugares, y que nos golpea a distancia con la intensidad de la p¨¦rdida. Mi propio padre muri¨® en mayo, y he tardado muchos meses en advertir su ausencia, como imagino que nos demoraremos tambi¨¦n en aceptar las muertes de tantos interlocutores, adheridos en la memoria a espacios que fueron instantes; y como lo veo a ¨¦l en su ¨²ltima tarde, veo a Pierre Vago en el torno del convento de San Leandro, a Yorgos Simeoforidis en el laberinto ordenado del orfanato, a Pedro Casariego entre los tableros de la Escuela de Arquitectura, a Jos¨¦ Luis Garc¨ªa Fern¨¢ndez inclinado sobre la mesa abigarrada de su despacho dom¨¦stico, a J. Carter Brown frente al Monticello neocl¨¢sico de Jefferson y a Eduardo Chillida midiendo con los brazos y la vista la casa y los senderos de Zabalaga. Como Proust por el camino de Swan, 'el recordar una determinada imagen no es sino echar de menos un determinado instante, y las casas, los caminos, los paseos, desgraciadamente son tan fugitivos como los a?os'.
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